Un médico mexicano, director de Salubridad Pública en 1938,
realizó experimentos con mariguana y solicitó oficialmente su
legalización; en respuesta, las autoridades estadunidenses orquestaron
una campaña que culminó con su destitución.
Washington DC • Esa caja de cartón amarillento
contenía las evidencias condenatorias. Todo lo necesario para comprender
un complot diplomático urdido por las más altas figuras de Washington.
Tenía en mis manos las claves para descifrar la increíble historia de
cómo Estados Unidos orquestó la caída de un científico mexicano que
buscaba legalizar la mariguana en México. Todo un escándalo.
La caja pesaba unos cinco kilos y tenía el número 35 escrito con
rotulador negro en el dorso. No me la dio un espía. Quisiera decir que
fue un trueque llevado a cabo en un puente oscuro junto al Potomac, o en
el estacionamiento 32 D del edificio Rosslyn, en donde Garganta profunda
y Bob Woodward intercambiaron todos los datos sobre Watergate.
La
verdad es que me fue entregada de mala gana por un adolescente. Un
asistente de biblioteca con cara de aburrido y enormes audífonos
colgándole del cuello.
—Tiene que regresarla antes de las cinco, —me dijo antes de marcharse.
Cuando me aseguré que ya se había ido, destapé la urna de cartón con
cierta reverencia, sin saber lo que podría encontrar en su interior. Por
única guía tenía lo que me insinuaba la respuesta a una solicitud de
acceso a la información que había hecho semanas antes en el Archivo
Nacional de Estados Unidos: “Estimado señor Michel, el tema 1916-1970
del Buró Federal de Narcóticos y Drogas Peligrosas (BNDD) incluye un
expediente titulado Cabezas de Opio en México”.
Y en efecto, ahí, entre polvo y cartón desintegrado, estaba ese
expediente del Buró, el tatarabuelo de la DEA. Justo entre los archivos
de la M de Manchuria y la P de Perú.
Toda una colección de cables
diplomáticos, memorandos y cartas acumuladas a lo largo de medio siglo
de política antinarcóticos estadunidense en territorio mexicano.
Un
caudal de información sensible que ha estado resguardado por años en la
bóveda climatizada de la sede alterna del Archivo Nacional de Estados
Unidos, en el adormilado pueblo estudiantil de College Park, a una hora
de Washington DC.
La recopilación arrancaba en los años finales de la Revolución
Mexicana y se extendía hasta los inicios de la presidencia de Luis
Echeverría.
Hoja tras hoja, era confirmación histórica del
intervencionismo ejercido por Washington en México para que sus
autoridades se plegaran a políticas dictadas desde la Casa Blanca.
Había
documentos que hasta permitían reconstruir la presión ejercida para que
el gobierno mexicano eliminara su Reglamento Federal de Toxicomanías de
1938, una ley que por un breve espacio permitió el consumo legal de
mariguana en nuestro país.
Sorpresivamente, muchos de los despachos diplomáticos tenían estilo
propio, casi forma narrativa. Algunos parecían fragmentos de novelas de
aventuras. Eran historias con principio, clímax y desenlace, surgidas
del puño y letra de funcionarios que sabían escribir. Les imaginé como
hombres de acción con una vena eminentemente epistolar, algo que tendría
lugar en una novela de John Le Carré.
La caja 35 era una especie de Wikileaks antediluviano, una mina de
oro con anécdotas como la de la bustona contrabandista rubia que solía
embobar a la Patrulla Fronteriza en Arizona mientras sus cómplices
cruzaban embarques de opio, o una red de cocaína que se extendía desde
París hasta Mazatlán vía romántico barco de vapor. Pero de entre esa
montaña de documentos, uno terminó atrapando mi atención. Tenía la
carátula café. Se titulaba: “Dr. Salazar Viniegra-México”.
El folder, repleto de papeles cebolla que ya se habían tornado
amarillos en las esquinas, desprendía un tufo arqueológico. A leguas era
posible ver que no había sido abierto en un buen rato, aunque en
algunos trazos con pluma roja que salpicaban distintos párrafos se podía
apreciar que su contenido no era virgen. Ya había sido espulgado antes.
Metódicamente, un investigador se había dado a la tarea de subrayar ese nombre —Leopoldo Salazar Viniegra— una y otra vez.*
Sobre los demás, el dossier destacaba porque era el único dedicado a
un solo hombre. Había fácilmente unos 100 documentos de la embajada de
Estados Unidos, el Departamento de Estado, el FBI, el Buró de Narcóticos
y Drogas Peligrosas y el Departamento del Tesoro sobre las actividades
de Salazar Viniegra. Había estado sometido a un trato inusual, digno
solo de una persona de gran interés en Washington.
***
Leopoldo Salazar Viniegra fue director del Departamento de Salubridad
Pública durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Hoy, este
hombre es recordado entre los simpatizantes de la mariguana como una
especie de gurú, todo un personaje adelantado a su tiempo por varias
décadas. Quizá se le podría definir como un científico loco (ciertamente
cubría el arquetipo). Pero si una palabra puede enmarcarle, es la de
paria.
El doctor verde entró al radar de Washington en agosto de
1938, cuando un agente aduanal estadunidense que estaba por reunirse con
él recibió una carta del Departamento del Tesoro con instrucciones
precisas sobre no aceptar ningún cigarrillo, pues podría estar mezclado
con cannabis. “Se le recomienda tener cuidado por si trata de darle uno
para fumar”, alertaba la misiva.
La carta estaba dirigida al agente H.S. Creighton, del servicio de
Aduanas; se le pedía indagar reportes sobre un científico mexicano
indebidamente interesado en el “tabaco del diablo”. Durante varias
sesiones del Comité Mexicano de Drogas y Narcóticos, este investigador
supuestamente había distribuido cigarrillos de mariguana para demostrar
que no causaba daño alguno.
Casi un mes después, el 15 de septiembre, Creighton comunicó los
resultados de su indagatoria y la conversación que sostuvo con Salazar
Viniegra, charla en la que éste le dejó literalmente en shock al
proponer —¡blasfemia!— que la mariguana fuese vendida en los
estanquillos de la esquina, como se hacía y se hace con el tabaco.
“El doctor Salazar me dijo que su experiencia en torno al uso de la
mariguana le había convencido de que en sí no era dañina y que no
generaba ningún efecto negativo, más allá de los causados por la
sugestión psicológica”, resumió el agente. En un párrafo subsecuente
puede notarse su indignación, luego de que Salazar Viniegra confesara
que experimentaba los efectos de la cannabis consigo misma.
“La fuma con impunidad”, informó.
En otro punto, el dossier continúa con un discurso que Salazar
Viniegra envió en octubre a la embajada mexicana en Suiza, para ser
presentado ante la Liga de las Naciones. Por recomendación suya, México
debía asumir la defensa internacional de la “mota”.
Esto fue lo que declaró el gobierno mexicano, ante los demás países, a instancias de Salazar Viniegra:
“… la mayoría de las sensaciones y acciones que los fumadores de
mariguana le atribuyen a la droga son, en realidad, resultado de la
imaginación (…) en ningún caso ha ocurrido jamás que un adicto a la
mariguana, ya supiera que la fumaba o no y estando bajo la influencia de
sus supuestas alucinaciones, perdiera su poder mental de razonamiento o
su capacidad de pensar. Por ende, no es legítimo atribuir actos
criminales cometidos bajo la influencia de esa droga”.
Una declaración así no podía pasar desapercibida en Washington. El 21 de octubre de 1938, el asunto llegó a ojos del secretario de Estado de Estados Unidos, Cordell Hull. Arribó en la forma de una carta enviada por el consulado estadunidense en la Ciudad de México, donde se advertía que las ideas del doctor habían entrado de lleno al terreno de lo peligroso.
Una declaración así no podía pasar desapercibida en Washington. El 21 de octubre de 1938, el asunto llegó a ojos del secretario de Estado de Estados Unidos, Cordell Hull. Arribó en la forma de una carta enviada por el consulado estadunidense en la Ciudad de México, donde se advertía que las ideas del doctor habían entrado de lleno al terreno de lo peligroso.
Salazar Viniegra la había hecho grande. Su fama y sus tesis ya
estaban en el escritorio de uno de los hombres más poderosos de Estados
Unidos.
***
El primero de noviembre de 1938, la embajada de Estados Unidos
remitió a Washington un recorte de prensa titulado: “Serias acusaciones
contra Salazar Viniegra”. Narraba una nota aparecida días antes en el
diario Excélsior, que reproducía una denuncia formulada por el
padre de un paciente del asilo mental de La Castañeda, en ese entonces
bajo el mando del equipo de Salazar Viniegra. La queja apuntaba a que
todos los enfermos ahí recluidos estaban siendo obligados a fumar
mariguana como parte de un experimento.
Media docena de recortes de prensa fueron enviados al despacho de
Hull en esos días. Eran extractos de artículos altamente críticos a
Salazar Viniegra, todos vinculados al caso La Castañeda. Uno, aparecido
en El Universal, tenía el siguiente encabezado: “Un Monumento para el doctor Viniegra en Mariguanalandia”.
Para el 15 de noviembre, Washington ya había indagado a fondo sobre
los experimentos y lo hizo presencialmente. Envío a uno de sus
diplomáticos a visitar a los todos colaboradores del doctor verde en el manicomio.
Como resultado de esa visita, se remitió al norte un despacho marcado
como “confidencial” y del cual se desprende una escena que bien pudo
haber sido extraída de una novela de humor negro. Se desarrolla en la
oficina del director de La Castañeda.
El funcionario estadunidense lo interroga sobre los experimentos que
se han realizado en el sanatorio, la metodología, los efectos detectados
entre los usuarios. El mexicano replica que no se ha registrado ningún
brote psicótico y que los pacientes que han fumado mariguana solo
reportaron “tener la boca seca”.
Acto seguido, el diplomático expresó su deseo de atender uno de los
experimentos, solicitud que le fue concedida. Un cable posterior
revelaría que el nombre de ese funcionario estadunidense tan curioso era
el de Norman L. Christensen. Nada más y nada menos, que el vicecónsul
de Estados Unidos en México.
Esto informa el reporte de su visita al manicomio: “El ‘experimento
en sí fue superficial. Tres pacientes molieron la hierba y tiraron las
semillas que, argumentaron, les daban dolores de cabeza. Hicieron
cigarros rudimentarios y comenzaron a fumar. Uno de los pacientes dio un
cigarrillo de mariguana al señor Christensen, que fue fumado algunas
veces y después fue regresado al paciente”.
La redacción del cable deja abierta la duda. Del inglés al español no
se traduce bien. Y no permite definir por completo si Christensen solo
tomó un “churro” que había sido fumado unas veces por los pacientes o si
lo fumó y lo roló, convirtiéndose quizá en uno de los primeros
burócratas estadounidenses que debió drogarse por la patria.
***
Eventualmente, Washington comenzó a tramar la caída de Salazar
Viniegra. El comisionado del Buró Federal de Narcóticos y Drogas
Peligrosas, Harry J. Anslinger, orquestó una campaña internacional para
desacreditar sus teorías de cara a la 24 reunión del Comité de Tráfico
de Opio y Otras Drogas Peligrosas de la Liga de las Naciones, prevista
para junio de 1939.
En el encuentro, que se llevaría a cabo en Ginebra,
el mexicano estaba inscrito como orador central de la delegación
mexicana. Expondría su tesis ante delegaciones de todo el mundo. La
mariguana, plantearía, debía estar abierta a la humanidad.
Según consta en distintas cartas incluidas en la caja 35, Anslinger
pidió a especialistas afines redactar artículos críticos, buscando
enrarecer el ambiente lo más posible y al mismo tiempo echar por tierra
la teoría del doctor mexicano sobre que la mariguana no era dañina. Los
artículos fueron ampliamente distribuidos en las semanas previas a la
cumbre.
El clímax de la presión vino en julio de ese año. Justo a unos días
de su participación en el encuentro, Salazar Viniegra fue invitado al
consulado de Estados Unidos en Ginebra.
La minuta de esa reunión,
llevada a cabo el 27 de mayo, da cuenta de lo que sobre él opinaban los
diplomáticos de Washington en Suiza: “Es un novato y no tiene
experiencia. La forma en la que habla indica una inestabilidad de
carácter y pensamiento”.
Este es el momento clave del relato del complot. Por alguna razón,
luego de ese encuentro Salazar Viniegra regresó a México. No pronunció
su discurso ante la Liga de las Naciones, según se aprecia en la
transcripción de la cumbre.
Su lugar fue tomado por el representante
alterno mexicano, quien simplemente señaló: “Ojalá hubiera sido posible
que el doctor Leopoldo Salazar Viniegra (…) hubiera podido explicar el
propósito y el objetivo de distintas leyes. Pero ha sido compelido a
dejar Ginebra antes de lo esperado”.
Meses más tarde, El doctor verde renunciaría a su cargo y México
daría un giro marcadamente prohibicionista. En la caja 35, el gurú, el
paria, no vuelve a aparecer sino hasta en noviembre de 1939, cuando una
carta suya fue entregada, de todas las personas posibles, a Anslinger.
Quizá Salazar Viniegra no sabía que el temido comisionado había sido
uno de los principales responsables de su caída. Pero el doctor pedía su
intervención para ayudarle a participar en las investigaciones que
estaba realizando la Universidad de Harvard en torno a los efectos del
cannabis.
“Siempre suyo, doctor Leopoldo Salazar Viniegra”, firmó en la carta que terminó en manos nada menos que de su némesis.
*El reconocido investigador Luis Astorga tuvo acceso a los
documentos muchos años antes. Publicó una extensa crónica sobre Sánchez
Viniegra y la política antinarcóticos de Estados Unidos en México en su
libro El siglo de las drogas, editorial Espasa. 1991.
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