El patrón quiere verlo, se
escuchó en el teléfono celular. El patrón, preguntó. Sí, el jefe, el viejón.
Entendió que era el mismo, aquel con el que convivió cuando eran niños.
Qué se le ofrece. No nos
dijo, solo que quiere verlo. Nomás dígame a qué hora pasamos por usted. Él se
quedó pensando, sin tragar saliva, con la boca abierta y la mente como una hoja
blanca que al bolígrafo espera.
El de la voz no le preguntó
más. Le pidió que estuviera en el lugar y a la hora convenida. Le ordenó que no
lo comentara con nadie. Y con un, No se preocupe, intentó acallar sus
crecientes océanos dubitativos.
En la infancia habían
correteado juntos por los patios y las canchas del plantel. Él era inteligente
y su amigo divertido. Compartían juegos, comida durante el recreo y las casas
de ambos, donde veían tele y extendían los lazos férreos que hasta hoy
conservaban.
Pero habían pasado más de
veinte años. Sabía de él por los periódicos y los noticieros. Le decían en los
encabezados de las notas el capo de capos, el líder del cártel, el más buscado.
Él sonreía: seguía viéndolo en sus recuerdos, haciendo tareas y bromeando.
Estuvo ahí, como lo
acordaron. Llegó un carro de esos largos, nuevo. Atrás una camioneta doble
cabina y atrás una Cherokee gris. En total, eran unos quince hombres y a
ninguno conocía.
Escuchó al conductor del
vehículo en el que iba él y que parecía aquel que le había llamado días antes,
hablando por teléfono: el señor va bien, está sonriendo. Más tarde volvió a
tomar el aparato para decir el señor viene cómodo y se divierte. A los cinco
minutos, una tercera llamada: el señor platica alegremente.
Entendió que eran claves de
seguridad. O que tal vez querían mandar señales de que todo iba bien.
Llegaron a la periferia de la
ciudad. Se pararon frente a una casa con un portón amplio para cuatro
vehículos. Entraron a una especie de almacén, donde había unos veinte hombres
armados que comían y parecían descansar.
Adelante se abrió un patio
ancho y metros después entraron a otra cochera. Diez hombres estaban
esperándolo. Dos de ellos lo condujeron hasta unos cuartos. Y de una puerta
salió el jefe.
Lo reconoció en cuanto lo vio
pasar el umbral. Cómo estás, le dijo. Le extendió la mano y el otro avanzó con
los brazos abiertos. Cómo te ha ido cabrón. Bien, gracias, le dijo el invitado.
Nada de bien, no seas
mentiroso. Sé que debes la casa, que si no pagas estos días te la van a quitar.
Y no solo eso. Tienes un pinche carro viejísimo, destartalado. Deshazte de él.
Por eso te llamé, continuó el
señor. Quiero que tomes esto: abrió un closet que casi alcanzaba el techo de
paquetes de dinero. Puros dólares. Juntó varios, los metió en una maleta y se
la dio.
Afuera hay varios carros.
Escoge uno y llévatelo, y tiras el Ford fermon tosijoso. Salió al patio y se
subió a un Malibú blanco. Casi lloró cuando se despidió del jefe y le dio las
gracias.
Al otro día pagó la hipoteca
de la casa. Con el dinero que le sobró arregló y equipó el fermon. Tres semanas
después sintió que el Malibú le quemaba las nalgas. Se preguntó cuánto delito
habrá en ese carro de lujo.
Una mañana, antes de que
saliera el sol, lo dejó con todo y llaves afuera de la finca. Con un recado:
este carro quema, gracias de todos modos.
Columna publicada el 11 de marzo de 2018 en la edición
789 del semanario Río
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ (+) / 13 MARZO, 2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario