MÉXICO,
D.F. (proceso.com.mx).- Lo mismo vende champú por televisión que
conduce un noticiero radiofónico. Podríamos decir que alcanzó la
omnipresencia.
El columnista que odia a “El Peje” necesita de su
enemigo para subsistir. Sabe que no puede meterse con la lista de los
intocables amigos del dueño del periódico donde es empleado, pero se
niega a admitir que su reputación es insalvable. Salta de alegría cuando
Andrés Manuel López Obrador reaparece. Entonces resucita la rabia,
arrumbada al lado de la dignidad. La desempolva, la prepara y la fuma.
“El
Peje” es la dosis de cocaína que necesita. Recuerda que es periodista,
que es crítico, que puede usar esos cinco descalificativos que lo hacen
ver tan valiente. Si bien estas emociones lo sacan de su letargo, es
otra la sustancia activa de su droga: el halago. Sólo metiéndose con “El
Peje” escuchará de nuevo, de voz de los corifeos de siempre, que es un
buen periodista, que sabe hacer su trabajo, que debería haber más como
él. Y es sólo así como sus textos vuelven a ser leídos y regresa a la
euforia del rating.
El columnista que odia a “El Peje” está tan
ausente como su némesis. Sus únicos días de gloria están relacionados
con los periodos electorales. Para no caer en coma, este personaje
sustituye a su recurso vital con figuras equivalentes para lógica del
medio donde trabaja. Por eso no olvida ese tono apocalíptico cuando se
refiere al SME, la CNTE, el #Yosoy132, “los anarquistas” o un
gobernador que aún no haya firmado convenio con su empresa. De repente,
nos presenta un “documento inédito” para desacreditar a esa plaga mortal
que destruirá las ejemplares instituciones del país. Suelta nombres,
contratos, cifras. Señala sus conductas despóticas, su incongruencia, su
excesiva forma de vivir.
En sus descansos disfruta convivir con
los políticos. Se viste como ellos, come a su lado, se ríe de los mismos
chistes y hace suyo el vulgar abrazo del compadre hipócrita. Hace mucho
que no se sube al Metro, su mejor aliado en los tiempos de hambre. Pero
para qué acordarse ahora que viste bien, bebe mejor y por fin puede
pagar una cabaña rústica de un Pueblo Mágico en vez de un motel
perfumado de Fabuloso rosa.
Aunque ya se estacionó en las revistas
de sociales, le encanta presumir al aire que es parte de la clase
media. Si algo le enfurece es que le suban los impuestos, aunque nunca
se atreverá a señalar a los responsables de saquear el erario.
Le
gusta escribir coloquialmente, quiere sentirse cercano a sus lectores.
Sus expresiones favoritas son: “cuentas alegres”, “gatopardismo”,
“chabacanería”, “espaldarazo”, “Sí, Chucha”, “sospechosismo”,
“marrullero”, “No confundas la gimnasia con la magnesia”, “legaloide” y
“pólvora mojada”. Regularmente remata su columna con “Al tiempo” o “No
digan que no se los advertí”.
Cuando le dan la orden o requiere
atacar a alguien, es proclive a exigir congruencia. Parece que este
recurso tiene mucha aceptación en su auditorio. “¡Congruencia,
congruencia, carajo!”, demanda mientras pega en el escritorio donde
reposa el micrófono. Y es que el columnista que odia a “El Peje” por lo
regular conduce un noticiero radiofónico por la mañana, escribe de lunes
a viernes en un periódico de supuesta circulación nacional, modera o
participa en una soporífera mesa de análisis por la noche y es el
titular de un programa de entrevistas los fines de semana. En todos los
espacios repite las mismas ideas, pero necesita actuar diferente, según
el medio. En uno presumirá sus buenos modales y en otro se permitirá
soltar alguna grosería de vez en cuando porque los productores le
pidieron dirigirse a un público más joven.
Si la técnica de exigir
congruencia no aplica al personaje que necesita desacreditar, entonces
saca otro recurso que funciona medianamente bien: lo acusa de ser
antidemócrata. El columnista que odia a “El Peje” trabaja para medios
que se han orinado en la democracia, pero siempre termina por denunciar
que tal o cual es un peligro para el sistema democrático, las
instituciones, la Constitución o alguna otra pieza sagrada.
Cuando
el caso es verdaderamente difícil, el columnista que odia a “El Peje”
se pone serio, se mete a la página de la Real Academia de la Lengua y
busca un concepto. Entonces inicia su texto así: “Según la Real Academia
de la Lengua, líder es ‘aquella persona a la que un grupo sigue…’”. Y
puede ir más allá, como entrar a un sitio web de frases célebres y
valerse de un filósofo griego.
El columnista que odia a “El Peje”
está más obsesionado con los seguidores de AMLO que con AMLO mismo. Goza
de provocarlos para después protagonizar escándalos mayúsculos por ser
empujado, escupido o manchado. Es entonces y no cuando asesinan a un
periodista que en el titular de su noticiero advertirá de los graves
riesgos que corre la prensa. Dirá que es inaceptable, que este es el
primer paso hacia una violencia descomunal. Machacará la importancia del
respeto a la libertad de expresión, mientras los reporteros de su medio
siguen rogando ser inscritos en el IMSS.
Admira a los “políticos
responsables”, que no son otros que sus compañeros de la hora feliz. Los
que votan siempre como ordena el régimen, quienes lo invitan a sus
bodas y le regalan arcones gigantescos en Navidad. Los entrevista con
tanta regularidad que terminan siendo comentaristas en sus espacios.
De
presidentes, expresidentes (recientes), los verdaderos hombres de poder
o cualquier secretario de Estado nunca hablará mal. Por el contrario,
elogiará cada uno de sus movimientos. Cuando protagonicen un escándalo
lo llamarán “pequeña crisis”, “supuestas acusaciones”. Y si de plano el
personaje es insalvable, usará el eufemismo “polémico” para no hablar
más del asunto.
La mayor preocupación del columnista que odia a
“El Peje” es la muerte de su adversario. Está siempre al pendiente de su
salud. Sabe que si se va, tal vez nunca vuelva a saborear la adrenalina
efímera de sentirse periodista de nuevo. Sí, hay sustitutos menores,
cualquier perredista –menos “Los Chuchos”, claro-, un líder charro o
algún presidente municipal. Pero ninguno llenaría el vacío de López
Obrador. No es su droga. Es el más ansioso de que llegue 2018 para poner
su hígado encima del teclado y escribir los mejores textos que su
talento pueda concebir.
Mientras eso pasa, redactará a diario
columnas que ni siquiera él quiere leer. Está aburrido, rara vez tiene
en mente un tema que le apasione. Mendiga por un chisme entre sus
reporteros, que tecleará en la noche y de mala gana. Entonces recuerda
el Plan B: dobla su traje de periodista, lo guarda en la puerta de
arriba del clóset, saca la gabardina y le pide a su chofer que lo lleve
al restaurant Churchill’s de Polanco.
El columnista que odia a “El
Peje” es ya un personaje insustituible de la fauna política nacional.
Póngale el nombre que quiera. ¿De quién se acordó?
Twitter: @Juanpabloproal
14 de febrero de 2014)
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