CIUDAD DE MÉXICO (apro).-
Presente en el polémico recital “Celebrando a Armando Manzanero” el sábado 3,
el arqueólogo Gustavo Ramírez redactó una crónica desfavorable a la
presentación en las sagradas ruinas de Chichén Itzá, donde critica lo caro que
le ha costado al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) ese
“capricho” del octogenario músico y pide se le impida cumplir su amenaza de dar
más conciertos allí.
Maestro en conservación y
restauración de monumentos, consultor de la UNESCO y de la UNOPS para combate
al tráfico ilícito de bienes culturales y conservación de patrimonio cultural,
el especialista del INAH, Gustavo Ramírez, advierte:
“Montar el show en Chichén Itzá ha sido, como
el famoso cantautor Armando Manzanero Canché lo ha expresado, ‘un regalo a su
abuelita’. Pero lo que no sabe el señor Manzanero, es que ha sido un regalo que
nos ha costado más de lo que parece, y digo nos, porque todos los involucrados
tuvimos que poner nuestra parte de coperacha, aun sin saberlo.
“Para inspeccionar el montaje
y el desarrollo del evento, asistí en representación de la Comisión de
Patrimonio Cultural del Sindicato Nacional de Profesores investigadores y
Docentes del INAH. Estas son mis primeras impresiones. Al analizar las
circunstancias presenciadas, se hicieron evidentes situaciones que, opacadas
por el brillo de las luces y las dulces notas musicales, se pierden de vista. Hacer
posibles las tres horas de concierto le ha costado al INAH y al pueblo, muy
caro. Eso sin contar los trámites previos. Tan sólo para montar el gigantesco
escenario, el grupo designado por el INAH para supervisar los trabajos en
Chichén Itzá ha implicado más de una semana de desvelos, ausencias, malpasadas,
enfermedad y estrés a trabajadores, servidores públicos y funcionarios del INAH
concentrados en la zona arqueológica.”
Y denuncia el director de la
Red Mexicana de Arqueología, así:
“Chichén Itzá, antigua ciudad de los itzáes, designada
por la UNESCO Patrimonio Mundial, fue concesionada momentáneamente y de forma
ilegal por la secretaria de Cultura, María Cristina García Cepeda, al famoso
cantautor maya, para cumplirle un sueño: regalarle un concierto en Chichén Itzá
a su abuelita, según lo declaró el cantante […]
“Ya en el evento, Manzanero tuvo el gesto de agradecer
el apoyo a sus amigos, ‘la gente más importante que tiene que ver con la
cultura de este país’, sin el cual no hubiera sido posible su realización, lo
que coloquialmente llamamos ‘un paro’.” Enseguida, el resto del escrito por
Gustavo Ramírez, titulado “¿Cuánto cuesta el regalo de Manzanero en Chichén
Itzá? El papel, el moño y el envoltorio”.
CRÓNICA DE UN (DES)CONCIERTO
De las 19:30 a las 21:30
horas, se realizó en forma ordenada y tranquila el acceso de un público
expectante que con alegría externaba: “Vengo a escuchar verdadera música” o
“Esto va a estar fenomenal”.
A la primera llamada con
trabajos se había llenado la mitad de las 5 mil 200 localidades y nunca rebasó
entre 70 a 75% del cupo. La mitad de las filas VIP quedaron vacías, por lo que
a últimas se permitió que el público se desplazara al frente, incluso, sentaron
a las acomodadoras vestidas con un hermoso terno yucateco en las sillas
frontales; literalmente dejaron pasar a quien fuera, para indignación de
quienes pagaron más de 14 mil pesos por el privilegio de estar en primera fila.
El espectáculo dio inicio,
“como lo marca la tradición maya” –dijeron–, con una ceremonia de permiso, para
que los espíritus ancestrales concedieran su visto bueno para el evento, único
trámite pendiente. A diferencia del INAH y la SC, los aluxes no fueron tan
condescendientes; se mostraron insatisfechos con el ritual del sonoro caracol a
los cuatro vientos, e intervinieron los micrófonos para distorsionar la
interpretación del hijo del homenajeado, llegando al punto de quedarse sin
sonido poco más de diez minutos. En gayola comenzaron a corear: “¡No se oye!,
¡no se oye!, ¡no se oye!”, al tiempo que de las filas delanteras muchos se
salieron indignados, varios no regresaron. Pocos minutos después, el
espectáculo continuó normalmente, con una sentida disculpa de Manzanero: “Ora
sí ya sé lo que se siente cuando una mujer va a tener un hijo”, bromeó.
Desde la explanada por donde
se ingresó al graderío, el público podía apreciar la alucinante imagen de la
gran pirámide de Kukulkán en sicodélicos colores cambiantes: De rojo encendido
a guinda claro, del rosa al azul intenso o con efectos especiales de fuego,
pirotecnia o un pañuelito blanco de fino bordado, ondeando al viento.
Nadie, incluido el director
general del INAH y antropólogo Diego Prieto Hernández, se resistió a la
invitación de tomarse la foto con la pirámide roja de fondo. Sin embargo, el
verdadero espectáculo fue el ascenso de la Luna, emergiendo de una nube gris,
para escalar el perfil escalonado de Kukulkán. Paradójicamente, quienes
ocuparon los asientos más caros, tenían la peor vista a la pirámide, que no
estaba al centro de la escena, sino cargada a la derecha, por lo que una de las
torres de más de 14 metros de altura del escenario, escondía a la vista la
mayor parte del monumento.
El concierto transcurrió sin
pena ni gloria, con escasos picos de emoción. El público comenzó a salir masivamente
20 minutos antes de concluir el evento, fue para evitar el caos en el
estacionamiento, comentó alguien; otra señora me dijo, el ensayo estuvo mejor,
pues el rockero [Alex Lora] prendió a cerca de mil 800 pobladores de las
comunidades cercanas que fueron invitados al mini concierto.
Una breve lectura de los
acontecimientos narrados pone de relieve una realidad exasperante; que en el
país hay mexicanos de primera, de segunda y hasta de tercera. Los de primera,
que habitan el pequeño círculo de gente “importante” –léase poderosa–, pueden
echar mano de la amistad para hacer realidad anhelos personales como “un regalo
a la abuela”. Se trata de regalos nada simples ni baratos, como decía. Esos
magnánimos amigos no dudan en disponer de la propiedad de la nación, del
patrimonio del mundo, de los recursos del erario público para pagar viáticos y
gastos de servidores públicos, funcionarios y trabajadores de instituciones
nacionales, que deben laborar horarios extenuantes, más allá del deber, para
confeccionar el regalo del amigo del jefe superior. Tampoco tienen reparo en
pasarse por lo alto las leyes, reglamentos, convenciones y acuerdos
internacionales e ignorar a los argumentos de los sectores académicos,
intelectuales y opositores, porque ellos sólo ponen el papel, un papel firmado,
pero que dispone lo necesario para que el público acuda en masa a envolver el
regalo del apreciado y “terco” amigo, previo pago de entradas –claro está– a
costos exorbitantes que sólo puede pagar la gente de primera y de segunda;
porque los de tercera nada más pueden ir al ensayo.
La sorpresiva asistencia al
espectáculo por parte del director general de la institución responsable de
velar por la integridad, el respeto y la protección de estos monumentos
arqueológicos de “valor excepcional”, fue el moño ideal para el regalo.
Manzanero demostró que el INAH pone moños, pero muy guangos, y que él sabe
quitarlos bien, con unas tijeras bien afiladas puestas a su entera disposición
por sus importantes amigos.
–No saben cuántos obstáculos
hubo que sortear –dijo–. Pero gracias a mis amigos, fue posible su realización–
abundó.
La asistencia del director
general fue una imprudencia, que la amiga cultural de Manzanero supo evitar. Al
ocupar un asiento VIP en la tercera fila, el Director General avaló en
automático el evento al que la mayoría de sus subalternos se oponen, otorgando
así, tácitamente su consentimiento para que continúe propagándose el show
business en sitios patrimoniales. Manzanero ya sentenció: “Habrá más shows en
Chichén Itzá”.
Diferente hubiera sido que el
director general hubiese estado allí al lado de su muy agotado equipo, checando
el cumplimiento de las especificaciones técnico–operativas emitidas por el INAH
para este evento en específico; hubiera estado de pie y atrás de la valla, como
los demás, en lugar de la cómoda silla VIP, justo en el mismo día que la
institución celebró sus 79 años de existencia. No cabe duda que la institución
ha envejecido. Cada día está más débil, desde hace años ha perdido autoridad y
fuerza para hacer valer su autoridad. Lejos están los tiempos en que al INAH
como a sus representantes se le respetaba, hasta los soldados se cuadraban
frente al logo institucional con la piedra del sol al centro y al derredor la
leyenda “Instituto Nacional de Antropología e Historia-Poder Ejecutivo
federal”.
Son casi las seis de la
mañana, la bruma ha caído hace unas horas impidiendo desmontar la enorme
estructura escénica, esta tendrá que esperar hasta las seis de la tarde para
ser despiezada, por el riesgo que implica manipular los resbaladizos tubos de
acero galvanizado para la seguridad de los obreros.
Me retiro de Chichén –donde
excavé hace 26 años–, con el grupo del equipo supervisor del INAH, para dormir
un rato. El grupo regresará en escasas tres horas para recibir al notario que
dará fe de posibles daños físicos en el área monumental. Todavía les espera una
larga jornada antes de volver a casa en la Ciudad de México. Mientras avanzamos
por la terracería, recostado en la batea de la pick up reflexiono; no hay daños
físicos, el daño es moral.
¿Debe seguirse permitiendo
que el patrimonio cultural nacional y mundial, sea utilizado por los poderosos
y sus amigos para hacer negocios de entretenimiento o regalos personales a
costa del erario público, del esfuerzo y la salud de los trabajadores, del
prestigio de las instituciones y de la dignidad nacional? Ya sé que vivimos una
época como ninguna otra, en que la corrupción, el crimen, la codicia y la
desvergüenza se han viralizado en México, sin que la mayor parte de la sociedad
se inmute.
¿Por qué habría de importarle
a la gente que los testimonios más preciados de nuestra raíz histórica y
cultural sean rebajados a la categoría de accesorios ornamentales, de
estridentes fondos para selfies, o regalos para abuelitas? Ya de por sí la zona
arqueológica está convertida en un tianguis de mexican curious que impide el
aprecio de los monumentos. Sin embargo, tal como sucede con el fenómeno del
calentamiento global, en que muchos se oponen a los controles ambientales en aras
del beneficio económico y niegan los efectos nocivos de los gases invernadero,
de la misma manera, muchos se oponen a las restricciones para la explotación
económica de los sitios patrimoniales diciendo que no hay afectaciones. Más no
por ello, los que somos conscientes de la fragilidad, importancia histórica y
significado social de los monumentos, debemos dejar de insistir en prohibir ya
en forma definitiva su explotación comercial.
O, dicho de otra manera,
ahora sí hay que poner nuestros moños, pero bien puestos.
(PROCESO/ CULTURA EN LA MIRA, MÚSICA/ ROBERTO PONCE ,
7 FEBRERO, 2018)
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