Sesenta
años después de la muerte de Stalin, su figura despierta en los rusos
opiniones ambivalentes: tirano sangriento y a la vez líder genial que
salvó al país del nazismo; responsable de genocidios y dirigente de una
nación que bajo su mando alcanzó su máximo poderío… El gobierno que
encabeza Vladimir Putin apoya de manera velada una revaloración del
exdirigente soviético. Le sirve para justificar y legitimar la
existencia de un “líder fuerte” y de un férreo control sobre la
sociedad.
Patricia Lee/ Proceso
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El pasado 2 de febrero
Volgogrado recuperó por unos días su viejo nombre de Stalingrado, al
cumplirse 70 años de la batalla que selló la derrota de la Alemania nazi
en la Segunda Guerra Mundial. Ese día aparecieron enormes fotos de
Stalin en los autobuses de la ciudad.
Tres años antes, en el techo
de la estación del metro Kurskaya de Moscú, fue restaurada una leyenda
con una frase del himno nacional soviético que dice: “Stalin nos educó
en la lealtad al pueblo y nos inspiró en el trabajo y el heroísmo”.
Ante
las protestas de asociaciones de derechos humanos y víctimas del
estalinismo, como la organización Memorial, el alcalde de la ciudad se
opuso a colocar una escultura de Stalin en el vestíbulo de la estación.
Cuando
se cumplen 60 años de la muerte del dirigente soviético, fallecido el 5
de marzo de 1953, su imagen continúa dividiendo a la sociedad rusa, que
no termina de ponerse de acuerdo en su valoración sobre él: ¿héroe,
líder genial o tirano sanguinario?
Para conocer la opinión de la
población al respecto, el Centro Levada de Moscú y el Fondo Carnegie
realizaron una encuesta en octubre y noviembre de 2012. Sus resultados
arrojaron que Stalin es al mismo tiempo respetado y odiado, valorado y
despreciado. La encuesta puso en evidencia que la sociedad no ha
terminado de enterrar al controvertido personaje y no ha hecho las paces
con una parte decisiva de su historia.
De acuerdo con los datos
obtenidos por los investigadores del Centro Levada, 47% de los
encuestados considera que Stalin llevó a la Unión Soviética a la cima de
su poderío, y 60% cree que, a pesar de todos sus errores, tuvo el
mérito de conducir a la Unión Soviética a la victoria contra los nazis
en 1945.
Al mismo tiempo, sin embargo, 65% opina que fue un tirano
sangriento, 51% condena la represión estalinista y 60% considera que
los sacrificios bajo el estalinismo no justifican sus resultados.
La
encuesta también reveló que después de 20 años de la desaparición de la
URSS, existe una nueva generación para la cual es impensable volver a
vivir en un régimen totalitario.
Así, 67% no quiere volver al
estalinismo y 52% no está de acuerdo con quienes opinan que Rusia
necesita un dirigente fuerte como Stalin.
Por eso también, 32% de los
encuestados respondió que la figura de Stalin le es indiferente y un 11%
más no tuvo opinión al respecto.
En entrevista con Proceso Lev
Gudkov, analista del Centro Levada, dice desde Moscú que “es difícil
hacer una interpretación lineal” sobre lo que los rusos opinan sobre
Stalin. Por un lado, “la propaganda oficial impulsa su figura como un
ejemplo de dirigente que garantizó la modernización de la Unión
Soviética y de la victoria en la Segunda Guerra Mundial”; pero por otro
lado “recuerdan los crímenes masivos, y eso está muy vivo en la
población”.
Comenta: “La mayoría intenta sacarse esto de la
cabeza, prefiere olvidar. “Por eso, a pesar de que se reconoce a Stalin
como el líder más influyente de la historia, al mismo tiempo, sobre todo
entre la juventud, se le ve como el pasado, como Iván el Terrible,
Alejandro de Macedonia o Napoleón”.
Para Maria Lipman, del Fondo Carnegie, lo sorprendente es que “a veces una persona tiene las dos opiniones al tiempo”.
La
memoria de Stalin está viva en las generaciones cuyos abuelos o padres
sufrieron directamente la represión. Oleg Godev, un empresario de 50
años nacido en la ciudad de Majachkalá, en la república rusa de
Daguestán, recuerda que su abuelo, un musulmán especialista en el mundo
árabe que actuaba como juez mediador, fue fusilado en el año de máximo
terror, 1937, acusado de ocultar armas en su casa, delito que no había
cometido.
Cinco años después, en 1942, en plena resistencia contra
la invasión nazi, Gurán, el padre de Oleg, jefe de una oficina de
correos, fue condenado a 10 años de trabajos forzados en un campo de
prisioneros porque varios paquetes fueron abiertos y su contenido
robado, por lo cual debía responder el jefe de la oficina postal. Gurán
fue liberado en 1953, con la amnistía concedida tras la muerte de
Stalin.
Oleg recuerda que hace unos años vio a su padre llorando
frente a la televisión cuando observaba una película que denunciaba los
crímenes del estalinismo. No se imaginó que alguna vez saldría a la luz
la terrible verdad que él vivió.
“Historias como esas pueden
contar casi todas las familias”, dice Oleg. “A veces bastaba con
envolver algo en un periódico con la foto de Stalin para recibir una
condena de cinco años, o hacer una denuncia anónima para mandar a
alguien a la cárcel”, dice.
“Pero la gente también recuerda el triunfo
en la guerra, las grandes represas, las nuevas ciudades de Siberia, el
metro de Moscú, que se hicieron con Stalin… claro que al precio de
millones de vidas”.
El 27% de la población desciende de alguna
persona que sufrió la represión estalinista, según una encuesta
realizada en 2006 y citada por el profesor estadunidense Stephen Cohen
en su libro La suerte soviética y las alternativas perdidas.
El Gran Terror
Iósif
Visarionovich Dzugazhvili, georgiano, dejó el seminario para unirse a
las filas de los socialdemócratas bolcheviques que luchaban contra el
zar. Entre cárceles y exilios, adoptó su nombre literario: Stalin, que
hace referencia al acero.
Cinco años después de la revolución de
octubre de 1917, Stalin fue secretario general del Partido Comunista,
pero asumió plenos poderes después de la muerte de Vladimir Ilich Lenin
en 1924, a pesar de que éste, en su testamento, aconsejó sacarlo de ese
cargo. “Este cocinero prepara platos muy picantes”, dijo de él.
En
el curso de pocos años, el georgiano derrotó a los dirigentes
históricos que encabezaron la revolución y envió a León Trotsky al
exilio y lo mandó asesinar en México en 1940.
A partir de 1928 impulsó
la colectivización forzosa de las tierras, provocando la gran hambruna
de 1931-1933, conocida con el nombre de Holodomor, que el Parlamento de
Ucrania definió el 28 de noviembre de 2006 como genocidio y que dejó 6
millones de muertos.
El Gran Terror fue la operación de exterminio
llevada a cabo entre 1936 y 1939. Según el historiador francés Nicolás
Werth, en su artículo Violencia de Estado en el régimen de Stalin,
publicado en el sitio web del Centro de Estudios France-Stanford, en
apenas 16 meses, desde agosto de 1937 y noviembre de 1938, un millón y
medio de personas fueron arrestadas y 800 mil fueron condenadas a muerte
en juicios sumarios, empezando por los dirigentes y cuadros medios del
partido bolchevique, así como de la industria, la cultura y la economía
soviéticas. Los más altos oficiales del Ejército Rojo fueron fusilados,
descabezando a las fuerzas armadas en vísperas de la invasión nazi.
Dieciocho
millones de personas –uno de cada seis adultos– pasaron por los campos
de trabajos forzados entre 1929 y 1953, convirtiendo al “archipiélago
gulag” en una monstruosa empresa de construcción de obras gigantescas
como diques, vías férreas, autopistas, minas y ciudades. Werth calcula
que cerca de 1.8 millones de prisioneros murieron, el 10% del total.
Las
cifras de la represión se completan con los pueblos enteros deportados
después de la Segunda Guerra Mundial (7 millones de personas), debido a
la “sospecha” de que colaboraban con el nazismo.
“A diferencia de
la violencia practicada por los nazis, que se dirigió esencialmente
hacia el exterior, la violencia estalinista se dirigió fundamentalmente
hacia adentro, hacia la sociedad soviética misma”, señala el profesor
Werth.
Este año también se cumplieron 70 años de la rendición en
Stalingrado del VI Ejército alemán al mando del mariscal Friedrich von
Paulus. Esa sangrienta batalla selló la suerte de la Segunda Guerra
Mundial. Costó la vida a un millón de soviéticos. En 1961 la ciudad fue
renombrada Volgogrado, pero por iniciativa del gobierno local recuperará
su viejo nombre seis días al año en homenaje a la histórica batalla.
Es
que, a pesar del amplio conocimiento que hay hoy sobre los crímenes de
Stalin, 68% de los encuestados por el Centro Levada se manifestó de
acuerdo con la siguiente afirmación: “A pesar de sus errores y defectos,
lo más importante es que bajo su conducción, nuestro pueblo ganó la
Gran Guerra Patria”.
Para María Lipman esta justificación del
estalinismo se explica porque la victoria en la Gran Guerra Patria fue
el “hecho más importante de la historia rusa y ésta no se puede separar
de la figura de Stalin”.
Por eso es tan difícil para el pueblo
soviético, y para el ruso en particular, sopesar con justicia las cargas
de su doloroso pasado:
casi 30 millones de muertos que costó la
victoria sobre el nazismo (a diferencia de 500 mil víctimas de Gran
Bretaña, Francia y Estados Unidos), y millones de muertos por la
represión del mismo Stalin, el mariscal supremo, así como prisioneros
políticos liberados para después morir en las trincheras, o soldados que
hicieron su camino hasta Berlín y sobrevivieron la guerra para terminar
sus días en el gulag.
“El Estado soy yo”
A
pesar del rechazo que provoca, la imagen de Stalin como estadista y
dirigente fuerte y eficiente ha sido gradualmente revalorada por los
rusos en los últimos años.
En 1989, cuando el imperio soviético se
derrumbaba, Stalin quedó en el puesto número 12 en una encuesta
realizada por el Centro Levada sobre quiénes habían sido los hombres
rusos más influentes en la historia mundial; 23 años después, Stalin
ocupó el primer lugar, con 42% de los votos.
Para Lev Gudkov este
salto coincide con la llegada de Vladimir Putin al gobierno en el 2000,
que fue acompañada por una lenta y cuidadosa revaloración del líder.
Según el experto, “la continuidad del mito 60 años después de su muerte
tiene dos explicaciones: en primer lugar, la demanda de las élites de un
líder fuerte, y en segundo lugar, se adapta a las necesidades de tener
un mito que legitime y justifique” un fuerte control sobre la sociedad.
Según
Gudkov, la fuerza del “mito” se mide en su capacidad de unir en una
sola idea la del “triunfador en la guerra, líder de la segunda potencia
mundial, símbolo de la superioridad nacional, eficiente administrador
que garantizó la modernización forzada del país”.
Este intento de
manipular la figura de Stalin ocultando su lado escabroso obedece, según
Lipman, a que “el orden político ruso se construye sobre la base del
dominio del Estado sobre la sociedad. Esto fue casi siempre así: un
Estado fuerte y una sociedad débil. Bajo Stalin, el Estado fue el más
fuerte en toda la historia rusa”.
Actualmente, cuando el gobierno
de Putin quiere dar la imagen de una Rusia fuerte, opuesta a la imagen
anárquica y caótica de los años noventa del siglo pasado, “la figura de
Stalin es muy importante, aunque no le hagan propaganda de manera
abierta, pero tiene una significación simbólica”, agrega Lipman.
Nadie
quiere volver a esas épocas negras del estalinismo, pero “cuando la
gente habla de Stalin, lo que quiere es orden y lucha contra la
corrupción”, dice Lipman en referencia a la anarquía y los abusos y
complicidades de la clase política y empresarial.
Sesenta años
después, esta imagen contradictoria del pasado ha impedido que Rusia
honre debidamente a las víctimas de la represión estalinista.
“Esto
no es casual, porque si bien han existido algunas condenas al terror
estalinista por parte de los gobiernos de Vladimir Putin y de Dmitry
Medvedev, se trata de cuestiones parciales, porque nunca se hicieron
declaraciones sobre lo que pasó, por qué pasó, ni sobre quién dio las
órdenes”, sostiene Lipman. “Esta es la esencia del Estado ruso, que
domina a la sociedad”, agrega.
En 2007, cuando se cumplieron 70
años de El Gran Terror, Putin entregó personalmente una distinción a
Alexandr Solzhenitsin, el primero en denunciar la existencia del
Archipiélago Gulag, y participó en un homenaje a las víctimas en un
cementerio.
En 2010, Putin se inclinó en el monumento a los 20 mil
oficiales polacos asesinados en 1940 por orden de Stalin en Katyn, un
bosque en las afueras de Smolensk.
Pero la FSB, sucesora de la
temible KGB, sigue funcionando en el mismo edificio de la Lubianka, en
cuyos sótanos torturaban y asesinaban, y todos los años festeja el día
del trabajador de la seguridad estatal.
En 2012, en la gala de homenaje,
Putin dijo que Rusia se enorgullece “con justicia de las gloriosas
páginas en la historia de los servicios especiales”, que “en el curso de
siglos han sido poderosos garantes de nuestra soberanía”, y agregó:
“Hoy expresamos nuestro respeto a los actos valientes de quienes han
demostrado competencia, valor y disposición a cumplir órdenes,
independientemente de las circunstancias”.
Después de la
desaparición de la Unión Soviética se estableció el 30 de octubre como
día nacional en memoria de las víctimas, y en los últimos años se avanzó
ampliamente en la documentación y el conocimiento de los crímenes de
Stalin gracias al trabajo de organizaciones como Memorial, que con
oficinas en todo el país recopiló documentos, buscó tumbas y lugares de
tortura, entrevistó víctimas y familiares, aunque actualmente no hay un
monumento nacional a las víctimas.
Como señala Lipman, “no puede
haber un monumento porque para ello debería reescribirse la historia. Un
memorial debe tener una concepción, y sin ella no puede existir”.
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