Saltillo.-
En el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, la calle que andando el
tiempo se llamaría del Diablo estaba formada por casas, huertas y solares
pertenecientes a los colonos tlaxcaltecas. Pero causas inevitables iniciaron la
penetración de españoles y criollos en el nuevo poblado.
Uno
de ellos, don Juan de Solís, originario de la villa española, era muy estimado
por sus cualidades de hombre decente y súbito leal de la Católica Majestad del
Rey de las Españas. Tenía sesenta años, aunque bien disimulados por su
complexión sana y robusta, estaba casado con una hermosa mujer señora bastante
más joven que él, de la que tenía un hijo inteligente y gallardo. Este mozo
había cumplido, a la sazón, dieciocho años, estudiaba humanidades con los
padres del Convento de San Francisco, y andaba ya en los primeros escarceos
amorosos, aunque todavía inocentes, protegido por las blanduras maternales, a
espaldas del padre.
Con
firmes convicciones y arraigada fe religiosa, con mujer bella y hacendosa, con
un hijo aventajado intelectual y físicamente, bienquisto de sus convecinos, en
situación económica modesta, pero desahogada, don Juan de Solís poseía
elementos bastantes para considerarse dichoso. Pero no era así, por desgracia.
El buen caballero había caído en la más torturante flaqueza que puede
enseñorearse de un corazón apasionado: la de creer que su esposa le era infiel,
que defraudaba el entrañable amor que él sentía por ella, y le deshonraba ante
la opinión de las gentes.
Una
noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era invierno y todas las
puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias. Caminaba el
caballero pensativo y cabizbajo. De pronto se dio cuenta de que alguien venía
tras él. Se detuvo y puso mano a la espada, pues aunque sabía que la seguridad
de personas y bienes era proverbial en la villa, no estaban demás las
precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas. El que venía,
se emparejó con don Juan, le saludó respetuoso y afable, y siguió caminando a
su vera. Era un tlaxcalteca, más viejo que joven y vestido modestamente, a
usanza de la clase trabajadora.
-¿Quién
eres? – le preguntó don Juan.
-
Blas Cázares, servidor de su merced.
-
Gracias.
-
Conocí al abuelo y al padre y al padre de su merced… Veo con frecuencia al niño
don Juan, que por cierto, es el vivo retrato de su abuelo, y me recuerda lo
bueno que era aquel caballero, no agraviando a lo presente. Siempre he tenido
cariño por la casa de su merced.
-
Te lo agradezco, y tengo mucho gusto de haberte conocido… ¿Y que haces por aquí
a estas horas? ¿Vives en este barrio?
-
Voy a buscar a un amigo, y después, a mi casa, que es la de su merced, en el
callejón de Los Tejocotes.
Habían
llegado a la esquina de la calle del Mezquite (hoy de Carranza) y el callejón
cuyo primitivo se ignora y que después se ha llamado del Diablo.
-
Volveremos a vernos- dijo don Juan, haciendo ademán de despedirse.
-
Antes de separarnos- insinuó el tlaxcalteca bajando la voz, no obstante la
soledad y el silencio de la calle- quiero decir a su merced una cosa que le
interesa.
-
A ver…
-
Su merced cavila y sufre porque cree que su esposa lo engaña.
-¿Cómo
te atreves a hablarme de esas cosas? -exclamó don Juan con tono severo y
altivo.
-
Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio: dentro de cuatro días le
presentaré pruebas claras de que se equivoca, o de que no se equivoca.
Una
promesa de certidumbre, en un sentido o en otro, tiene para el celoso atracción
irresistible. Ante aquella posibilidad de saber, de calmar definitivamente la
duda y la inquietud, se desvaneció la orgullosa susceptibilidad de don Juan,
que no experimentó ya otro sentimiento que conocer la verdad cualquiera que
ésta fuese.
-
Sí señor, se lo prometo. Nos veremos en esta misma calle y a esta misma hora…
Que pase su merced buenas noches.
Y
se apartó, perdiéndose en las sombras. Don Juan se quedó unos minutos inmóvil,
como anonadado por la impresión de aquella promesa, sin saber a ciencia cierta
si le daría o no crédito.
La
noche en que el plazo vencía, caminaba lentamente don Juan de Solís por la
misma calle y a la misma hora que la vez anterior, y como entonces, cercado de
oscuridad y silencio. “¿Vendría Blas Cázares a hacerle la revelación prometida?
¿Iría a dejarlo en aquella incertidumbre y ansiedad espantosa?”
Repentinamente
surgió de las sombras el tlaxcalteca, como si hubiera brotado de la tierra, y
aproximándose a don Juan le dio las buenas noches.
-¿Y
bien? – preguntó el caballero sin disimular su impaciencia.
-
Por desgracia- dijo mesuradamente Blas Cázares- lo que sospechaba su merced es
cierto.
-
¡Las pruebas!… ¿Dónde están las pruebas? –exclamó el caballero con un grito
ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera.
-
Mañana finja su merced un viaje. Vuelva en la noche, y ocúltese en algún hueco
próximo a su casa… Entre las doce y la una, verá llegar a un hombre de capa
larga y sombrero de anchas alas… Cuando él esté llamando suavemente a la
puerta, podrá su merced, si así lo desea, tomar la debida venganza… Volveremos
a vernos.
El
tlaxcalteca se apartó rápidamente de don Juan sin darle tiempo nuevas
interrogaciones.
-¡Escucha!
¡Espera!
El
caballero avanzó en seguimiento de Blas Cázares, pero éste, doblando la
esquina, había desaparecido.
A
la mañana siguiente partió don Juan de Solís para Santa María de las Parras, al
desempeño de una comisión oficial, que según anunció a su mujer, le ocuparía
una semana. Pero apenas salió a despoblado, cuando en vez de seguir adelante,
se adentró en un bosque de huizaches, a la vera del camino, y teniendo su capa
en el lugar más espeso y escondido, se tumbó a devanar sus pensamientos y a
esperar la noche.
Entre
alternativas de intentos razonables y descabellados pero presintiendo que
llegado el caso, se dejaría llevar por el impulso primordial del furor y
venganza, pasaron las horas que le parecían interminables, y al fin se cerró la
noche, tenebrosa y destemplada, como convenía a sus fines.
Por
el extremo norte que daba a solares despoblados, a milpas y tierras baldías,
entró don Juan en el callejón donde estaba su casa, y se escondió arrimándose
al tronco de un nogal corpulento, a dos metros de su puerta. Todo estaba oscuro
y callado. Era ya más de la medianoche y el caballero comenzaba a cansarse. Unos
pasos sonaron a lo lejos y parecía que se acercaban lentamente; un bulto se
dibujó en las sombras, primero confuso y definiéndose luego como el de un
hombre rebozado en larga capa y calado hasta los ojos el sombrero de anchas
alas. Se detuvo en la puerta de don Juan de Solís y llamó con tres suaves
golpes. El caballero salió rápidamente de su escondite y sepultó su espada en
el cuerpo del desconocido que cayó en tierra sin defenderse ni lanzar una
queja.
Casi
al mismo tiempo la puerta se abrió; don Juan saltó hacia dentro con la espada
en la mano y el rostro transformado por una mueca de salvaje furor. Su esposa
corrió hacia la puerta. El instinto de la madre adivinó lo que había pasado. El
la siguió sobrecogido.
-¡Es
mi hijo!… ¡Mataste a mi hijo! –gimió la pobre mujer arrojándose sobre el
cadáver ensangrentado.
Don
Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caído con la cabeza apoyada
en el umbral… Lanzó horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera
perseguida. Se había vuelto loco.
Algunos
meses después recobró la razón y declaró ante un juez la historia de su crimen.
Se comprobó que Blas Cázares no había existido nunca en el pueblo de San
Esteban ni en la villa de Santiago del Saltillo. ¿Nombre supuesto? Quizás.
¿Pero quién podía haber tenido motivos suficientes para hacer un mal semejante?
La
gente creyó que había sido el Diablo quien celoso de las virtudes de don Juan
de Solís, le preparó tan espantosa celada, y nadie dudó de que el Enemigo Malo
campeaba por sus respetos en aquel callejón que desde entonces tomó su nombre.
(ZOCALO
/ RELATOS Y LEYENDAS/ 11/09/2014 - 09:39 AM)
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