José Santos en un punto de revisión a la
entrada de Tancítaro, Michoacán, donde los ciudadanos asumieron el control ante
el fastidio tanto con las autoridades como los grupos de delincuencia
organizada. Credit Brett Gundlock para The New York Times
TANCÍTARO, México — El camino
a este pueblo de campesinos en Michoacán pasa por barrios pobres y territorios
controlados por cárteles, en este estado que es el centro de la guerra contra
el narcotráfico en México, antes de llegar a un paisaje tan extraño que parece
un espejismo.
En las torres de vigilancia
de 4,5 metros de altura hay hombres apostados cuyos uniformes verdes no
pertenecen a ninguna fuerza oficial. Pasando la torre, la estatua de un
aguacate lleva la leyenda: “Capital mundial del aguacate”. Y después de la
estatua se encuentra Tancítaro, una isla de seguridad y estabilidad que se ha
mantenido después del año más violento de la historia de México.
Los propietarios locales de
aguacatales, que exportan más de un millón de dólares en aguacates al día,
principalmente a Estados Unidos, resguardan la que se ha convertido en una
especie de ciudad-Estado independiente. Con autovigilancia y autogobierno, es
un santuario donde los cárteles de la droga están ausentes, al igual que el
Estado mexicano.
No obstante, detrás de la
calma hay un pueblo bajo un estricto control, el cual yace en manos de grupos
paramilitares que solo rinden cuentas a sus patrones. La adicción a las drogas
y el suicidio se han disparado, según comentan los lugareños, a medida que el
contrato social enfrenta cada vez mayor presión.
Tancítaro representa una
tendencia silenciosa pero reveladora en México, donde un puñado de pueblos y
ciudades se están separando de facto, en todo o en parte, del Estado. Se trata
de actos de desesperación que revelan cómo la policía y los políticos mexicanos
son vistos como parte de la amenaza.
Si visitas tres enclaves de
ese tipo —Tancítaro, Michoacán; Monterrey, una acaudalada ciudad comercial al
norte del país, y Ciudad Nezahualcóyotl, justo a las afueras de la capital
mexicana—, encontrarás un patrón. Cada uno es un paraíso de relativa seguridad
entre la violencia, lo cual sugiere que su diagnóstico del problema era el correcto.
No obstante, sus victorias son frágiles y conllevan un costo considerable.
Son excepciones que confirman
la regla: la crisis de México se manifiesta en forma de violencia, pero está
enraizada en la corrupción y la debilidad del Estado.
La policía municipal monitorea los
aguacatales a las afueras de Tancítaro. Credit Brett Gundlock para The New York
Times
TANCÍTARO: POR LAS ARMAS
Comenzó como una revuelta. La
gente del pueblo formó grupos de autodefensa para expulsar a los grupos de
delincuencia organizada que controlaban, en la práctica, buena parte de
Michoacán y a la policía local, que era vista como cómplice. Los propietarios de
aguacatales, cuyas familias y negocios se enfrentaban a la creciente amenaza de
la extorsión, financiaron la revuelta.
Así fue como Tancítaro se
quedó sin policía ni gobierno, puesto que las autoridades huyeron. En cambio,
el poder se acumuló entre los paramilitares que controlaban las calles y
quienes los respaldaban y financiaban, una organización de agricultores de
aguacate adinerados conocida como Junta Local de Sanidad Vegetal, que los
ciudadanos suelen llamar la Junta.
Casi cuatro años después, mientras
que otros pueblos gobernados por autodefensas en Michoacán colapsaron debido a
la violencia, las calles permanecen seguras y limpias. Sin embargo, al
deshacerse de las instituciones que permitían que el crimen floreciera,
Tancítaro creó un sistema que se asemeja en muchos aspectos al control que
tendría un cártel.
El gobierno comenzó con una
purga. Los jóvenes sospechosos de formar parte del cártel fueron expulsados del
pueblo. A los de bajo nivel (los informantes o halcones), principalmente niños,
se les permitió quedarse, aunque los narcotraficantes terminaron por asesinar a
la mayoría de ellos en represalia, según un comandante del grupo de
autodefensas.
Si bien la violencia
disminuyó, permaneció la estructura de poder de tiempos de guerra. Ahora los
grupos paramilitares fungen como la policía, además de encargarse de resguardar
el perímetro del pueblo y los aguacatales.
Cinthia García Nieves, una
joven organizadora comunitaria, se mudó al pueblo poco después de que los
enfrentamientos se sosegaron. Idealista, pero con lucidez, quería ayudar a
Tancítaro a desarrollar instituciones verdaderas. Sin embargo, las líneas de la
autoridad se han “difuminado”, dijo García Nieves durante una reunión en un
café cercano al centro del pueblo.
García Nieves estableció
consejos ciudadanos a fin de que las familias locales participaran. Sin
embargo, el gobierno de las autodefensas acostumbró a muchos a la idea de que
el poder pertenece a quien sea que tenga las armas.
Ella tiene grandes esperanzas
de que haya foros de justicia comunitarios, diseñados para castigar delitos y
resolver controversias. No obstante, en la práctica, quien suele hacer justicia
—y suministrar los castigos— es cualquier comandante armado que decida
involucrarse.
“Los llevamos a la calle y
les dimos una golpiza”, dijo Jorge Zamora, un miembro de las autodefensas,
sobre lo que ocurrió a algunos hombres acusados de vender drogas. No los
mataron porque dos de ellos eran sus parientes, agregó. En cambio, “los
expulsamos del pueblo”.
Emilio Aguirre Ríos a las afueras de su
granja en Tancítaro. Los cultivadores de aguacate ayudaron a financiar a las
autodefensas. Credit Brett Gundlock para The New York Times
Aunque el grupo liderado por
Zamora tiene como tarea vigilar los aguacatales, no mantener el orden, su
proximidad con los intereses de la Junta le otorga un poder especial. “A ellos
no les pesa en absoluto gastarse un millón o dos en armas”, comentó Zamora.
Oficialmente, la autoridad
máxima en Tancítaro es un alcalde, Arturo Olivera Gutiérrez, tan popular que
fue candidato con el consentimiento unánime de todos los partidos políticos
importantes y ganó de manera apabullante en 2015. De manera no oficial, el
alcalde rinde cuentas a los propietarios de los aguacatales, quienes
predeterminaron esta elección asegurándose de que fuera el único candidato
viable, según Falko Ernst y Romain Le Cour Grandmaison, investigadores de
seguridad que estudian la situación en Tancítaro.
Los consejos ciudadanos,
diseñados como representaciones de un utopismo democrático, ostentan poco
poder. Los servicios sociales se tambalean.
Aunque el nuevo orden es
popular, ofrece pocas avenidas para apelar o disentir. Las familias cuyos hijos
o hermanos son expulsados —una práctica que continúa— tienen pocos recursos.
Los investigadores creen que
el gobierno federal se ha negado a restablecer el control por miedo a que eso
atraiga atención a la idea de que el separatismo conlleva seguridad.
García Nieves sigue creyendo
en el modelo de Tancítaro, pero le preocupa su futuro.
“Tenemos que trabajar
juntos”, dijo, o se corre el riesgo de un futuro de “autoridad opresora”.
Una quinceañera se toma fotos frente al
parque La Pastora de Monterrey, donde la élite empresarial comenzó a financiar
servicios públicos como la educación y la seguridad. Credit Brett Gundlock para
The New York Times
MONTERREY: CON LA CHEQUERA
Si Tancítaro se separó con
las armas, la ciudad de Monterrey, sede de muchas de las más importantes
corporaciones de México, lo hizo con un fichero de tarjetas de presentación y
un apretón de manos.
En lugar de expulsar a las
instituciones, la élite empresarial regia se apoderó de ellas sin decir nada,
con la bendición de sus amigos y compañeros de golf que son servidores
públicos.
Sin embargo, el progreso que
tuvieron, que alguna vez fue extraordinario, ahora vacila: la delincuencia está
regresando.
“Mira, tengo mucha
experiencia en estos temas, y el proyecto del que me siento más orgulloso es
este de Monterrey”, declaró Jorge Tello, consultor de seguridad y ex director
de la agencia nacional de seguridad. “Es muy fácil perderlo”, advirtió,
agregando que quizá ya es demasiado tarde.
El experimento de Monterrey
comenzó en una sobremesa. Tello estaba cenando con el entonces gobernador,
quien recibió una llamada de José Antonio Fernández, el director de Femsa, una
de las empresas más grandes de México.
Los guardias de seguridad
privada de Femsa habían sido atacados por integrantes de los cárteles mientras
llevaban a los hijos de los empleados a la escuela. Dos habían muerto
repeliendo lo que muy probablemente era un intento de secuestro.
El gobernador puso la llamada
en altavoz. Fue la primera de muchas conversaciones así, a las que se unieron
otros directores corporativos que enfrentaban amenazas similares.
Un club de directores
ejecutivos que se hacen llamar el Grupo Monterrey o Grupo de los Diez ofreció
ayuda para financiar y reformar a la policía estatal. El gobernador Rodrigo
Medina (ahora acusado de cargos de corrupción) aceptó.
Contrataron a un consultor,
que sugirió hacer cambios en los niveles superiores y en los inferiores y
remplazó a casi la mitad de los funcionarios. Contrató a abogados para que
reescribieran las leyes sobre secuestro y se volvió un punto de contacto para la
coordinación entre la policía y las familias de las víctimas.
Cuando el gobernador anunció
después un plan ambicioso para crear una nueva fuerza policial, la Fuerza
Civil, que tendría el propósito de restaurar el orden, nuevamente invitó a los
líderes empresariales a participar. Los directores ejecutivos ahora
supervisarían una de las funciones más centrales del gobierno. Contrataron a
más consultores para poner en práctica las mejor y más avanzadas prácticas
policiales, de participación comunitaria y cualquier cosa que pudiera frenar la
violencia que se disparaba rápidamente en su ciudad. Financiaron viviendas
especiales y mejores salarios para los oficiales.
Sus departamentos de nómina y
recursos humanos daban servicio a las fuerzas policiales. Sus áreas de
mercadotecnia llevaron a cabo una campaña de reclutamiento en todo el país.
Cuando los funcionarios del gobierno solicitaron avalar los anuncios
comerciales antes de que salieran al aire, los líderes corporativos dijeron que
no. Quizá lo más importante fue que evadieron la burocracia y la corrupción que
habían empantanado otros esfuerzos de reforma policial.
La delincuencia disminuyó en
toda la ciudad. Los líderes comunitarios en las áreas más pobres informaron que
las calles eran más seguras y que había una confianza renovada en la policía.
La experiencia de Monterrey
terminó por proveer todavía más evidencias de que, en México, la violencia era
solo un síntoma; la verdadera enfermedad se encuentra en el gobierno. La toma
de poder corporativa funcionó como una suerte de cuarentena; no obstante, sin
tratar la enfermedad, la cuarentena inevitablemente terminó.
A finales de 2015 asumió el
cargo un nuevo gobernador, Jaime “el Bronco” Rodríguez, quien no renovó algunas
de las reformas y colocó a sus amigos en posiciones clave del gobierno. La
delincuencia y las denuncias de brutalidad policial ahora están resurgiendo, en
especial en los suburbios de la clase trabajadora. Los líderes empresariales,
cuyas riquezas siguen a salvo, no han logrado o se han negado a presionar al
nuevo gobernador.
“Las cosas mejoraron, la
gente se sintió cómoda y luego destruyeron todo”, comentó Tello.
Agregó que las instituciones
débiles de México hacen que cualquier arreglo se atenga a los caprichos de los
líderes políticos.
Adrián de la Garza, el
alcalde de Monterrey, comentó que la ciudad no puede hacer gran cosa para
aislarse. “No es una isla”, dijo. Cualquier ciudad mexicana, agregó, está
vigilada por varias fuerzas. Algunas rinden cuentas al alcalde, otras al
gobernador y otras más al gobierno federal. Cualquiera de esos actores
policiales puede desbaratar los avances mediante la corrupción, el compadrazgo
o el simple descuido.
Incluso los líderes
empresariales más poderosos del país pudieron detenerlos solo por un breve
periodo.
“Es un gran problema”,
comentó De la Garza, y administrarlo es “parte de la vida política en México”.
Policías monitorean las cámaras de
vigilancia en una calle de Ciudad Nezahualcóyotl. Credit Brett Gundlock para
The New York Times
NEZA: POR LAS URNAS
“Uno no espera que un lugar
como Neza tenga algo de atractivo o emocionante”, comentó John Bailey, profesor
de la Universidad de Georgetown que estudia la vigilancia policial en México.
Ciudad Nezahualcóyotl, una
extensión de un millón de residentes a las afueras de la zona metropolitana de
Ciudad de México, llegó a ser conocida principalmente por su pobreza, la
violencia pandillera y una corrupción policial tan prevaleciente que los
oficiales comúnmente extorsionaban a los ciudadanos.
Hoy, aunque todavía sigue
siendo un barrio bravo, Neza es mucho más seguro. Sus policías son considerados
“un modelo realmente prometedor”, de acuerdo con Bailey, en una parte del país
donde la mayoría son vistos como amenazas.
A diferencia de Tancítaro o
Monterrey, Neza no tiene paramilitares ni una élite empresarial que se haga del
poder o lo gane. Su gobierno parece normal a simple vista. Sin embargo, el jefe
de la policía que ha supervisado los cambios, un ex académico con un aire de
abuelo llamado Jorge Amador, no es normal.
Durante años ha usado a Neza
como su laboratorio personal, poniendo a prueba una gran mezcla de reformas
duras, planes descabellados y experimentos elaborados.
Muchos fracasaron. Algunos
fueron algo estrafalarios y entretenidos sobre todo para la prensa extranjera
(como un programa de literatura que proveía a los oficiales un nuevo libro al
mes —principalmente los clásicos, todos de lectura obligatoria— y premiaba a
los oficiales que escribieran sus propias obras). Pero algunos sí funcionaron.
Amador tuvo la libertad de
experimentar —y lo que logró con esos experimentos se mantuvo—, porque el
gobierno de Neza tampoco es normal. Se ha separado de una parte del Estado que
para la politóloga Joy Langston es el punto clave de los fracasos en México: su
sistema partidista.
Neza invirtió el modelo de
Monterrey: en lugar de establecer una fuerza policial independiente y
apropiarse del sistema político, Neza estableció un sistema político
independiente y se apropió de la policía.
Los partidos de la clase
gobernante de México son más que partidos; son el Estado. Quienes son leales,
cuenten o no con la capacitación para ser servidores públicos, son quienes
dirigen las instituciones. Los funcionarios tienen poco campo de acción y pocos
incentivos para investigar la corrupción que podría implicar a miembros del
mismo partido. La mayoría cambian de cargo tras algunos años, lo cual frena los
pocos avances que se puedan llegar a dar.
Aunque Neza es dirigido por
un partido de izquierda, el PRD, existe fuera de este sistema. Sus líderes
parecen tener el campo de acción para limpiar a las instituciones locales y
retirar a las autoridades estatales, del partido PRI, que también controla el
gobierno federal.
Amador está haciendo ambas
cosas. Despidió a uno de cada ocho oficiales y cambió a todos los comandantes.
Reorganizó las asignaciones para interrumpir las redes de clientelismo. Los que
se quedaron enfrentan un escrutinio constante. Cada patrulla está equipada con
una unidad de GPS rastreada por decenas de oficiales de asuntos internos.
A la policía estatal se le
trata como a los invasores extranjeros. Los líderes de Neza creen que los
funcionarios estatales están socavando en silencio sus esfuerzos en una apuesta
por recuperar el poder en el municipio, que en 1997 fue de los primeros en
quedar fuera del control del PRI en el bastión de esta fuerza política.
Oficiales revisan las cámaras en el
centro de comando C-4 de Neza. Credit Brett Gundlock para The New York Times
La secesión burocrática de
Neza permitió a Amador repensar la fuerza de las autoridades según cómo se les
veía. Sabía que la corrupción y la delincuencia siempre pagarían más que lo que
él podría dar. Así que ofrecería algo más valioso que el dinero: una identidad
cívica orgullosa.
Los concursos de ensayo, las
ligas deportivas y las becas son parte de un mensaje impulsado con ese fin, que
cultiva una cultura que podría percibirse como un culto. Se entregan premios
con frecuencia —a menudo con ceremonias públicas y que siempre implican un poco
de dinero— y por logros que podrían pensarse pequeños.
“Tenemos que convencer al
oficial de policía de que puede ser un tipo distinto de policía, pero también
al ciudadano de que tiene a una policía distinta”, argumentó Amador.
Yazmín Quiroz, residente de
Neza de toda la vida, comentó que trabajar con los policías, a quienes conoce
por nombre, conllevó un sentimiento de comunidad. “Estamos unidos, lo cual no
había ocurrido antes”, dijo. “Por fin nos estamos hablando los unos a los
otros”.
Sin embargo, las ganancias de
Neza podrían esfumarse, advirtió Amador, si la delincuencia en las áreas
colindantes continúa aumentando o si la alcaldía cambia de partido. Su
experimento ha mantenido a las pandillas del narcotráfico y al Estado mexicano
a raya, pero podría no resolver ninguno de esos problemas mayores. Comparó a
Neza con el Imperio bizantino: atrapado entre otros enormes imperios durante
siglos antes de sucumbir en la historia.
“La pregunta es”, dijo,
“¿cuánto tiempo podremos sostenerlo?”.
Dalia Martínez reportó desde
Tancítaro, y Max Fisher y Amanda Taub lo hicieron desde Monterrey y Ciudad
Nezahualcóyotl. Arturo Aguilar colaboró con este reportaje desde Monterrey y
Ciudad Nezahualcóyotl.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/MAX FISHER , AMANDA TAUB
Y DALIA MARTÍNE/ 8 DE ENERO DE 2018)
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