MÉXICO, D.F.
(Proceso).- El terrible accidente de hace unos días en las oficinas centrales
de Pemex constituye sin duda una tragedia nacional. Sin embargo, para
dimensionar el hecho es importante saber que se trató de uno de los muchos
accidentes que acontecen de manera cotidiana en la industria petrolera del
país.
No se trata de una excepción, sino de una regla. Eventos con víctimas
numerosas han sucedido en 2012 en las refinerías de Tula y Minatitlán, además
de la terrible explosión en Reynosa.
Y si nos remontamos hacia atrás, la
ennumeración sería inacabable, lo cual nos habla de un patrón de irresponsabilidad
sistémica de la administración de la empresa y de impunidad casi absoluta de
los culpables. El accidente en la Ciudad de México es excepcional sólo por el
lugar y el momento en que sucedió.
La explosión en
oficinas centrales tuvo una alta visibilidad mediática y causó una honda
impresión en la opinión pública nacional. Lamentablemente, ese no es el caso
con los accidentes que suceden en las lejanas zonas petroleras, donde los
muertos no son visibles y las cámaras de televisión no pueden transmitir en vivo
las consecuencias de los hechos. No por ello la negligencia criminal que
explica estos accidentes puede olvidarse o minimizarse.
Pemex es una empresa
paraestatal que funciona con bajísimos estándares de seguridad y que se ve
además afectada por numerosos atentados a la integridad de sus instalaciones,
pues el crimen organizado ha colonizado los ductos petroleros y gasíferos de
este país, con algún grado de complacencia de sus autoridades y del sindicato.
Pemex es un problema de seguridad nacional, sea por causas internas, sea por
los ataques que sufre por parte del crimen organizado.
La incidencia de
accidentes es tal que tan sólo en la década pasada en el estado de Veracruz se
tienen registros periodísticos de mil 421 eventos. Se trata de incidentes muy
frecuentes que sufren las comunidades donde se localiza la industria o en las
que la empresa o sus contratistas realizan labores de exploración, perforación
y tendido de tuberías.
Por ejemplo, la zona
del llamado Proyecto Aceite Terciario del Golfo (antes Chicontepec)
cotidianamente sufre derrames de petróleo, contaminación de cuerpos de agua,
destrucción de caminos, deforestación y accidentes industriales menores, los
cuales afectan profundamente la vida cotidiana al destruir el hábitat e impedir
las labores agrícolas.
Por otra parte, no
debe olvidarse que las viejas ciudades petroleras, como Poza Rica, están
cruzadas por ductos en desuso que constituyen un peligro constante para todos
sus habitantes.
Pemex, contra la
idea que tiene la mayoría de los mexicanos, no funciona como una empresa
pública en el sentido de ser propiedad de la nación y, por tanto, vigilada por
la ciudadanía.
Al contrario, opera
en la más completa oscuridad y privacidad, pues nadie vigila su desempeño.
Pemex, mito fundacional del nacionalismo mexicano, es exactamente lo opuesto de
una empresa pública, pues se maneja con criterios rentistas cuyos beneficiarios
son vastas redes de contratistas, los directivos de la empresa y los líderes
del sindicato, quienes controlan su operación cotidiana.
Si nos preguntamos
por qué hay tantos accidentes en esta industria la respuesta es que todos los
actores que intervienen en sus procesos están interesados en maximizar sus
beneficios privados y no los de la nación.
En nuestro país
hemos olvidado que una empresa pública debería caracterizarse precisamente por
la publicidad y transparencia de sus acciones, por el apego estricto a las
regulaciones que debe asumir una empresa que funciona con altos niveles de
riesgo y por una cultura laboral basada en la responsabilidad.
Por el contrario, en
este país nadie sabe cómo opera Pemex, las cuentas que rinde son, por decir lo
menos, precarias, y se ha impuesto una cultura laboral basada en la
irresponsabilidad y el patrimonialismo.
A punto de cumplir
75 años, Petróleos Mexicanos opera con bajísimos niveles de productividad,
tiene un absurdo exceso de personal y un contrato colectivo leonino, sus
plantas petroquímicas están abandonadas y la mayor parte del trabajo de
exploración y explotación es desarrollado desde hace años por empresas
contratistas.
El sindicato
petrolero, lejos de representar el interés profesional de sus miembros, se ha
constituido en una casta burocrática que vive de manipular la herencia de
plazas, la asignación de empleos temporales y el cobro de renta a Pemex por
permitirle la subcontratación masiva de empresas privadas, las cuales explotan
descaradamente a sus trabajadores. El sindicato mantiene un control mafioso de
sus bases y hace 50 años que anuló el más mínimo asomo de democracia en su vida
interna.
Es tiempo de exigir
que la paraestatal se convierta en una verdadera empresa pública al servicio de
la nación y no de una casta que la ha privatizado desde hace décadas.
Hay que demandarle
que cumpla con altos estándares de responsabilidad, productividad y rendición
de cuentas, los mismos que debemos exigir también al gobierno en su totalidad.
Por fortuna, hay en Pemex miles de trabajadores, hoy ignorados, que desean
fervientemente ser los promotores de una auténtica empresa pública.
*Periodista e investigador de la Universidad
Veracruzana.
(PROCESO/ Alberto J. Olvera/ 13 de febrero de 2013)
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