Fue con
Adolfo Ruiz Cortines que se institucionalizó la figura de El Tapado. En
aquellos tiempos ese juego de la política mexicana ganó suspenso, pues el
veracruzano poseía un estilo sádico y refinado de tratar a sus colaboradores:
gozaba con engañar, pero no con mentiras, sino provocando confusión
Segunda y última parte
6. EL ESTILOOO
DE RUIZZZZZ CORTINES
CIUDAD DE MÉXICO, 4
de agosto.- Sería muy profuso y extenso para las páginas de un periódico
alargar estas notas narrando anécdotas de todas las postulaciones donde
participó un tapado. Por eso me ajustaré tan sólo a aquéllas en las que
participó Adolfo Ruiz Cortines, bien como candidato presidencial o, después, como
Presidente saliente. Escojo a éste porque me parece de lo más representativo
del tema y, además, porque fue en su tiempo cuando se institucionalizó el
nombre de El Tapado y se denominó el fenómeno conocido como “tapadismo”.
Por cierto que, en
ese entonces, una importante compañía cigarrera lanzó una avasalladora campaña
publicitaria, pregonando que “El Tapadofuma su marca”. Resulta que el comercial
fue acertadamente premonitorio y muchos mexicanos quedaron convencidos con la
falsa idea de que la empresa tabacalera ya sabía con anticipación.
Pues bien, Ruiz
Cortines tenía una conducción política caracterizada por la discreción y hasta
por la simulación, aunque no por la mentira. Poseía un estilo sádico y refinado
que lo hacía gozar con engañar sin mentiras, sino tan sólo confundiendo. Era un
mago de la confusión, no de la mentira. Era una especie de ilusionista, pero no
un charlatán.
Se cuenta que,
cuando era secretario de Gobernación y ya se acercaba la sucesión de Miguel
Alemán, solía simular mayor vejez y alguna enfermedad, desde luego sin
mencionarla. Cierta ocasión recibió a unos paisanos veracruzanos. Se había
maquillado con una palidez enfermiza. Los recibió sentado y se disculpó por no
pararse simulando la dolencia de su espalda. Les dijo que la política era para
jóvenes sanos no para viejos enfermos. Que, por eso, ya ansiaba que terminara
el sexenio y que, en el futuro, le pediría a Fernando Casas Alemán que lo
nombrara en la aduana marítima de Veracruz, porque el clima porteño lo
beneficiaba y que estaría tranquilo con un salario fijo y seguro.
Los jarochos, al oír
esto, se despidieron presurosos y corrieron hacia el Zócalo para inclinar sus
espaldas ante Casas Alemán. Al llegar a la Regencia los recibió el secretario
particular, José Cándano, con un rostro de profunda tristeza. Les preguntó qué
hacían allí perdiendo el tiempo. Que “el bueno” era Ruiz Cortines y que esa
misma mañana se haría oficial. Los lambiscones se maldijeron a sí mismos.
Tuvieron el boleto premiado en las manos y lo tiraron al caño. Alguno recordó
que, por pendejos, no repararon en que Ruiz Cortines ya tenía su escritorio
limpio y vacío.
Pues bien, ya como
mandatario prosiguió con su estilo. Adolfo Ruiz Cortines trazó el camino de su
sucesión a partir de una disciplina múltiple: observar a los aspirantes; no
oponerse, en apariencia, a sus aspiraciones; por lo contrario, estimularlas,
aun las de los tímidos; no mostrar al elegido su predilección anticipada; mucho
menos, demostrarla innecesariamente a la opinión pública; realizar el trabajo
aspiracional de un sucesor que no sabe que lo es, y, sobre todo, disimular. Por
último, hizo su juego muy solo y sin ningún acompañante. No se conoce, hasta la
fecha, de asociados o coautores de su muy extrema y hasta maquiavélica astucia
sucesional.
Así, Ruiz Cortines
maniobró básicamente con tres nombres de personajes muy cercanos a él: el
veracruzano Ángel Carbajal, secretario de Gobernación; el nayarita Gilberto
Flores Muñoz, secretario de Agricultura, y el neoleonés Ignacio Morones Prieto,
secretario de Salud. Todos ellos gozaban de amplias credenciales curriculares
políticas y de fuertes grupos de simpatizantes. Baste decir que los tres ya
habían sido, entre muchos otros cargos, gobernadores de sus respectivos
estados.
Sin embargo, también
jugó con el regente Ernesto P. Uruchurtu, con José López Lira, secretario del
Patrimonio Nacional, y con Antonio Carrillo Flores, secretario de Hacienda.
Se cuenta que,
después de meses y años de dicho juego recurrente, cuando ya se aproximaban los
tiempos graves, ineludibles y muchas veces dolorosos de la decisión, empezó a
practicar la rutina de mandar traer a los que, con jarocho cinismo, llamaba sus
fieles consejeros: el presidente del PRI, Agustín Olachea; el secretario de
Prensa de la Presidencia, Humberto Romero Pérez; el secretario particular de la
Presidencia, Benito Coquet, y otros más. En muchas ocasiones estuvieron el
periodista Gregorio Ortega padre y Francisco Galindo Ochoa.
“Vamos a ver, mis
amigos, cómo andan las cosas”, solía decir para abrir tema. Alguien mencionaba
que de Carbajal se alegaba que Ruiz Cortines siempre le había heredado sus
trabajos inconclusos, dado que le encomendó los cargos de los que tuvo que
separarse con anticipación: la gubernatura de Veracruz, cuando fue requerido
para Bucareli, y la Secretaría de Gobernación, cuando fue postulado como
candidato a la Presidencia. Secamente, don Adolfo respondía que eso no era una
razón suficiente, porque él sí concluiría su mandato presidencial y que tres
veracruzanos al hilo no lo perdonarían el resto de los mexicanos, refiriéndose
a su región natal y a la de su antecesor, el presidente Miguel Alemán.
Proseguía la junta y
otro decía que Flores Muñoz, por su carácter, haría una campaña llena de
alegría y muy contagiosa. El jefe del Estado Mexicano respondía, con igual
sequedad, que la Presidencia no era ni debería ser una cuestión alegre sino muy
seria y, con cierto fastidio, los apremiaba para oír otro nombre.
En cierta ocasión
dijo que José López Lira era “valiente como Juárez, brillante como Juárez y
patriota como Juárez; que sería un gran Presidente”. Varios barberos se
engañaron y fueron a darle la primicia, sin calcular el daño sicológico que le
producirían, porque el aludido se ensoñó. Dicen que mandó a hacer seis bandas
presidenciales, una para cada año, y en las noches posaba con ellas frente al
espejo mientras escuchaba, a todo volumen, un disco con la principal obra
musical de Bocanegra y Nunó.
Meses más tarde, ya
todo resuelto, algún ingenuo medio le reclamó a Ruiz Cortines el engaño y hasta
el deschavetamiento del ministro aspirante. El Presidente de México lo atajó
con severa energía. Aclaró que había hablado en pospretérito y no en futuro.
Dije “sería un gran presidente”, no dije “será”. Y todavía remató con su
singular humor negro: “¡Lástima que no lo fue!”.
Y es que don Adolfo
gustaba de practicar el más cruel de todos los engaños, consistente en mentir
con la verdad. Ser veraz apostando a que los receptores lo interpretarán como
quieren o que dudarán de él y optarán por creer una mentira ideada por ellos,
pero no vertida por el dicente. Esto, además, lleva a la total impunidad frente
al reproche. “Yo no te mentí. Fuiste tú quien se engañó solo”. Por eso decía
que en política no hay sorpresas, sino tan sólo hay sorprendidos.
Más aún, en las
horas previas al destape, al doctor Morones Prieto le dijo que no saliera de su
casa en el largo fin de semana que se avecinaba. Que recibiría un llamado del
partido. Y que ésa sería la señal de que la República lo necesitaba.
Efectivamente, requeriría que su compañerismo lo llevara a expresar su
felicitación al candidato triunfante.
A los secretarios de
Hacienda y de Agricultura les dijo una tarde de acuerdo: “Tengan muy claras las
cuentas de los bancos agropecuarios para que nos los critiquen cuando venga la
sucesión”. Al salir de Los Pinos, ambos platicaron cuál de los dos sería el
aludido y, por lo tanto, el elegido. Sólo el tiempo futuro les indicó que al
elegido nadie le revisa sus cuentas del pasado. De allí la atenta advertencia
presidencial, pero desoída por los legítimos anhelos de los aspirantes.
Hasta hubo una
proverbial. En la fiesta de El Grito, mes y medio antes del destape, la mayor
parte de la clase política ya consideraba como inminente candidato a Gilberto
Flores Muñoz. El gentío que lo rodeaba en el salón de recepciones del Palacio
Nacional sólo se comparaba con el que circundaba a su señora esposa y, desde
luego, ambos mayores que los que acompañaban a la pareja presidencial saliente.
Se dice que la
señora Flores Muñoz expresaba allí que los candiles de ese legendario salón
eran feos, anticuados y de mal gusto. Ruiz Cortines la alcanzó a escuchar, se
acercó y le dijo con muy fingida dulzura: “No los critiques. Acostúmbrate a
ellos porque tú los verás allí durante muchos años”.
Sobra decir que
todos los escuchas entendieron que el Presidente le estaba confirmando las
promisorias premoniciones, pero, en realidad, le estaba anunciando que ella no
los podría cambiar nunca jamás.
7. EL DÍA QUE
TODOOO CAMBIÓ
Este relato que
ofrezco a continuación se pudo elaborar gracias a los buenos y oportunos
comentarios que me brindó Humberto Romero Pérez, quien fuera el joven secretario
de Prensa de Adolfo Ruiz Cortines y el poderoso secretario particular de Adolfo
López Mateos.
A ello debemos
agregar, y yo agradecer, los comentarios que me regaló el magistrado Juan Lara,
quien, a su vez, fue un amigo muy entrañable y cercano de su paisano chiapaneco
Salomón González Blanco, uno de los más firmes lopezmateístas.
Mi padre, David
Romero Castañeda, también me surtió de información y he enriquecido mis
opiniones con diversas pláticas con Francisco Labastida. Los hechos han sido
narrados de diversos modos. Entresacamos una versión derivada de varios
testimonios y de múltiples crónicas.
Debo aclarar que he
gozado de una gran fortuna, producto del azar. Sin habérmelo propuesto, la
vida, a través de los años, me fue acercando esos testimonios de calidad. Los
protagonistas o sus hijos, mi propio padre y sus amigos, o hasta modestos
empleados allí presentes, me surtieron una película tan completa que ni
siquiera los actores participantes la tuvieron tan clara.
Por ejemplo, en
alguno de los telefonemas que aquí narraré el destino me ha permitido tener mis
cámaras colocadas en cada extremo de la línea. Con ellas yo he podido, y ahora
podrá el amable lector, ver a los dos interlocutores, su postura o sus
acompañantes, escenas que ellos mismos no pudieron ver respecto del otro.
Ello me ha hecho
considerar que he recibido un privilegio y que es mi obligación compartirlo con
quienes gusten de hacerlo.
Vamos a lo central.
Estamos en los primeros días de noviembre del año 1957. El secretario del
Trabajo, Adolfo López Mateos, había recibido, desde uno o dos meses antes del
destape, los mayores descomedimientos que un Presidente le puede hacer a un
colaborador: no lo recibía, no le contestaba la red telefónica, no le concedía
acuerdo, convocaba a sus subsecretarios y no a él, asumía sus funciones,
acaparaba su clientela, resolvía sus incumbencias, mostraba un notorio
desagrado cuando mencionaba su nombre.
Al terminar octubre
del 57, el atizapense ya no consideraba que podría ser candidato y ya, cuando
más, aspiraba a proseguir en su encargo hasta el final del sexenio y no ser
corrido con anticipación.
Una tarde, a las
15:00 horas, fue a comer con cuatro amigos suyos. Ellos eran su subsecretario,
Salomón González Blanco; su oficial mayor, Julio Santos Coy; el oficial mayor
de Educación Pública, David Romero Castañeda, y el presidente del Tribunal del
DF, Donato Miranda Fonseca.
López Mateos y sus
amigos se instalaron en un grato restaurante de su predilección. Se llamaba
Pepe’s y se ubicaba en la avenida Insurgentes, por el rumbo hoy conocido como
Manacar. Estaba amenizado por buenos tríos y pianistas, así como por alguna
intérprete de boleros, seguramente guapa. La comida era regiomontana: cabrito,
agujas, carne seca. Su propietario, don José Alós, fue de los primeros
restauranteros en incluir el queso fundido con tortillas de harina. Desde
luego, se abría boca con el tequila en bandera.
Sin embargo, ni las
delicias ni la compañía consolaban su ánimo que estaba triste y mortificado,
pero no por los anhelos en fracaso. No por las pérdidas políticas. No por las
ambiciones frustradas. López Mateos era un hombre de una alteza excepcional. La
verdadera derrota que él sufría en esos días era que la actitud presidencial
para con él sólo podía provenir de haberle fallado y ni siquiera saber en qué
asunto. Qué había decepcionado a Ruiz Cortines, el hombre que lo había
descubierto, protegido, impulsado, encumbrado y que ahora, quizá, lo
consideraba un traidor o un estúpido. Sólo eso explicaba tanta desatención para
con él.
Y eso era una
catástrofe para un hombre de verdadero honor. Él, nunca ni por nada, hubiera sido
desleal a su líder. Pero, al parecer, así se le consideraba. Él, nunca ni en
nada, hubiera cometido un error imperdonable. Pero todo le indicaba que así se
le calificaba. Las dos alternativas de la disyuntiva eran siniestras. O había
cometido una falta y ni siquiera la identificaba. O en nada había fallado pero
había sido víctima de una calumnia irremediable.
Al terminar la
comida, siendo las 18:30 horas, ya no sentía ánimos para regresar a sus
oficinas. De sus amigos tan solo se despidió. A sus colaboradores les pidió que
ellos sí regresaran a la Secretaría, para atender lo que se ofreciera al
Señor-Presidente, ya que él preferiría retirarse, el resto de la tarde, a su
enorme casa-mansión, ubicada en San Jerónimo, a donde llegaría media hora
después.
Ya para esos mismos
momentos, a las 19:00 horas, Adolfo Ruiz Cortines iniciaba una reunión en Los
Pinos. En ella estaban el Presidente del PRI, su propio Secretario Particular y
el Secretario de Prensa. Meses antes había acordado con el presidente del Partido
que los diez mil más distinguidos líderes y militantes priistas le enviaran una
comunicación donde señalaran al precandidato de su preferencia. Esa tarde la
reunión fue para hacer los conteos finales.
Mientras tanto,
Adolfo López Mateos llegó a su residencia. De inmediato se dirigió a su
despacho-biblioteca. Allí tomó uno o dos digestivos cuando, a las 20:00 horas,
escuchó el timbre de la red telefónica oficial. En aquel entonces los aparatos
no tenían el identificador que hoy permite saber el origen de la llamada antes
de atenderla. Así pues, sin saber quién le marcaba, levantó el auricular,
contestó y escuchó la voz inconfundible del secretario particular de la
Presidencia, Benito Coquet, quien estaba situado junto al Primer Mandatario.
Con mucha efusividad, y como queriendo ser el primero de todos, le dijo al
Secretario del Trabajo: “¡Saludos, hermano! ¡Muchas felicidades! Te paso al
Señor-Presidente-de-la-República”.
López Mateos no
comprendió el propósito de la llamada y guardó silencio. Antes que otro sonido,
escuchó el carraspeo previo, solemne y simulado que Ruiz Cortines solía meter
antes de hablar, para instalar unos segundos más de angustia a sus oidores. De
inmediato, con la más solemne de sus actitudes, virtió las siguientes lacónicas
palabras presidenciales.
“Señor Secretario:
lo saludo, después de algún tiempo de no verlo y de no escucharlo”. Carraspeó
de nuevo. “Sin embargo, he estado muy al tanto de su trabajo. Ha sido muy útil
para la Nación. Lo felicito muy efusivamente, pero no lo he llamado para esto
sino para informarle de una decisión que ya ha sido tomada”. Tercer carraspeo,
más largo que los anteriores. López Mateos prosiguió con su silencio. El
discurso que estaba escuchando era, para todo político experimentado, el
preludio de lo que remataría con su despido ya tan esperado.
Y, entonces,
sobrevino el mayor cambio de su vida cuando escuchó a su jefe decir: “Esta
tarde vinieron a verme los más altos dirigentes de nuestro partido para
informarme sobre su decisión de postular a usted como su candidato a la
Presidencia de la República. A esa decisión me sumé, inmediatamente, con todo
mi entusiasmo”.
López Mateos guardó
silencio. Conociendo a su interlocutor, y en las circunstancias ya descritas,
lo recomendable era la prudencia extrema. Todo lo escuchado le parecía ser la
crueldad de un presidente enojado. Aceptar sus palabras como ciertas era
arriesgarse a una última e incurable lastimadura del sarcasmo presidencial.
Podría ser una citación de torero para que él embistiera con una ingenua
exaltación y el matador lo rematara con un burlón desengaño.
Si acaso algo le
indicaba un poco de veracidad, pero no era un gran indicio, era el entusiasmo
festinante de Coquet. Éste era su amigo y sabía que no se asociaría con nadie
para flagelar su espíritu. Sin embargo, se mantuvo en su mudez.
Ruiz Cortines
prosiguió, ya con cierta guasa, pero con una recomendación seria. “Por lo
tanto, deje usted de hacer las importantes cosas que está usted haciendo en
este momento y ya retírese a descansar, porque mañana va a ser un día muy
agitado. Le ruego que me acompañe a desayunar a las ocho de la mañana. Allí
quiero felicitarlo, agradecerle su leal desempeño, recibir su renuncia como
Secretario del Trabajo y despedirme de usted por todos los meses que no nos
veremos ni hablaremos. No se olvide. Ya abandone lo que está haciendo y
descanse. Buenas noches, Señor-Candidato”.
Ahora, regresemos a
Los Pinos y retrocedamos una hora. Son, de nueva cuenta, las 19:00 horas. El
general Agustín Olachea Avilés tomó la palabra para informar sobre la cuenta
final de cartas de adhesión. Explicó que iba punteando el ingeniero Flores
Muñoz. Comentario presidencial: “¡Ah que Gilberto! Tiene mucho jale y es que es
muy buen político”. Que lo seguía de cerca el doctor Morones Prieto. Comentario
presidencial: “Eso es muy lógico. Es un hombre serio, respetado y, también, un
muy buen político”. Por último, en tercer lugar, estaba clasificado el
licenciado Carvajal. Comentario presidencial: “Bueno, en esto el tercer lugar
ya no alcanza para nada. Es más, tampoco el segundo lugar sirve para algo”.
Entonces el presidente Ruiz Cortines dio un giro inesperado.
Enderezó su espalda
hasta ponerla recta y rígida, convirtió su silla en trono, los felicitó por el
buen trabajo realizado y remató con las siguientes palabras mayores: “Queda claro
para todos que nuestro partido está en oportunidad y en condiciones de postular
la candidatura del Señor-Licenciado-Adolfo-López-Mateos”.
Totalmente
desconcertado el general Olachea aclaró que él no había recibido ninguna
adhesión en favor de López Mateos. Ruiz Cortines, con una leve sonrisa, le
replicó: “Usted no las recibió, general, pero yo sí las recibí. Mi escritorio
está saturado de adhesiones lopezmateístas. ¿Será el caso que se las enseñe y
nos pongamos a contarlas?”.
Desde luego, nadie
tuvo la osadía en dudar del contenido de la cajonera del escritorio
presidencial. Nadie dijo palabra alguna. Nadie tenía algo que agregar. Tan solo
el Presidente de México urgió a su Secretario Particular: “Licenciado Coquet,
comuníqueme con nuestro candidato a la Presidencia de la República”. En esos
momentos, los relojes marcaban las 20:00 horas del 1 de noviembre de 1957.
Se dice que, algunas
semanas después, un amigo de Ruiz Cortines, de los pocos que gozaban del
privilegio de las charlas confidenciales, se atrevió a preguntarle. “Explícame
algo que no alcanzo a comprender. Sé que tú no te equivocas, pero yo no te lo
entiendo: ¿Qué le viste a López Mateos?”.
El veracruzano le
respondió con sabiduría cruel. “Es muy frecuente que, ante los presidentes de
la República, casi todos los políticos profesionales se conduzcan como tarugos,
se ostenten como rigurosos y se porten como cobardes. Por eso es muy valioso,
por excepcional, aunque todos tengamos que ayudarlo, un hombre que ante el
Presidente de México siempre se haya conducido con inteligencia, con corazón y
con valentía”. Y, mientras decía esto, subrayaba intencionadamente sus severas
palabras, tocándose sucesivamente con la mano derecha, en la frente, en el lado
izquierdo del pecho y en el arco que se forma entre las piernas.
En efecto, los
gobernantes requieren tener, en su propia naturaleza, mucho de lo que no se
puede aprender si no se trae. ¿Cuántos asesores se necesitarían para prestarle
valentía a un gobernante cobarde? ¿Cuántos colaboradores se requieren para
transformar en leal a un traidor? ¿Con cuántos empleados se puede convertir en
patriota a quien no lo es?
Salamanca sigue
siendo díscola, pero esta anécdota es toda una enseñanza de moral política.
Como colofón de toda
esta historia se cuenta que muchos años después, López Mateos se aventuró a
preguntar a Ruiz Cortines por qué había sido tan severo en esas últimas semanas
previas a la postulación. ¿Por qué lo mantuvo tan alejado? ¿Por qué le hizo
creer que estaba perdido? ¿Por qué hizo que casi todos lo dejaran tan solo?
Don Adolfo “El
Viejo” no le respondió a Adolfo “El Joven” con los múltiples motivos que tuvo.
No le dijo, por ejemplo, que fue para protegerlo de la intriga, del odio y de
la perfidia de sus adversarios o enemigos. No le explicó que fue para cuidarlo
de la ambición, de la hipocresía y de la adulación de los allegados y los
amigos. No le contó que fue para salvarlo, incluso, del engreimiento, de la
vanidad y de la soberbia propios.
Sólo le contestó que
ya lo había visto pasar todas las pruebas, pero faltaba someterlo a la
necesaria prueba de la adversidad y que, ya puesto en ella, vio que al sentirse
perdido no claudicó su lealtad, ni germinó su rabia, ni se alió a ningún
supuesto victorioso para salvar, a título futuro, lo poco que le quedara de su
propio naufragio. Pero, además, que nunca lo invadió la soberbia ni el cinismo.
Por el contrario, llegó a creer en alguna imaginaria falta propia. Que mucho
sufrió al pensar que le hubiera fallado a su Patria y que hubiera decepcionado a
sus amigos cuando, en realidad, la Patria le estaría reconocida y los amigos se
sentirían muy orgullosos de él.
Que por esa lealtad,
por esa madurez y por esa valentía, acreditadas a prueba de todo, era el
mexicano que merecía ser El– Señor–Presidente–de–la–República.
8. EL PORVENIR DE EL TAPADO
Decíamos, al
principio, que los más recientes tres presidentes no fuerontapados. Vicente Fox
se ganó su candidatura aun en contra de varios precandidatos panistas muy
impetuosos, como lo fueron Francisco Barrio y Diego Fernández de Ceballos.
Felipe Calderón, en
su momento, se deslindó de Fox, abandonó su gobierno, trazó su estrategia,
formó sus grupos, consiguió su financiamiento, se opuso a Creel y se convirtió
en “el hijo desobediente”.
Enrique Peña Nieto,
a su vez, provino de la oposición y encabezó un salvamento. Porque, al no tener
presidente priista, no tuvo quien lo forjara, pero, tampoco, quien lo
protegiera. Se gestó a sí mismo y, de paso, condujo el proceso de salvación de
su partido, el cual, por momentos, estuvo herido de muerte.
Pero, todavía, no
podemos saber, a ciencia cierta, si ha muerto el “tapadismo” mexicano o si sólo
estaba durmiendo. Y entonces surge una inevitable interrogante. ¿Podrá el
actual Presidente impulsar a su candidato para llegar a Los Pinos? ¿Querrá
hacerlo u optará por no jugar? ¿Se lo permitirán los priistas? ¿Los presidentes
tendrán que hacerse a sí mismos y no pensar en sus sucesores o retornaremos a
la gestión en el útero del poder?
En momentos, algo
pareciera indicar que nos sigue invadiendo la sensación de que un sistema
abierto de renovación de los Poderes públicos no satisface plenamente nuestra
predilección política. Que quisiéramos, por instantes, imaginar que no existe
el presente y que seguimos viviendo en el pasado inmediato. Que nosotros no
tenemos que esforzarnos en la generación de ideas. Que nosotros no tenemos que
sufrir en la toma de decisiones. Que nosotros no somos quienes tenemos que
responsabilizarnos de lo que le pase a este país
Pero, más aún,
también pareciera que deseamos creer que mucho de lo que estamos viendo y
viviendo no es cierto. Que todo se trata de un montaje perfectamente ideado,
libreteado y actuado. Que lo que pasa en México no nos está sucediendo a
nosotros sino a otros distintos. Que nosotros somos, tan solo, los espectadores
de una obra a la que concurrimos por pura diversión, pero sin consecuencias
personales.
Eso es lo que
podríamos identificar como un síndrome de retrotapadismo. Como una
reminiscencia de aquella época en la que un solo individuo cargaba con las
decisiones electorales, pero, también, con todas las faenas y con todas las
responsabilidades que ello implicaba. Tiempos en los que el Gran Elector nos
libraba de pensar, de valorar, de dudar, de decidir, de resolver, de avalar y
de subrogar.
Por eso, por una
parte, muchos mexicanos tienen la falsa idea de que todo lo relacionado con la
sucesión presidencial es una charada y que los protagonistas de la misma son
unos charlots. Que todos son unos paleros que ya se pusieron de acuerdo. Que
todos están amañados para juguetear con nosotros.
Todo ello nos está
diciendo que, por lo menos en el subconsciente, muchos mexicanos desearían que
no hubiera muerto El Tapado. Por eso se antoja repasarlo en la memoria.
Refugiarnos en los terrenos de la fantasía. Fugarnos de una realidad política
para escaparnos a los refugios de la imaginación, de la quimera, del éxtasis,
de la ilusión y del ensueño.
Quizá, por eso, me
desconcierto cuando en una sobremesa me preguntan si Enrique Peña preferirá, al
final, a un ministro como Osorio Chong o como Videgaray. Si se inclinará por un
gobernador como Eruviel Ávila o como José Calzada. Si lo dominará su corazón y
decidirá en favor de un amigo íntimo como Miranda Nava, Ruiz Esparza o
Navarrete Prida.
Sinceramente, no
creo que eso suceda. Ahora ha comenzado una nueva era. El Presidente de la
República ya no decidirá a su sucesor. Muchos escépticos dudan de ello. Los
triunfos electorales del futuro podrán coincidir con su gusto, que no es lo
mismo que su voluntad.
Con todo ello se ha
transformado el sistema político mexicano. Los aspirantes se aprestarán por sí
mismos. Trabajarán para su causa y no necesariamente para la del Presidente.
Por ello, es posible que las carreras políticas más ambiciosas ya no se
forjarán en el gabinete sino en el Congreso, en los partidos y en los gobiernos
locales.
Esto quiere decir,
en pocas palabras, que el gran poder de decisión política ha pasado de las
manos de un solo hombre a las de millones de electores, de los cuales, la gran
mayoría no está casada ni comprometida con ningún partido ni con ningún
candidato. Es válido suponer, incluso, que muchos millones decidirán su
preferencia electoral en el último mes y, de ellos, algunos millones en la
próxima semana.
En fin, todos
quisiéramos saber el futuro de manera anticipada, pero estemos tranquilos. Como
lo recordaba recientemente Sergio Sarmiento, mi nuevo y estimado primo, Ruiz
Cortines decía: “Para qué lo adivino, si lo voy a saber. Para qué se los
pregunto, si me lo van a decir. Y, para qué se los pido, si me lo van a dar”.
En efecto, por lo
que yo recién escribí y ustedes acaban de leer, nos queda en claro que ningún
candidato triunfante lo adivinó, ni lo preguntó ni lo pidió. Nada más lo supo,
se lo dijeron y se lo dieron.
*Abogado y
político. Presidente de la Academia Nacional, A. C.
w989298@prodigy.net.mx
twitter:
@jeromeroapis
(DOSSIER
POLITICO/ José Elías Romero Apis / Excélsior/
2014-08-04)
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