Reportan un asalto. La radio de la Policía avisó a las patrullas
que estaban cerca. Informaron de un agente muerto. El comandante, que
iba en la patrulla que acudía al lugar, gritó chingada madre y estrelló
su puño cerrado contra el tablero de la camioneta.
Uuu. La patrulla se abrió paso. Llegaron al ocso y vieron al
poli con el fusil automático, boca arriba y con la mancha de sangre bajo
cabeza y espalda: la mano en la cintura, cerca del arma, y la otra
desparpajada, como esa mirada de párpados a medias, opaca y náufraga.
El comandante no perdió mucho tiempo al ver a su compañero tirado en
el estacionamiento. Caminó abriendo el compás de sus piernas. Llegó
hasta la caja del negocio y sin más preguntó cómo eran, cuántos, en qué
iban y hacia dónde. La joven lo miró con los ojos de platillo volador.
Trastabilló al hablar. Eran tres. Se fueron hacia allá.
El comandante llevaba el erre quince terciado y al hombro. Su
escuadra a medio muslo. Fornituras por todos lados. Cargadores en las
bolsas del chaleco y muchos cartuchos en ellos, a falta de cananas.
Alto, de voz de caverna y las arrugas del entrecejo cortadas por tanto
pelo y rabia y dolor.
Vamos, no deben estar lejos. No fue necesario que todos escucharan la
orden para que entendieran que tenían que subirse a la patrulla rápido,
cortar cartucho y botar el seguro. Y darse cuenta que empezaban la
persecución para dar con los asaltantes. Por la radio avisó cuántos eran
y qué rumbo habían tomado.
Otras tres patrullas se unieron al
operativo. Por la radio las voces se cortaban, brincaban los niveles y
explotaban los sonidos de la respiración: era la frecuencia del perro
herido la que se escuchaba: fiera toreada y sobre la presa, acorralando,
afilando garras.
Como un fogonazo sobre la oscura bóveda celeste, avisaron que los
tenían. Dónde, dónde. Brincaba la voz del comandante. Le dieron la
ubicación y chirriaron dientes y llantas. Cuando el comandante llegó los
tenían desarmados.
Bajó y el fusil rebotaba en su pecho. Se acomodó el chaleco antibalas
y las fornituras y acarició la culata de la escuadra para asegurarse
que seguía ahí, viva y en espera. Preguntó a los asaltantes quién es el
jefe. Uno de ellos se apuró y gritó un orgulloso yo. Eran sicarios
desempleados y venidos a menos. Jauría en procesión del mal.
Por qué lo mataste, preguntó el oficial. El asaltante sonrió burlón.
Le dijo que todos los polis eran mierda pero que a él le gustaba
llamarlos cucarachas. Por eso lo maté. Y porque yo mando. El comandante
hizo señas para que lo separaran.
Frente a una barda y sin gente fuera de las casas. También soy el
jefe. Sacó la escuadra y le apuntó a la cabeza. Jaló dos veces. Y luego
el silencio. Y luego nada.
2 de julio de 2013.
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