Animado, el interlocutor me dio el nombre de la calle y el número. “Cuando llegues verás en la calle a un chico moviendo una lamparita. Es ahí. Los espero, mi reina”, me dijo.
México • Son las doce de la noche y estamos
tocando la puerta de madera de una casona ubicada en la calle Madero de
Guadalajara, Jalisco. Un foco alumbra el portal cerrado y, de manera
despiadada, nuestros rostros, más intrigados que excitados. Es la
entrada del Luxor Swinger Club and Disco, espacio adonde nos dirigimos
después de que un viejo lobo de bar swinger me dijo, al
entrevistarlo, que era un clásico de la vida nocturna tapatía dispuesta
para el intercambio de parejas. “¿Crees que los clubes del DF son corrientes?
¡Tienes que ir al Luxor!”, afirmó antes de narrarme las características
del local hasta que le pregunté por qué me mandaba ahí si estaba tan
gacho. “Por que eres periodista y vas a investigar para escribir sobre
ello, ¿no? Si quieres swingear, entonces te recomiendo otros
lugares, y si necesitas un cómplice me apunto”, afirmó guiñándome el
ojo. Agradecí su invitación pero preferí la primera opción.
Al llegar al club, mis Beatrizos y yo nos encontramos con una pared
descascarada y un portón cerrado sin letrero alguno. En lo que
tratábamos de asomarnos por una ventana llegó un joven con intenciones
de entrar. Habló por teléfono y se largó. Decidimos hacer lo mismo.
Mi contacto me había hablado de las fiestas clandestinas para swingers que se estaban organizando en un penthouse. “Las está haciendo un chavo con buenos resultados. Son 4x4 (open for open minded),
pues hay un poco de todo: sexo en vivo, intercambio, tríos, cuarto
oscuro y demás”, aseguró. Me envió por Facebook una invitación con foto
candente. Un número de teléfono celular y la aclaración de que la fiesta
duraría de las diez de la noche a las seis de la mañana.
En el auto marqué el número. Una voz masculina me contestó. Animado,
el interlocutor me dio el nombre de la calle y el número. “Cuando
llegues verás en la calle a un chico moviendo una lamparita. Es ahí. Los
espero, mi reina”, me dijo. Mi corazón comenzó a latir un poco más
rápido.
En el trayecto compartí la excitación con mis amigos. ¿Qué íbamos a
encontrar? ¿Era obligatorio participar? ¿Te tenías que desnudar?, me
cuestionaron. Mi respuesta fue negativa. Les dije que al paso de los
años había aprendido a decir que no cuando así lo deseaba y nunca me
habían forzado a nada. Era mi primera vez en un antro clandestino de
esas características, pero si era como en los clubes swinger, se suponía que los asistentes llegarían por iniciativa propia y habría cierto control.
Llegamos a la dirección indicada, en la calle López Cotilla. Alguien
nos preguntó si íbamos “a la fiesta” y cuando lo afirmamos nos señaló
la entrada a un edificio de oficinas, viejo y descuidado. Cruzamos un
pequeño estacionamiento interno y llegamos a unas escaleras. No había
luz.
En ese momento me di cuenta que me emocionaba la situación. La
transgresión es la mejor aliada del deseo. Esa sensación de saber que
estábamos haciendo algo prohibido me hacía sentir una corriente de
energía en la piel. Al comenzar a subir los escalones, un poco a
tientas, hasta el tercer piso, pensé que la aventura, aunque no fuera en
sí misma tan buena, estaba valiendo la pena por esos cinco minutos de
incertidumbre.
Llegamos a la puerta del penthouse. Un hombre nos recibió y
cobró 150 pesos a los hombres. Las mujeres no pagamos. Abrió la puerta e
ingresamos a un departamento convertido en antro de medio pelo. Tras la
barra había un joven sirviendo tragos. A su lado, otro fungía como DJ.
La música era muy mala, pero eso lo noté hasta después. Con un vodka
tónic que costó 60 pesos en la mano, nos sentamos en unos sillones de
vinipiel y comenzamos a ver lo que había. Muy poca gente. Siete u ocho
mesitas de bar rodeadas por asientos. Había tres grupitos de chicos que
parecían preparatorianos. En el lado opuesto, un hombre obeso, sentado
como rey, abrazaba a dos mujeres, quienes sostenían en el regazo sus
bolsas de mano. Parecía que estaban en un microbús con la compra de la
semana, esperando llegar a su destino. Ninguno hablaba.
Al fondo, un hombre estaba de pie, como custodiando las dos habitaciones del fondo. No había sexo en vivo ni show erótico. Sólo tres muchachas con look
de teiboleras que cada tanto se paraban a bailar, tratando de guardar
el equilibrio sobre los inmensos tacones de sus zapatos. A ratos se
sentaban en las mesas de los chavitos, quienes reían por la osadía de
tomarlas de la mano.
No sólo no era un “lugar porno”, tal como nos lo habían
vendido, sino que como fiesta casera resultaba ser la más aburrida a la
que había ido desde que tenía 16 años. El señor y sus dos mujeres nos
veían en silencio, el fulano solitario no se movía, los chicos reían y
bebían. Las bailarinas se quitaban a ratos los taconazos y colocaban sus
cansados pies sobre la sucia alfombra. Mis amigos y yo reíamos,
elucubrando que quizá todos tenían puestas sus esperanzas en que
nosotros comenzáramos el numerito.
Las horas transcurrieron en la misma inercia. Nos dieron las tres y
lo más “fuerte” que pasó fue que una de las chicas nos sacó a bailar a
un amigo y a mí. Nos negamos. Nos preguntó si queríamos que ella nos
bailara. Respondimos que más tarde. Al irse nos vio con cara de
superioridad y nos preguntó: “¿Ustedes son del ambiente o sólo vienen a
ver?”. Entre dientes respondí: “¿Cuál ambiente?”. El solitario me agarró
la nalguita de pasada cuando le di la espalda para dirigirme al baño.
Ni siquiera le regalé una mirada. En las dos habitaciones había camas king size vacías. En una, un “sillón del amor” colocado en una esquina.
El fenómeno de las fiestas clandestinas crece cada día. El “movimiento” recibe el nombre de bass culture y
se está convirtiendo en un negocio temporal para personas muy jóvenes
que utilizan las redes sociales para anunciarse. En Facebook es muy
sencillo ubicarlos, aunque también se corre la voz a través de mensajes
de celular y correos electrónicos.
No todas las fiestas de este tipo son “cachondas”; la mayoría siguen
el esquema de fiesta con baile en donde se vende alcohol a cualquiera.
En la Ciudad de México, en años recientes ha habido un incremento de 500
por ciento en giros negros y fiestas clandestinas, según datos
de la Asociación Nacional de la Industria de Discotecas, Bares y
Centros de Espectáculos, la cual afirma que las bebidas suelen estar
adulteradas (de hecho, esa noche bebí dos vodkas y al día siguiente
amanecí con un tremendo dolor de cabeza).
Estos espacios carecen de salidas de emergencia, de extintores, de
control de ingreso, horario de cierre y demás cosas que ponen en riesgo a
los asistentes. En los locales swinger con permiso se prohíbe la entrada a los menores de edad y en éstos no. En ese sentido, por muy light
que resulten las fiestecitas para adultos como yo, habría que ver qué
impacto tienen en contagio de ITS y embarazos cuando el asunto se pone
más etílico.
La legislación sanciona con prisión de cinco a siete años y con 500 a
mil 500 días de multa a quien organice fiestas en inmuebles
particulares con venta de alcohol.
En lo personal, la experiencia me confirmó lo dicho: el deseo se
alimenta de la transgresión, de lo novedoso. Esos minutos de expectación
me refrescaron; la risa me resultó afrodisiaca. Al salir, uno de mis
acompañantes le preguntó al hombre de la entrada qué día de la semana
las reuniones se ponían mejor. Respondió: “¡Los viernes como hoy se pone
muy bien, pero los sábados están aún mejor!”. Logré aguantarme las
carcajadas hasta que llegamos a la calle.
(MILENIO /El Ángel Exterminador/
27 Julio 2013 - 1:24am)
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