Ése sí era un
complot
Los editores
de ZETA, Jesús Blancornelas, Adela Navarro, Francisco Ortiz Franco y Héctor
Javier González, comenzaron a discutir sobre el o los probables autores
intelectuales, la presunta inducción
directa o indirecta y, por supuesto, la teoría del magnicida.
Era el mediodía del
miércoles 6 de abril de 1994.
No fue fácil. La
deliberación dejó ver las dificultades para llegar a una conclusión y
publicarla. Se analizaron los datos disponibles sobre los involucrados en el
presunto complot.
Rodolfo Rivapalacio
Tinajero había sido agente de la Policía Judicial del Estado; más dedicado a la
política que a la investigación. Un hombre que sacó provecho de su puesto, sin
arriesgarse, pero incapaz de moverse sin el consentimiento de sus jefes.
Sus amigos a Tranquilino
Sánchez Venegas lo calificaban como “un pobre policía”. Tan pobre que tuvo que
abandonar la corporación y buscar trabajo en el Jai-Alai. Fracasó. Sin embargo, obtuvo permiso para
adquirir un carrito y vender hot-dogs afuera del Frontón. Luego, consiguió
trabajo frente al Frontón, en una discoteca llamada Las Pulgas, donde su misión
era sacar borrachos.
Paceño y calmado por
naturaleza, Vicente Mayoral Valenzuela hablaba muy poco. Veterano y enfermo,
aquel hombre había sido agente de la Policía Judicial del Estado, “medio
golpeador pero cuando el tiempo lo permitía”. En los años sesenta perteneció al
Servicio Secreto. No era un agente de grandes investigaciones pero llegó a ser
subjefe de Homicidios, donde su trabajo principal era… pasar lista.
Con todo esto los
editores de ZETA expusieron sus hipótesis, a partir de una certeza que empezó a
validar Jesús Blancornelas: la acción de un solo tirador.
La posición de
Héctor Javier presumía que, en efecto, Mario Aburto había actuado solo en Lomas
Taurinas pero fanatizado, inducido por otros. Esta hipótesis sustentaba que
Luis Donaldo Colosio le estorbaba a alguien muy importante. Afectaba los
intereses políticos y económicos –el orden podía alterarse– de esta persona el
comportamiento del candidato priista Luis Donaldo Colosio Murrieta. La forma
como veía al sistema la externó entre sus cercanos y desencadenó una evidente
inconformidad. Colosio no cuadraba con las perspectivas que ese personaje –¿o
personajes?– tenía para el último sexenio del siglo XX.
Entendiéndose que
Luis Donaldo se había “rebelado”, no quedaba otra opción que retirarlo del
camino; impugnándolo en público, fomentando la división en el PRI,
desarticulando una campaña de por sí débil. No funcionó.
Entonces se rozaron
los hilos de la política y se tomó una decisión: eliminar a Colosio. Matarlo.
Pero ¿cómo
asesinarlo borrando todo rastro del o los autores intelectuales? ¿Cómo evitar
la conceptualización de un complot? Habría que desechar, entonces, la
posibilidad de utilizar un francotirador, un profesional a sueldo. Pero había
que asegurarse de que el asesinato se consumara.
Se optó entonces por
influir, aleccionar, fanatizar a un joven para que cometiera el crimen. El o
los autores intelectuales, conscientes de la necesidad de borrar todo indicio
de relación directa, hicieron llegar la propuesta a Mario Aburto Martínez a
través de terceras personas.
¿Cuántas fueron?
Muchas, las suficientes para entrelazar una cadena y así perder su origen.
Convencido de que
tenía que cumplir con una misión cívica, “por México”, Mario Aburto estaba
dispuesto a perder la vida. De otra manera, no se habría metido entre una
multitud, con el alto riesgo de que lo lincharan luego de dispararle a Colosio.
Estimulado mentalmente, se acercó al candidato como lo hicieron cientos de
colonos en Lomas Taurinas. No tenía necesidad de que otros le abrieran paso,
que le dieran la oportunidad de disparar.
Así, con un solo
hombre, la posibilidad de rastrear un complot se desvanecía, y se afianzaba la
versión del acto de un fanático. Mario Aburto habría actuado sin ayuda en Lomas
Taurinas. Era el clásico asesino solitario.
LA HIPÓTESIS DE ADELA NAVARRO FUE LA SIGUIENTE:
Mario Aburto actuó
solo. Lo fanatizaron. Era mentira que ocho años antes, en 1986, comenzó su
preparación para matar a Carlos Salinas. Para empezar, el joven tenía apenas 15
años y Salinas ni siquiera era candidato a la presidencia de la república,
además, en aquel tiempo no estaba él entre los punteros.
El michoacano habría
sido aleccionado en cuanto a su postura, sus respuestas y su actitud. Aburto
cambió en su persona de Lomas Taurinas a Almoloya: en el sitio del crimen su
rostro reflejó miedo y su defensa inicial fue culpar del atentado a Vicente
Mayoral Valenzuela, pero este último y el resto de los implicados no tenían
nada que ver. Las imágenes que ofrecía el video mostrado una y otra vez en
televisión no podían ser determinantes.
Tranquilino Sánchez
pudo tener algo de culpa. Si bien es cierto que no como copartícipe, sí por
descuido, pues la pistola Taurus pasó cerca de su cara.
Aquel 6 de abril,
las conclusiones de la Subprocuraduría Especial que encabezaba Miguel Montes
García eran endebles y hasta risibles. No había pruebas contundentes y tampoco
había indicios de que el ex ministro de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación tuviera un as bajo la manga.
Se desechaba la
conspiración porque en éstas suelen intervenir francotiradores y espías
profesionales: los que hacen trabajos limpios. Conclusión: Aburto actuó solo en
Lomas Taurinas, fanatizado.
Francisco Ortiz
Franco defendió desde entonces la hipótesis del magnicida. La sustentó así:
Descrito como un
hombre serio, sin vicios, inmerso en la lectura, Mario Aburto reflejaba
persistencia. Cambio tantas veces de trabajo porque quería ganar más dinero.
Estaba peleado con el conformismo tradicional. Pero unido a ese propósito de
mejorar económicamente, estaba su permanente capacitación, como lo demostró
ZETA dos días después del asesinato publicando copias de sus diplomas.
Con la idea de la
mexicanidad muy fija, Aburto no tenía antecedentes de armar desmanes,
propasarse con las mujeres, beber o presumir de lo que no tenía. No asistía a
conciertos, no viajaba y mucho menos apostaba. Persistía con su trabajo.
En sus tiempos
libres leía los periódicos. Y cuando prendía el televisor, procuraba sintonizar
“Ocurrió Así”, un programa de corte sensacionalista que transmite la cadena
estadunidense Telemundo.
Jamás reveló a
compañeros de trabajo sus inquietudes políticas. Aparentemente se fue forjando
él mismo la idea de cambiar este país. Varios detalles pudieron obligarlo a
matar a Colosio: el dedazo de Salinas, el discurso del sonorense, el conflicto
armado en Chiapas, la presión de los candidatos de oposición o la figura
creciente de Manuel Camacho Solís.
Aburto no se dejó
ver mucho cuando compró la pistola y solo hasta después del crimen se supo,
porque él lo dijo, que había practicado el tiro al blanco.
Era prácticamente
infantil suponer que Aburto pudo ser el hombre escogido, entre todos los que
involucraba Montes, para dar el tiro de gracia a Luis Donaldo.
Dado el carácter del
joven Mario, indudablemente que si hubiera formado parte de un complot, jamás
habría aceptado compartir la gloria con Rivapalacio, Tranquilino y los Mayoral,
que habían trabajado para “el sistema” que tanto criticaba.
Así, Mario Aburto
actuó solo. Fue su propia y única decisión. El asesinato de Luis Donaldo
Colosio Murrieta había sido obra de un magnicida. Ni más ni menos.
Estas hipótesis y
algunas otras consideraciones se difundieron en ZETA. Comenzaron entonces los
reproches, los insultos, las descalificaciones y una profunda desvalorización
del trabajo de los reporteros por parte de compañeros de otros medios.
LA VERDAD LEGAL Y LA VERDAD HISTÓRICA
Un ideal de la
justicia es que la verdad legal –la que declara el juez– embone o coincida con
la verdad histórica. En la práctica no siempre sucede así, y de ahí deriva la
imperfección en los sistemas de justicia, no solo de México sino de cualquier
otro país, en mayor o menor grado.
En el caso
específico del homicidio de Luis Donaldo Colosio, la verdad legal o jurídica
está fuera de discusión, nada la cambia: Mario Aburto Martínez fue el autor
material e intelectual del crimen. Y el móvil fue político.
La verdad histórica,
en este caso, está muy cerca de la verdad legal. A casi cuatro años de
distancia, no existe ninguna prueba sólida que incrimine a alguien más en la
concepción, planeación, desarrollo y ejecución de la empresa criminal.
En efecto, en sus
primeras declaraciones formales –las que tienen mayor validez por su cercanía
con el momento del crimen y por ser más espontáneas–, Aburto reconoció ser el
único autor del hecho, está consciente el homicida y parece disfrutarlo.
Hasta el momento,
nadie, ni siquiera cuando al frente de la Procuraduría General de la República
estuvo un miembro destacado de la oposición, ha podido sustentar la teoría de
una conspiración o complot político.
A casi cuatro años
de distancia es imposible que no se pudiera acreditar, fehacientemente, la
relación de Aburto con algún sospechoso de participar en el crimen. Ni siquiera
uno. ¿Es esto posible si de verdad detrás de todo hubo una conspiración
política?
La verdad legal e
histórica es que no hay nadie más que Aburto. Tal vez, éste sea uno de los
casos en que el ideal de la justicia se alcanza. Paradójicamente pocos lo
creen. Que la mayoría no lo crea, o que no lo quiera creer es otra cosa. Lo más
seguro es que nunca llegue a convencerse.
Probablemente, la
fiscalía especial para el caso Colosio obtenga un lugar definitivo en el
organigrama de la Procuraduría General de la República y en un futuro se hable
del sexto o décimo fiscal, al paso que vamos.
(SEMANARIO
ZETA/ DOBLEPLANA/ J. Jesus Blancornelas/
marzo 24, 2014 10:00 AM)
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