El próximo
jueves 21 se cumplen 20 años de que 'El Tapado' —como se le denominaba al
candidato del PRI a la Presidencia, antes de su nombramiento público— participó
por última vez en una elección. Pero, a dos décadas de distancia, esa figura de
la política mexicana sigue rodeada de mitos, fantasías y misterios que hoy
conviene... destapar
Primera de dos partes
1. INTRODUCCIÓN
Este agosto de 2014 se cumplirán 20 años de que
los mexicanos votaron por el último tapado. Por eso Pascal Beltrán del Río tuvo
la idea de que yo elaborara estas notas sobre una figura mítica, legendaria y
hasta fantasiosa de la política mexicana.
En efecto, los
mexicanos menores de 38 años nunca han votado por un tapado. Vicente Fox,
Felipe Calderón y Enrique Peña ya no fueron tapados.
Su candidatura
surgió por métodos distintos a los de antaño. Pero ese alejamiento en el tiempo
ha nublado el recuerdo y la imagen de ese personaje de la vida mexicana. Por
eso se le ha rodeado de inexactitudes, de equívocos y de errores que conviene
poner en claro para aquellos a los que les interesan estas cosas.
Así, hay algunos que
han creído que El Tapado era una especie de pelele puesto por el Presidente
saliente. Otros piensan que esas decisiones las tomaba un consejo colegiado,
integrado por los priistas más viejos o por los ex presidentes del país. Hasta
he escuchado a algunos creer que era una decisión unipersonal de Fidel
Velázquez, el legendario líder obrerista.
Por eso me pareció
muy acertada la propuesta de nuestro director editorial y puse manos a la obra
o, mejor dicho, manos a la pluma y aquí comparto mis reflexiones sobre el ya
finado Tapado.
Tomo prestado el
título operístico de Richard Wagner, pero no para repetir un canto sobre dioses
legendarios, sino para escribir unas notas sobre dioses reales. Los wagnerianos
vivían su ocaso en el Walhalla. Los nuestros han vivido en el Palacio Nacional,
en el Castillo de Chapultepec o, cuando menos, en Los Pinos.
Los dioses
germánicos tenían contrapesos. Los dioses mexicanos no los tenían. Acaso, su
único límite era el tiempo. Aquellos eran eternos mientras que éstos fueron
efímeros. A esta perentoriedad sexenal se refieren estas líneas. Al tránsito de
un dios hacia otro. Y, en conjunto, a la desaparición de ese sistema teocrático
que se conoció como El Tapado.
2. ¿QUIÉN FUE EL TAPADO?
El PRI, en su
momento fundacional, no era un partido político sino una verdadera alianza de
partidos políticos. De septiembre de 1928 a febrero de 1929, en tan sólo seis
meses de trabajo intenso, logró consolidarse la unión de 200 partidos
regionales y de otras 200 fuerzas políticas gremiales, sindicales, populares y
territoriales. La consolidación de esas 400 fuerzas dio como resultante lo que
ha sido el partido más influyente en toda la historia política mexicana y el
más importante de todo un siglo latinoamericano.
Pero eso tenía sus
complicaciones funcionales. El debate político se realizaría hacia el interior
del partido y no hacia el exterior. Las fuerzas revolucionarias triunfantes ya
no ventilarían sus discrepancias ante los ojos de los extraños sino en la
intimidad de su propia casa. Las decisiones se tomarían por consenso y, una vez
discutidas en lo privado, ya parecerían como unanimidad en lo público.
Ese diseño era
perfecto, pero no siempre se lograrían los consensos y, sobre todo, no siempre
en los tiempos obligatorios. Para esos momentos se requeriría tener un árbitro
indiscutible. Cuando la vida brindara a los priistas un líder natural, todo
estaba resuelto con automaticidad. Así funcionaron Calles, Cárdenas y otros
más.
Pero, en muchos
momentos, el priismo no contaba con ese líder natural. Es, entonces, cuando
aparecía la necesidad de contar con un líder convencional, escogido de manera
tácita o expresa por las fuerzas reales de esa corriente partidista. Esa
especie de “fiel de la balanza” fue el Presidente de la República.
En México, el
liderazgo partidista del Presidente de la República ha sido muy claro, aunque
ni es excepcional ni ha sido insólito sino, por lo contrario, ha respondido
fielmente a un patrón universal en la relación que se da entre el gobernante y
su partido, dentro de las democracias actuales. Porque los reyes no pueden
tener partido, pero que los presidentes deben tenerlo.
Así, el Presidente
mexicano, a lo largo de los primeros 70 años priistas, casi siempre influyó en
las decisiones más importantes de su partido. Lo mismo en declaraciones de
principios, en programas de acción, en estatutos, en métodos de proselitismo,
en desarrollo de campañas y en postulación de candidatos, se han tomado las
decisiones con la opinión o con el consenso o con la aprobación o con la
decisión del Presidente de la República.
Siguiendo en ello,
en un partido político donde lo que cuenta es el logro del triunfo electoral,
las decisiones deben tomarse, democráticamente, en función del conteo de la aportación de posibilidades
y no puede valorarse igual, dentro de un partido, a aquél que aporta un millón
de posibilidades que a aquél que sólo puede aportar diez o a aquél que no sólo
no las aporta sino que las resta.
Es decir, no se
puede tratar igual a la voluntad de un líder de un millón de ciudadanos que a
la de un militante, por muy respetable que sea. Los órganos de alta decisión de
un partido —llámense consejos políticos, convenciones de partido, asambleas
nacionales, consultas a las bases, auscultaciones periféricas, sondeos y
encuestas, cónclaves cerrados o mil formas más que proponga la imaginación y la
fantasía— deben tener la mínima congruencia de corresponder a los propósitos
esenciales de dicho partido.
Pues, bien,
institución y práctica polémica fue El Tapado. Para algunos, razón de
estabilidad política y de paz social. Para otros, motivo de una reyecía
hereditaria que marginó al pueblo de las más trascendentales decisiones de
poder. Santón o chamuco, el caso es parece que ya se acabó.
Ciertamente surgió
por una impostergable necesidad de contener la impetuosa ola de magnicidios
políticos que ensangrentó al país en los años veinte. En menos de una década
Carranza, Villa, Obregón, Serrano y cincuenta personajes más fueron asesinados
en torno a la mal sazonada combinación mexicana de ingredientes tales como el
caudillismo y la sucesión presidencial.
Plutarco Elías
Calles cambió las reglas. Apareció el maximato. No habría contienda. Un solo
hombre decidiría. El pueblo no participaría. Los mexicanos ya no se matarían
por el poder. Así fue durante casi tres cuartos de siglo. Algunos dicen que
debió concluir hace dos generaciones. Otros dicen que valdría haberlo
prorrogado dos más. Todos dan sus razones en forma de hipótesis o de profecía.
En todo caso, duró hasta que se acabó.
3. RAZÓN Y CORAZÓN
Sin embargo, de allí
a creer que estas decisiones se toman a puro capricho unipersonal hay mucho
trecho. Si repasáramos algunos hechos muy evidentes de nuestra historia, como
es la postulación a los candidatos a la Presidencia de la República, veríamos
que el gobernante en turno ha sido decisivo y decisor en todas ellas pero que,
en la gran mayoría de los casos, su decisión no ha coincidido con los dictados
de su más puro gusto o voluntad.
En algunas ocasiones
a estos íntimos deseos se les han atravesado las circunstancias coyunturales de
la política nacional. En otras, la debacle del propio consentido. En otras más,
los azares del destino unas veces en forma de accidente y otras más en forma de
crimen.
Solamente en tres
casos, en setenta años, se advierte muy claramente el triunfo absoluto de las
preferencias presidenciales. Éstos
fueron la decisión de Adolfo López Mateos a favor de Díaz Ordaz, la decisión de
Miguel de Madrid a favor de Salinas de Gortari y, concedamos a pesar de su
cripticismo, la de Adolfo Ruiz Cortines a favor de López Mateos. Más allá de
estos casos, el resto ha sido producto de la razón y no del corazón. Han sido
casos donde los aficionados al dominó dirían que los presidentes “jugaron
forzado”. Veamos en detalle.
Plutarco Elías
Calles decidió cuatro sucesiones a favor de Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz
Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas, en ese orden secuencial. Todos
éstos eran políticos de una filiación callista muy relativa e individuos que, en
los afectos del sonorense, no tenían ninguna importancia en comparación con
políticos como Luis N. Morones, como Gonzalo N. Santos o como Aarón Sáenz a
quienes el propio Calles tuvo que apartar de las aspiraciones presidenciales.
De la misma manera,
si Lázaro Cárdenas hubiere tenido el suficiente espacio de maniobra, su
decisión hubiere favorecido a su fraterno amigo Francisco J. Mújica y no a
Manuel Ávila Camacho. Con gran similitud, no nos puede tomar por sorpresa
pensar que el afecto de Ávila Camacho por Jesús González Gallo y hasta por el
propio Javier Rojo Gómez superaba al muy franco pero muy menor que sentía por
Miguel Alemán Valdés.
A Miguel Alemán el
destino le jugó una carta insuperable. La prematura muerte de Gabriel Ramos
Millán lo dejó sin segunda opción, obligándolo a resolver a favor de alguien
tan distinto y tan distante como Adolfo Ruiz Cortines.
En el mismo sentido,
no se puede negar que Gustavo Díaz Ordaz sentía más afinidad por Alfonso Corona
del Rosal y mayor amistad, aunque después deteriorada, por Emilio Martínez
Manatou, que la que pudo haber sentido jamás por Luis Echeverría. Y a nadie se
le podría ocurrir que Echeverría sintiere más afecto por José López Portillo
que el que sentía y demostraba por Porfirio Muñoz Ledo, por Augusto Gómez
Villanueva, por Hugo Cervantes del Río y, aun por lo que quedaba de un enorme
aunque pretérito afecto, por Mario Moya Palencia.
Uno de los casos más
patéticos es el de López Portillo, quien jugó todas sus cartas en contra de sí
mismo. Primero, propició un innecesario e inoportuno debate sobre los
requisitos de nacionalidad que señala el 82 constitucional, como si ese
artículo no se hubiere violado más de una
vez, ante la “vista gorda” de todos. Con ello, descartó a Carlos Hank, a
Jesús Reyes Heroles y a José Andrés de Oteyza. Después, casi inmediatamente,
resolvió un pleito de gabinete despidiendo a Carlos Tello y a Julio Rodolfo Moctezuma.
Así, al concluir su primer año de mandato, el gabinete de López Portillo ya no
contaba con lopezportillistas de perspectiva presidencial futura. La decisión
final, a favor de Miguel de la Madrid, fue el resultado de una selección entre
personajes ajenos al gran elector.
Por último, Carlos
Salinas de Gortari logra que la candidatura recaiga en su auténtico preferido,
Luis Donaldo Colosio. Pero el asesinato de éste se vendría a complicar con la
imposibilidad de los tiempos constitucionales para que Salinas utilizara su
segunda opción que era, a todas luces, Pedro Aspe.
Así, a su segunda
decisión, llega un Salinas de Gortari literalmente aturdido por una secuencia
de acontecimientos para los que no estaba acondicionado un hombre que siempre
había corrido con buena estrella.
Este itinerario se
inicia con la disminución global que se da desde la postulación de su sucesor.
Prosigue con el berrinche y la indisciplina de Manuel Camacho, remitida quizá a
costos altos. Más tarde, el levantamiento zapatista en Chiapas, la remoción de
su equipo de operadores políticos de confianza y la consecuente entrega a un
equipo ajeno, el desconcierto generalizado y la sensación de falta de
liderazgo, la muerte de Luis Donaldo, el canibalismo político desbocado en plena
capilla ardiente, la pavorosa soledad presidencial en el día más importante de
su mandato y la renuencia inexplicable a forjar alianzas de primer orden dentro
de su partido.
Por último, Ernesto
Zedillo hubiera deseado que la candidatura del PRI hubiera recaído en Guillermo
Ortiz o en José Ángel Gurría. Pero los priistas se revelaron, impusieron
“candados” irreversibles en sus estatutos y cerraron las puertas a la voluntad
presidencial la cual se decidió, sin mayor entusiasmo, por Francisco Labastida.
Con el desgano por esa candidatura y el berrinche por la desobediencia priista,
Zedillo llega a la elección con muy pocas ganas de que triunfara el PRI.
4. SECRECÍA Y SECRETO.
Sin embargo y a
pesar de profusión de crónicas y de anécdotas sobre este tema, uno de los
arcanos más herméticos del sistema político mexicano, durante casi un siglo, lo
constituyen el momento y las palabras con las que el Gran Elector comunicaba a
su sucesor que ya había resultado ser el Gran Elegido.
Las razones de tal
secrecía son muy fáciles de entender, pero muy difíciles de explicar. Un
episodio donde el pudor político obliga al secreto para no caer en el cinismo
de su publicidad. Baste decir que los protagonistas y los testigos directos de
tales sucesos han guardado una extrema discreción. Por eso casi todo lo que se
ha comentado son suposiciones que, aun siendo acertadas, no necesariamente
gozan de la certificación.
Más aún, de los
pocos que han osado hablar de ello fueron Luis Echeverría y José López
Portillo, respecto del destape de este último. Pero son tan distintas y tan
contradictorias sus respectivas declaraciones que nos dejan sumergidos en la
total tiniebla. No coinciden ni las fechas ni las palabras ni los contenidos.
Con el privilegio
que concede la amistad fraterna, yo podría haber osado preguntarle a Francisco
Labastida sobre su conversación postulatoria con Ernesto Zedillo. Más aún, pese
a que no tengo cercanía con este último, podría también haberme valido de mi
confianza con Liébano Sáenz para completar mi información. Pero aún no me he
atrevido con uno ni con otro. A tan sólo 15 años de distancia me parece que
todavía es imprudente asomarse a un secreto tan custodiado. Quizá más adelante
un día le daré rienda suelta a mi temeridad y, si ellos me autorizan, prometo compartirlo.
A esta misteriosa
plática entre elector y elegido el inteligente novelista mexicano Luis Spota
dedicó un libro que, por ello, lo intituló Palabras mayores. Esta denominación
se refiere a que suele suceder que, a los más notorios aspirantes, todos les
dicen que ellos van a ser el próximo Presidente-de-la-República. Sus empleados,
sus amigos, sus familiares, sus lambiscones, sus esposas, sus novias, sus
meseros, sus vecinos y hasta sus contrincantes o sus enemigos.
Pero toda esa hueca
palabrería, vertida a los largo de meses si no es que de años, carecía de
valor. Nadie sabía lo que decía porque nadie sabía lo que realmente iba a
pasar. Solamente había un mortal plenamente enterado. Por eso, cuando este
hombre le informaba al otro la decisión que ya había sido tomada, sus palabras
se convertirían en las más importantes que alguien podía haber escuchado en
toda su vida.
Sin embargo, un poco
de esto se ha filtrado. Yo sólo conozco dos casos y aquí los compartiré. Lo
hago porque no he sido protagonista ni testigo sino tan sólo me lo han
platicado los participantes. Así que, como “conocedor de oídas”, no tengo voto
de silencio ni mis informantes me lo han impuesto máxime que, por el tiempo
transcurrido y porque ya han finado todos los protagonistas y testigos
directos, el asunto ha prescrito, como decimos los abogados.
El más detallado lo
narro en un apartado de estas notas que se encuentra más adelante. El más breve
tiene que ver con un acuerdo domiciliario y vespertino al que Adolfo López
Mateos convocó a su secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz. Allí, en la
biblioteca casera, revisaron los asuntos del acuerdo y, al terminar, cerraron
las carpetas y el Presidente inició una conversación, preguntando cómo se veía
la situación política del país, en esos días.
Díaz Ordaz contestó
que él la veía con mucha estabilidad, con mucha serenidad y con mucha
tranquilidad. Sin protestas, sin demandas, sin huelgas, sin amenazas y sin
zozobras. López Mateos remató opinando que, en ese caso y dadas la fechas del
calendario político, parecía que había llegado el momento recomendable para que
el PRI postulara a su candidato a la Presidencia de la República.
Acto seguido hizo
una señal y entró el mesero presidencial llevando una charola con dos copas y
una botella de cognac muy fino. Con otra señal, el camarero se retiró de
inmediato y el propio Presidente sirvió generosamente, repartió los envases y
se puso de pie, en actitud de formalidad. Levantó el brazo en ademán de brindis
y formuló un deseo: “Gustavo, ojalá nunca en la vida nos guardes rencor por el
enorme peso que descargaremos en tus hombros”.
La frase inolvidable
es un monumento de gentileza, de republicanismo y hasta de misticismo. No
contiene vulgares alusiones de triunfo ni de festejo, sino de humildad y
responsabilidad. No habla en primera de singular sino de plural. Lo decidieron
en grupo. Muchos o todos, pero en colectivo y, por lo tanto, no reclama
gratitudes individuales ni personales. No se refiere a un premio sino a una
carga. No está regalando un país sino, tan solo, lo está encargando. Y, por
último, es un cargo que no promete alegrías sino amarguras tales como las que,
proféticamente, persiguieron a Díaz Ordaz hasta el último momento de su
vida.
5. ¿PRESIDENTE O GERENTE DE PARTIDO?
Ante esto, también
nos surge una interrogante inevitable. ¿Qué papel jugaba o juega en ello el
presidente del PRI? Definitivamente ninguno. La razón es sencilla. Por lo que
dijimos al principio, el líder del partido en el poder es el jefe del gobierno
y, por lo tanto, el dirigente de la organización partidista no hace otra cosa
más que ocupar una posición gerencial de administración y funcionamiento.
Sobre esto tengo
diversas referencias anecdóticas de diversos presidentes del PRI y su nula
participación en la alta decisión. En aras del espacio tan sólo mencionaré tres
y diferiré, para posterior ocasión, los episodios de Pascasio Gamboa, García
Paniagua o De la Vega Domínguez para narrar únicamente las de Sánchez Taboada,
Reyes Heroles y Ortiz Arana. Más abajo, narro detenidamente el de Olachea
Avilés.
Rodolfo Sánchez
Taboada acudió a comer, un día de 1951, al entonces famoso restaurante Tampico
Club, propiedad de José Inés Loredo, regenteado por César Balsa, donde se acuñó
la celebérrima carne asada a la tampiqueña.
Pues, bien, allí
recibió un telefonema donde se le indicaba que no se moviera de ese sitio
porque se le surtiría la instrucción definitiva sobre la postulación
presidencial. Sólo existían los teléfonos fijos y ello lo obligaba a la
estacionalidad. Así pasaron muchas horas de toda la tarde y algunas de ya
entrada la noche. El presidente de partido se levantaba a telefonear con
impaciencia, pero regresaba con nula información y sin órdenes de acción.
Ya pasada la
medianoche comentó con los suyos que empezaba a verse una mezcla de claridad y
confusión porque, como relató Gregorio Ortega, les dijo que “ahora han metido
en la lista hasta al viejito Ruiz Cortines”. Eso los confundía porque casi
todos suponían que el elegido sería Fernando Casas Alemán, el sustituto del verdadero
delfín de Miguel Alemán, quien era Gabriel Ramos Millán, perecido en un
avionazo. En efecto, muchos creían en Casas Alemán. Muchos, menos Miguel
Alemán. Muchos se colocaron al lado de Casas Alemán. Muchos se equivocaron.
Unos momentos más
tarde le llamaron al restaurante. Sánchez Taboada regresó a la mesa y los
apremió: “¡Muchachos, a trabajar. Es Ruiz Cortines!”.
Este relato nos
indica que el presidente del partido era totalmente ajeno a las decisiones.
Paso a relatar otro episodio similar.
Jesús Reyes Heroles
se encontraba en un cine presidiendo un evento masivo del PRI, sin enterarse
que en ese preciso momento Fidel Velázquez y un fuerte contingente de la CTM
estaban llegando al Palacio Nacional para destapar y apoyar la candidatura
presidencial del secretario de Hacienda, José López Portillo.
Por último, Fernando
Ortiz Arana fue llamado a Los Pinos mientras en la sede nacional del partido lo
esperaba la cúpula priista. Allí, Carlos Salinas le entregó un sobre cerrado y
le anunció que, en su interior, se encontraba una tarjeta con el nombre del
elegido. Ortiz Arana, con buen tino, lo recibió y lo guardó en la bolsa
interior de su saco. Salinas lo invitó a abrirlo, leer la tarjeta y darle su
opinión. Fernando, con inteligencia, rehusó hacerlo. Le dijo que no tenía nada
que opinar y que lo abriría cuando fuera el momento necesario. En efecto, no
era nadie para cuestionar ni para festinar una decisión ajena y ya tomada.
* Abogado y
político. Presidente de la Academia Nacional, A. C.
w989298@prodigy.net.mx
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twitter:
@jeromeroapis
(DOSSIER
POLITICO/ José Elías Romero Apis / Excélsior/
2014-08-04)
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