Javier Valdez/Columna
Malayerba
El joven pasó por esa calle. Obligadamente, pues era la única forma de
llegar a su casa. No era temprano pero la noche no terminaba de acomodar su
oscura y densa manta en el aire de la ciudad. Él y sus vagancias, sus ganas de
andar de chilebola, sin medir tiempo ni riesgos: el placer de nada en las aguas
profundas del asfalto y sus reductos.
Caminó sin prisas. Ya estaba a solo dos cuadras, en un barrio que parecía
reconocerlo de día pero eructarlo de noche. Ei, morro. El joven volteó
sorprendido. Ei morro, te estoy hablando. Vio a un hombre de cerca de treinta
años que le hacía señas con las manos para que se acercara.
Estaba solo en esa cochera vacía. Cuando se acercó vio que alrededor de ese
hombre había botellas vacías en el suelo, una mesa de madera en el centro y dos
sillas blancas de plástico: restos de comida, botes de aluminio secos,
aplastados y moribundos, y mitades de limón enjuto y anoréxico. Una botella de
tequila más allá y otra de güisqui.
Era un escenario de guerra. El hombre aquel era un sobreviviente de un
cruento enfrentamiento en el que obviamente no había estado solo. Aquellos
otros o habían capitulado o se habían retirado para volver con refuerzos y
seguir hurgando en el fondo de las botellas y los botes y las bolsas de botana.
Siéntate. No era un acto de cortesía, sino una orden. Siéntate en esa que
está allá. El joven caminó despacio, saludó con un buenas noches y preguntó,
Qué se le ofrece. Nada, morro. No se me ofrece nada. Siéntate. Yo soy cabrón,
eh. Pero muy cabrón. Trabajo para los narcos, la clica que manda aquí. La hago
de matón.
El joven lo escuchó. Miró alrededor, incómodo. Lo único que se le ocurrió
fue tomar su teléfono y avisarle a un amigo, por si le pasaba algo. Lo hizo
cuando el hombre se levantó y le dijo pérate tantito, ahorita vas a ver. Le dio
miedo levantarse y echar a correr. Más cuando vio que aquel volvió con un
cuernón.
Mira, le dijo. Mis juguetitos. Y lo buenos que me han salido. Con esta he
matado policías, enemigos y traidores. Esnif: succionaba la raya blanca que con
torpe esmero había formado en la mesa de centro. Y otro profundo trago de
cerveza. Esnif. Con esta, morro. Con esta hago mis jales.
Le apuntó con el fusil, como sin darse cuenta. Luego tomó la pistola que
traía fajada y le dijo, Te voy a trozar. Cómo la ves. Te voy a dar piso a
balazos. Él solo escuchaba, tallaba su izquierda con la derecha y sintió que
los nervios dibujaban una mueca en su cara. Ahorita, pérate. Ahorita te voy a
matar. Morro hijo de la chingada.
Pérame tantito. Voy por los cartuchos. Tambaleándose y sin soltar la
escuadra se metió. El joven aprovechó para levantarse sin hacer ruido y correr.
Y correr: pronto se dio cuenta que su casa había quedado atrás.
8 de febrero de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Columna
Malayerba de Javier Valdez /febrero 10, 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario