Juan Arvizu Arrioja
Distrito Federal—
Allá van los corpulentos marinos, pero sin la gloria de haber servido de algo.
Han trabajado noche y madrugada, en la Zona Cero del complejo de Pemex, de
donde salen carros de arrastre con escombros, y los brigadistas militares o
civiles que jalan ese cascajo parecen autómatas, zombies, que se cubren del
polvo con tapabocas.
Es grande la montaña
de piedra, vidrio, acero, muebles, papel de oficios, en la parte baja del
edificio B-2, el de la muerte. ¿Qué hay debajo de esos escombros? Cómo saberlo.
Tardará la respuesta, porque en la remoción se trabaja en el caos. Y en la
calle hay gente que ve el amanecer sin información de dónde está la hija, la
hermana, la vecina. La angustia los consume.
Este es el día
siguiente de la tragedia, de un hongo destructor que subió más arriba que la
altura del edificio B-2, que se sacudió como por la fuerza de un terremoto. Es
un amanecer de silencio, de angustia por la suerte de posibles víctimas bajo
los escombros.
En las calles circundantes
y cercanas, hay la misma desolación que en la torre de Pemex, a donde sólo
tienen acceso brigadas de Intendencia, rescatistas de la Cruz Roja y de Los
Topos, y el enjambre de fuerzas militares y de seguridad pública que hurgan,
vigilan, resguardan, blindan escombros. Militares acordonan el complejo de la
paraestatal, lo han aislado del tráfico de automóviles.
Roberto Hernández,
veterano de los Topos, con 30 años de rescatista, dice que allá adentro no hay
un puesto de control que gobierne la situación. Son tantos y no pueden avanzar
en la remoción de escombros. Ni siquiera siguen la indicación de usar botes con
asas para limpiar el lugar. Como en 1985.
No, lo que se hace
es echar desechos de derrumbe en contenedores con ruedas y luego, pesadamente
los zombies los depositan en el exterior, en un patio que da fondo a las
imágenes de la televisión que “cubre” los hechos.
Cuando cae la tarde,
no hay respuesta a cómo ocurrió esa devastación. Al mediodía se han ido los
rescatistas de la Cruz Roja, que para muchos quiere decir que no hay más vida
que buscar. Y los varios dolientes que buscan posibles víctimas se retiran y
luego vuelven, y la espera se vuelve lenta.
Avanza el viernes,
el día después. Es quincena, pero el área no es como siempre, bulliciosa, muy
urbana, con miles de personas, peatones y automovilistas, que dan al complejo
de Pemex la apariencia de hormiguero gigantesco. Restaurantes, tiendas, y
locales de servicios están desiertos de clientela, como la torre. Ya no hay
temor, como la víspera, pero la atmósfera es deprimente.
Así fue el amanecer,
con familiares de Ana Lilia Flores, una madre de un niño de 12 años, que la
noche del jueves no llegó a su casa, y que debía checar tarjeta a la hora de la
destrucción.
Las rejas de Pemex
para muchos son el lugar de lamento de amigos de verdad, como Susana, que se
hunde en las arenas movedizas de la angustia, por la suerte desconocida de una
trabajadora de unos 50 años de edad que no aparece y no tiene familiares.
La búsqueda tiene un
circuito: hospitales y la torre. Hasta allí llega una vecina de Josefina
Aguilar, que no llegó a merendar. Pero no está en lista alguna.
En el complejo, con
puertas a la calle de Bahía de San Hipólito, está una guardería para bebés de
dos y tres años de edad, de trabajadoras de Pemex. En los primeros instantes de
la destrucción llegaron corriendo madres, desesperadas por poner a salvo a sus
hijos.
(EL DIARIO DE JUAREZ/El Universal | Juan Arvizu
Arrioja/ 2013-02-02 | 01:20)
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