jueves, 3 de abril de 2014

EL ASESINO SOLITARIO



Ése sí era un complot

Los editores de ZETA, Jesús Blancornelas, Adela Navarro, Francisco Ortiz Franco y Héctor Javier González, comenzaron a discutir sobre el o los probables autores intelectuales, la presunta  inducción directa o indirecta y, por supuesto, la teoría del magnicida.

Era el mediodía del miércoles 6 de abril de 1994.

No fue fácil. La deliberación dejó ver las dificultades para llegar a una conclusión y publicarla. Se analizaron los datos disponibles sobre los involucrados en el presunto complot.

Rodolfo Rivapalacio Tinajero había sido agente de la Policía Judicial del Estado; más dedicado a la política que a la investigación. Un hombre que sacó provecho de su puesto, sin arriesgarse, pero incapaz de moverse sin el consentimiento de sus jefes.

Sus amigos a Tranquilino Sánchez Venegas lo calificaban como “un pobre policía”. Tan pobre que tuvo que abandonar la corporación y buscar trabajo en el Jai-Alai.  Fracasó. Sin embargo, obtuvo permiso para adquirir un carrito y vender hot-dogs afuera del Frontón. Luego, consiguió trabajo frente al Frontón, en una discoteca llamada Las Pulgas, donde su misión era sacar borrachos.

Paceño y calmado por naturaleza, Vicente Mayoral Valenzuela hablaba muy poco. Veterano y enfermo, aquel hombre había sido agente de la Policía Judicial del Estado, “medio golpeador pero cuando el tiempo lo permitía”. En los años sesenta perteneció al Servicio Secreto. No era un agente de grandes investigaciones pero llegó a ser subjefe de Homicidios, donde su trabajo principal era… pasar lista.

Con todo esto los editores de ZETA expusieron sus hipótesis, a partir de una certeza que empezó a validar Jesús Blancornelas: la acción de un solo tirador.

La posición de Héctor Javier presumía que, en efecto, Mario Aburto había actuado solo en Lomas Taurinas pero fanatizado, inducido por otros. Esta hipótesis sustentaba que Luis Donaldo Colosio le estorbaba a alguien muy importante. Afectaba los intereses políticos y económicos –el orden podía alterarse– de esta persona el comportamiento del candidato priista Luis Donaldo Colosio Murrieta. La forma como veía al sistema la externó entre sus cercanos y desencadenó una evidente inconformidad. Colosio no cuadraba con las perspectivas que ese personaje –¿o personajes?– tenía para el último sexenio del siglo XX.

Entendiéndose que Luis Donaldo se había “rebelado”, no quedaba otra opción que retirarlo del camino; impugnándolo en público, fomentando la división en el PRI, desarticulando una campaña de por sí débil. No funcionó.

Entonces se rozaron los hilos de la política y se tomó una decisión: eliminar a Colosio. Matarlo.

Pero ¿cómo asesinarlo borrando todo rastro del o los autores intelectuales? ¿Cómo evitar la conceptualización de un complot? Habría que desechar, entonces, la posibilidad de utilizar un francotirador, un profesional a sueldo. Pero había que asegurarse de que el asesinato se consumara.

Se optó entonces por influir, aleccionar, fanatizar a un joven para que cometiera el crimen. El o los autores intelectuales, conscientes de la necesidad de borrar todo indicio de relación directa, hicieron llegar la propuesta a Mario Aburto Martínez a través de terceras personas.

¿Cuántas fueron? Muchas, las suficientes para entrelazar una cadena y así perder su origen.

Convencido de que tenía que cumplir con una misión cívica, “por México”, Mario Aburto estaba dispuesto a perder la vida. De otra manera, no se habría metido entre una multitud, con el alto riesgo de que lo lincharan luego de dispararle a Colosio. Estimulado mentalmente, se acercó al candidato como lo hicieron cientos de colonos en Lomas Taurinas. No tenía necesidad de que otros le abrieran paso, que le dieran la oportunidad de disparar.

Así, con un solo hombre, la posibilidad de rastrear un complot se desvanecía, y se afianzaba la versión del acto de un fanático. Mario Aburto habría actuado sin ayuda en Lomas Taurinas. Era el clásico asesino solitario.

LA HIPÓTESIS DE ADELA NAVARRO FUE LA SIGUIENTE:

Mario Aburto actuó solo. Lo fanatizaron. Era mentira que ocho años antes, en 1986, comenzó su preparación para matar a Carlos Salinas. Para empezar, el joven tenía apenas 15 años y Salinas ni siquiera era candidato a la presidencia de la república, además, en aquel tiempo no estaba él entre los punteros.

El michoacano habría sido aleccionado en cuanto a su postura, sus respuestas y su actitud. Aburto cambió en su persona de Lomas Taurinas a Almoloya: en el sitio del crimen su rostro reflejó miedo y su defensa inicial fue culpar del atentado a Vicente Mayoral Valenzuela, pero este último y el resto de los implicados no tenían nada que ver. Las imágenes que ofrecía el video mostrado una y otra vez en televisión no podían ser determinantes.

Tranquilino Sánchez pudo tener algo de culpa. Si bien es cierto que no como copartícipe, sí por descuido, pues la pistola Taurus pasó cerca de su cara.

Aquel 6 de abril, las conclusiones de la Subprocuraduría Especial que encabezaba Miguel Montes García eran endebles y hasta risibles. No había pruebas contundentes y tampoco había indicios de que el ex ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tuviera un as bajo la manga.

Se desechaba la conspiración porque en éstas suelen intervenir francotiradores y espías profesionales: los que hacen trabajos limpios. Conclusión: Aburto actuó solo en Lomas Taurinas, fanatizado.

Francisco Ortiz Franco defendió desde entonces la hipótesis del magnicida. La sustentó así:

Descrito como un hombre serio, sin vicios, inmerso en la lectura, Mario Aburto reflejaba persistencia. Cambio tantas veces de trabajo porque quería ganar más dinero. Estaba peleado con el conformismo tradicional. Pero unido a ese propósito de mejorar económicamente, estaba su permanente capacitación, como lo demostró ZETA dos días después del asesinato publicando copias de sus diplomas.

Con la idea de la mexicanidad muy fija, Aburto no tenía antecedentes de armar desmanes, propasarse con las mujeres, beber o presumir de lo que no tenía. No asistía a conciertos, no viajaba y mucho menos apostaba. Persistía con su trabajo.

En sus tiempos libres leía los periódicos. Y cuando prendía el televisor, procuraba sintonizar “Ocurrió Así”, un programa de corte sensacionalista que transmite la cadena estadunidense Telemundo.

Jamás reveló a compañeros de trabajo sus inquietudes políticas. Aparentemente se fue forjando él mismo la idea de cambiar este país. Varios detalles pudieron obligarlo a matar a Colosio: el dedazo de Salinas, el discurso del sonorense, el conflicto armado en Chiapas, la presión de los candidatos de oposición o la figura creciente de Manuel Camacho Solís.

Aburto no se dejó ver mucho cuando compró la pistola y solo hasta después del crimen se supo, porque él lo dijo, que había practicado el tiro al blanco.

Era prácticamente infantil suponer que Aburto pudo ser el hombre escogido, entre todos los que involucraba Montes, para dar el tiro de gracia a Luis Donaldo.

Dado el carácter del joven Mario, indudablemente que si hubiera formado parte de un complot, jamás habría aceptado compartir la gloria con Rivapalacio, Tranquilino y los Mayoral, que habían trabajado para “el sistema” que tanto criticaba.

Así, Mario Aburto actuó solo. Fue su propia y única decisión. El asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta había sido obra de un magnicida. Ni más ni menos.

Estas hipótesis y algunas otras consideraciones se difundieron en ZETA. Comenzaron entonces los reproches, los insultos, las descalificaciones y una profunda desvalorización del trabajo de los reporteros por parte de compañeros de otros medios.

LA VERDAD LEGAL Y LA VERDAD HISTÓRICA

Un ideal de la justicia es que la verdad legal –la que declara el juez– embone o coincida con la verdad histórica. En la práctica no siempre sucede así, y de ahí deriva la imperfección en los sistemas de justicia, no solo de México sino de cualquier otro país, en mayor o menor grado.

En el caso específico del homicidio de Luis Donaldo Colosio, la verdad legal o jurídica está fuera de discusión, nada la cambia: Mario Aburto Martínez fue el autor material e intelectual del crimen. Y el móvil fue político.

La verdad histórica, en este caso, está muy cerca de la verdad legal. A casi cuatro años de distancia, no existe ninguna prueba sólida que incrimine a alguien más en la concepción, planeación, desarrollo y ejecución de la empresa criminal.

En efecto, en sus primeras declaraciones formales –las que tienen mayor validez por su cercanía con el momento del crimen y por ser más espontáneas–, Aburto reconoció ser el único autor del hecho, está consciente el homicida y parece disfrutarlo.

Hasta el momento, nadie, ni siquiera cuando al frente de la Procuraduría General de la República estuvo un miembro destacado de la oposición, ha podido sustentar la teoría de una conspiración o complot político.

A casi cuatro años de distancia es imposible que no se pudiera acreditar, fehacientemente, la relación de Aburto con algún sospechoso de participar en el crimen. Ni siquiera uno. ¿Es esto posible si de verdad detrás de todo hubo una conspiración política?

La verdad legal e histórica es que no hay nadie más que Aburto. Tal vez, éste sea uno de los casos en que el ideal de la justicia se alcanza. Paradójicamente pocos lo creen. Que la mayoría no lo crea, o que no lo quiera creer es otra cosa. Lo más seguro es que nunca llegue a convencerse.

Probablemente, la fiscalía especial para el caso Colosio obtenga un lugar definitivo en el organigrama de la Procuraduría General de la República y en un futuro se hable del sexto o décimo fiscal, al paso que vamos.

(SEMANARIO ZETA/ DOBLEPLANA/  J. Jesus Blancornelas/ marzo 24, 2014 10:00 AM)

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