Fernando Zamora
La estatua de Lucifer no la conocía. Me la presentó un
restaurador a quien llamaré X. Está enamorado de Castro a pesar de que
el régimen lo ha perseguido a causa del “vicio burgués”.
Erigido en el centro de La
Habana, el Capitolio Nacional fue construido como asiento del Congreso
en 1929, bajo la dirección del arquitecto Eugenio Raynieri. La
Revolución lo destinó a Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio
Ambiente y a sede de la Academia de Ciencias de Cuba.
• A finales del siglo XVIII Salvatore Buemi
vino a Cuba para esculpir la estatua de Lucifer y a mí 100 años más
tarde, en 2001, me invitaron a una fiesta en la oficina de Eusebio
Leal, “El Historiador” de Cuba. Esa noche, caminaba solo por el Paseo
del Prado y llegué hasta el Morro. Cuando el mar me bañó sin querer,
unas muchachas gritaron: “¡Te besó Yemayá!”, y yo me dije: “serán buenos
presagios”.
La estatua de Lucifer no la conocía. Me la presentó un restaurador a
quien llamaré X. Está enamorado de Castro a pesar de que el régimen lo
ha perseguido a causa del “vicio burgués” que tanto asusta a los
comunistas que quieren hijos para la causa. El crimen nefando.
Homosexualidad.
Me resulta difícil entender la nostalgia con la que X recuerda el
tiempo que vivió en la Isla de la Juventud, un campo de concentración en
donde el régimen trató de volverlo heterosexual con poco éxito. Hoy mi
amigo conserva sus inclinaciones y la sonrisa de fauno. Es la clase de
persona con la que hay que escurrirse al interior del Capitolio a ver la
estatua de Lucifer.
Gracias a su trabajo en la oficina del "Historiador" puede entrar y
salir del Capitolio a su antojo. Puede incluso venir con amistades y
beber, fumar y “descargar”. Llevamos cervezas Cristal y cigarros
Populares, una botella de ron sin marca y nos sentamos a contemplar El Ángel rebelde.
Buemi lo ha encapsulado en el momento mismo en que Dios le da la
espalda y él se despeña camino del infierno. La transformación (puede
uno verlo en los pies) ha comenzado.
La obra tiene ecos del Apolo y Dafne de Bernini. Si Dafne se
transforma en laurel, el más hermoso de los ángeles se transforma en
Satanás. Buemi, Ovidio, Bernini y Kafka saben bien que el dios de los
amores contingentes se llama metamorfosis, transformación.
Frente a la escultura, X recuerda sus propias metamorfosis. El ron le
suelta la lengua. Me cuenta con ternura su historia, la del guajiro de
12 años que vino a La Habana de un pueblo miserable y se volvió
consentido del régimen; me contó sus años en el Instituto Lenin, “el
Harvard de Cuba”. En el Lenin, Fidel reunió a los mejores alumnos del
país. La educación era militar. Todas las noches los adolescentes se
turnaban para vigilar el horizonte y dar el grito de alarma en caso de
que el imperialismo volviese a atacar. Una de aquellas noches sucedió la
primera transformación. Un compañero de guardia le dijo:
—Hace frío.
X no respondió, pero como estaban solos, el compañero tomó su mano, la dirigió hasta su cara y le dijo:
—¡Toca! ¡Qué frío estoy!
X se encontró acariciando la cara de su amigo, los ojos, los pómulos,
el cabello, la oreja. Había comenzado el camino que lo despeñaría cinco
años más tarde hasta la Isla de la Juventud.
Cuando entiendo que es verdad que X está enamorado de Fidel, no puedo ocultar mi sorpresa. El dice:
—Tal vez he sido paradigmado.
Yo río. Estoy borracho e imagino que arriba de mí se mueven los ojos del Ángel.
En los setenta, había en Cuba una oficina dedicada a paradigmar. Si
uno estaba trabajando una pieza cualquiera, una pintura o una obra de
teatro, venía un burócrata y paradigmaba tu trabajo. Paradigmar
consistía en “ajustar” el mensaje de cualquier obra de arte al único
discurso posible: La Revolución.
—Eso debe ser. Me han paradigmado —escupe X sonriendo. Y parece que
se imaginase a sí mismo como una obra de arte que han paradigmado para
la conversión del mundo al reino del comunismo.
—No entiendo —digo—, que puedas amar a alguien que te envió a la Isla de la Juventud.
—¡Claro que no! ¡Tendrías que haberlo vivido!
Debe ser eso, tendría que haber sido el pequeño guajiro de 13 que
organiza en el Lenin excursiones para ir al lago a nadar; el poeta de 14
que baila salsa en fiestas de alumnos y maestros. El rebelde de 15 que
espera el día de su guardia nocturna para tocar al amante. Tendría que
haber sufrido, como él, la transformación de campesino en poeta, el
poeta que hoy me enseña las sutilezas del diablo en el Capitolio, el
paleógrafo que sabe leer en las calles de La Habana su propia vida y la
reconoce en cada pintor, rockero, vendedor de droga o ron; en cada
jinetera o pingüero.
—Para querer a Fidel —concluye— tendrías que haber jugado con él basketball.
Quince años y amar a Fidel. Verlo bajar del jeep sin guardaespaldas.
Congelarme al verlo, como todos, pero responder en el momento en que él
coge la pelota y la lanza a mi pecho. Tendría que haber jugado contra el
comandante, frente al asombro de mis compañeros y, finalmente escuchar
esta frase:
—Juegas bien. ¿Sabes manejar?
X recompuso la pose militar. Todos lo miraron y él respondió vuelto un pequeño héroe que ha superado la prueba:
—¡Sí, comandante!
Fidel le lanzó las llaves del jeep y lo llevó consigo a revisar
trabajos por toda La Habana. Si ese fuese el día más feliz de mi vida,
estoy seguro, también yo amaría a Fidel. Lo amaría aún más aquí,
asombrado bajo la luz negra del Ángel del Capitolio.
@fernandovzamora
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