Iba con su esposa y ya era
tarde. Tenía que dejarla en la escuela
donde trabajaba y el minutero, que se había disfrazado de enemigo, se acercaba
con una velocidad atípica al número 12. Chingada madre, no vamos a llegar a
tiempo.
En ese angosto bulevar apenas
caben dos automóviles y un carril está ocupado por los estacionados; y el que
iba adelante, conduciendo una camioneta blanca, avanzaba a paso de tractor, por
eso se vio obligado a usar el claxon: dos toques y uno sostenido.
De la camioneta, que de tan
alta y ancha parecía una trilladora lujosa, bajó un hombre joven de mirada
extraviada y ademanes cansinos. Traía una pistola cromada en la mano derecha,
que fue subiendo mientras avanzaba hacia ellos.
¿Qué tráis hijo de la chingada?
¿Quieres que te mate? El hombre tropezó con sus propias palabras y sólo alcanzó
a explicar, a manera de disculpa, que tenía prisa, que no era nada personal.
Aquel pujó, dio la media vuelta y se metió al auto; él siguió manejando lento y
dio vuelta donde ellos.
Tomaron otra calle ancha y él
iba a aprovechar para rebasarlos. Dudó cuando vio una patrulla estacionada,
apenas pasando el semáforo: lo voy a denunciar, dijo sin mirar a su esposa.
Ella le apretó el antebrazo y le dijo no lo hagas, es capaz de matarnos.
Decidió no hacerlo: el hombre aquel estaba estacionado metros adelante,
vigilándolos: el rostro de amanecido, esas ojeras como ventanas oscuras, el
cutis graso de amanecido y los grumitos tímidos de un pasón bajo la nariz y
entre los vellos del bigote. Le marcó la mirada, se la clavó en la nuca. La
imagen iba y venía, siempre vigilante.
Pensó: tengo amigos buenos y
amigos malos, y acudió a los segundos. Tú dame las placas de la camioneta, yo
hago lo demás, lo que quieras: un susto, un simple levantón, toques eléctricos
en los güevos; lo que tu decidas, eso será.
Consiguió que su mujer se
fuera de raite con una compañera unos días, él hizo el resto. Diario acudió,
religiosamente, a buscar, husmear, vigilar. Persiguió a varios hombres
parecidos, en vehículos similares, por rutas cercanas. Tomó placas de unos que
no eran y hasta fotos de los que le parecían sospechosos.
Su amigo lo llamó para
preguntarle si ya tenía los datos del agresor; le contestó que no y arreció la
búsqueda los días siguientes. En una de esas mañanas casi choca; en otra
ocasión se peleó con un automovilista que le pitó porque andaba bobeando y en
una más fue infraccionado por pasarse un alto.
El mismo resultado. Volvió
enojado y furibundo al séptimo día; ya no sentía coraje ni frustración. Agotado
y con los hombros rendidos, desistió. En su sofá preferido, con una Tecate laic
sudando frente a sus manos y el plato de cacahuates salados esperándolo, dijo:
mejor no.
Le habló a su amigo al día
siguiente. Ya no, compa, mejor así la dejamos. Le explico que él era maestro,
que le preocupaban los niños y los jóvenes, las drogas, la violencia, que si se
hubiera dejado llevar por lo emputado que andaba, ese muchacho de la pistola
estaría torturado y muerto. Y le echó un trago largo a la cerveza.
Columna publicada el 14 de enero de 2018 en la edición
781 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ (+)/ 18 ENERO, 2018)
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