Orificios
que no sangran ¿Será cierto eso de que en este lugar puede haber enterrados
restos humanos como en Patrocinio, como en Santa Elena, como en Gurza, como en
Estación Claudio?
CAMPO DE TIRO 'SECRETO'
LA POLICÍA NO DABA COLOR
En San Buena no entendían cómo si todos sabían de la
existencia de “La escuela”, por el estallido de los plomazos, la policía no
actuaba.
LA REGLA DE 'SANBUENA'
“No te metas con nadie, no le digas a nadie nada, porque
no sabes con quién estás hablando”.
'SORDEADO'
Los sambonenses dicen 'sordeado' para entender lo
oculto, lo oscuro, lo que, como este campo de tiro, no sale en los periódicos.
A
las afueras de San Buenaventura, Coahuila, hay un predio solitario con bardas de block,
rafagueadas todas con ametralladora, al que la gente de acá ha bautizado con el
nombre de “La escuela”.
Algunos
dicen que porque todavía hace unos tres
años, este sitio era usado por los Zetas, el cártel más peligroso y sanguinario
de los últimos tiempos, para practicar el tiro al blanco.
Pero
otros, los menos optimistas, creen que éste era un lugar de ajusticiamientos y
que por eso, especulan, ha de haber enterrados aquí muchos cadáveres de
personas que fueron levantadas, secuestradas, asesinadas y después
desaparecidas de la faz de la tierra, en los días en los que la delincuencia
anduvo recio por estos lares.
Era
la época en la que en San Buena los malandros hacían lo que querían, sin que
nadie les dijera nada.
Desde
entonces la gente del pueblo evita pasar por este lugar, nadie va para allá.
Ninguno
se atreve a arrimarse ni asomar la nariz por equivocación.
El
miedo aún se palpa, se huele en las calles de San Buena y sus alrededores, como
si fuera un personaje urbano más, como si fuera parte del mobiliario citadino.
La
gente del pueblo habla poco cuando le pregunto por este campo de tiro
clandestino de los Zetas, con apariencia de corral o establo de vacas lecharas.
Dice
no saber nada o que “que pa qué chingaos, oiga” o “está cabrón, amigo”.
Porque
en San Buena, dicen los que saben, todavía quedan algunos zetas, “pero se
manejan muy sordeado”, “es más sordeada la cosa”, “sus movimientos son más
sordeados”.
“Sordeado”,
dicen los sambonenses, como para dar a entender lo oculto, lo secreto, lo
encubierto, lo oscuro.
Con
todo y que los registros de la policía municipal hablan de puros rateros o
delincuentes de baja estofa, que todos los días hacen de las suyas en San Buena
y puntos circunvecinos.
Desconfianza
A pesar de que los habitantes se enteraban de lo que sucedía en el pueblo,
preferían no comentarlo.
Tenías temor de salir a los ranchos a visitar
un familiar porque te paraban, te quitaban la troca, el dinero, te podían
quitar la señora, el hijo. Decías tú: ‘mejor no salgo’”.
JOSÉ
INÉS ROMO TORRES, REGIDOR DE SEGURIDAD PÚBLICA.
“Yo
no vi. Se oía. La gente te cuenta por ahí, ‘está una balacera para allá,
bruta’, que era donde decían que (los Zetas) se ponían a practicar”, dice José
Inés Romo Torres, regidor de la Comisión de Seguridad Pública de San
Buenaventura y uno de los pocos en el pueblo que ha aceptado platicar conmigo.
Aquí
la gente de todo se entera, pero no habla.
Se
entera uno y ese uno le dice a otro y ese a otro y ese a otro y ese a otro y
así.
Pero
en San Buena son desconfiados, desconfían de los forasteros que se acercan a
preguntarles cualquier cosa.
Así
son las reglas, el protocolo de seguridad en San Buenaventura: “no te metas con
nadie, no le digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás hablando”.
“No
vayan a ser ustedes de esos y entonces sí…”, me dijo don Gilberto Sandoval, un
ejidatario de Santa Gertrudis, municipio de San Buena, la tarde que fui a
buscarlo a su casa para que me contara sobe los estragos que hicieron los Zetas
en aquella región.
Sólo
hasta que le enseñé mi carné del periódico se quedó tranquilo.
Antes
de ir a San Buena, y durante los días que estuve allá, le pedí a varios de mis
contactos que nos llevaran a conocer “La escuela”, pero nadie quiso.
“El otro día andábamos allá, cortando
leña, y me dicen ‘vámonos, porque aquí hay chingos de casquillos tirados’.
Donde quiera te hallas casquillos”,
me contará Inés Romo, el regidor de la Comisión de Seguridad, una mañana que lo
entrevisto en su oficina del Ayuntamiento.
El
horror. Algunos habitantes de San Buena creen que este sitio era usado por los
Zetas para practicar el tiro al blanco. Otros, que ahí ajusticiaban y
enterraban cadáveres.
Cuando
entendí que teníamos que ir a “La escuela” solos, el fotógrafo y yo, sentí
temor y un hormigueo incesante corriéndome por todo el cuerpo. Eran mis
nervios.
“Todavía
andan allá”, me había dicho, refiriéndose a los Zetas, uno de nuestros
informantes, cuando le rogué que hiciera de guía, que nos acompañara, y se
negó.
El
mapa de la ruta de “La escuela”, es un desbarajuste.
Para
llegar allá hay que primero salir de día, y en coche, de San Buenaventura al
norte por la calle de Juárez, desde el centro.
Tomar
la salida al pueblo de Hermanas, municipio de Escobedo.
Doblar
a la izquierda, a la altura de la calle José María Pino Suarez y la gasolinera.
Internarse
en una brecha de terracería hasta cruzar el camino que conecta la salida a
Hermanas con la carretera a San Blas.
Pasar
un anuncio grande de obras de drenaje del Gobierno estatal.
Y
seguirse de largo por la trocha, bordeada de ranchos y de breña, hasta topar
con un predio bardeado de block, en medio de la nada.
Ahí
es “La escuela”.
Hace
ya algunos meses que alguien, voy a decir que “alguien” para evitar irme de la
lengua, me contó sobre este sitio perdido en el desierto y a mí me entró la
curiosidad de conocerlo, saber si existía, dónde estaba.
Y
ahora que estoy aquí, todo lo que quiero es salir corriendo, temeroso de
encontrarme con algo o alguien indeseable: un zeta bien amorterado, una
osamenta, qué sé yo.
La
respuesta. “Los policías estaban con los malos. Aparte de recibir su sueldo,
ellos les daban un salario”, me dijo una habitante de San Buena.
Acá,
el sol calcinando hasta los huesos, todo es silencio, sólo se escucha, de vez
en vez, el canto de las chicharras del mediodía y el ruido metálico, como de
muchas máquinas, que hace el molino de piedra situado en las faldas de un cerro
pelón y parduzco.
Me
quedo un rato contemplando “La escuela” que es este predio con bardas de block
agujereadas, acribilladas con fusiles de asalto, según parece; disparadas, dice
la gente de San Buena que, por los Zetas.
“La
escuela” es un cuadrado de aproximadamente 32 metros por 32 metros, con varios
huecos o entradas a lo largo de su perímetro y dos zanjas a sus costados, que
miden seis metros de ancho, aproximadamente, y unos tres de profundidad.
A
mí no me consta, pero en San Buena circula, de boca en boca, el rumor de que
los Zetas contrataron a un lugareño, dueño de maquinaria pesada, para que
hiciera estas fosas.
No
encontré en el pueblo quién confirmara o refutara esta versión, la gente no
suelta sopa: “no te metas con nadie, no le digas a nadie nada, porque no sabes
con quién estás hablando”.
Afuera
de las zanjas se ven todavía los cerros y cerros de tierra que una mano de
chango sacó del subsuelo.
Recorremos
por fuera la construcción, rodeada de matorrales, de silencio, de nada.
Ni
un cristiano se ve por aquí ni un animal de campo siquiera, sólo dos gusanos
negros, de esos que llaman milpiés, uno enroscado en la tierra, el otro
reptando por el muro de “La escuela”.
Miro
los milpiés y me dan ñáñaras.
Recuerdo
que cuando entramos en la brecha de 3.6 kilómetros que separara a San Buena de
este campo de tiro subrepticio, tampoco vimos a nadie. Ningún mueble, ningún
burro, ninguna liebre, ningún coyote, ningún correcaminos, ningún perro. Esa
fauna que suele encontrarse uno por el monte. Nadie.
A
“La escuela” nadie viene, nadie se atreve a arrimarse ni asomar la nariz por
equivocación.
Temor.
“Veía uno que andaban las gentes esas por la plaza y pensaba ‘que Dios te
bendiga y a mí que no me olvide’”, me dijo un bolero.
A
lo largo de la barda, boquetes y más boquetes de bala, abiertos con armas de
alto poder.
Si
eso hicieron las balas sobre el block, que no harán en un cuerpo humano,
reflexiono y siento escalofríos.
Un
taxista de San Buena me contó que en los días de la llamada guerra contra el
narco, a los Zetas les gustaba pasearse por el pueblo en sus trocas último
modelo, enseñando sus armas de grueso calibre sin que nadie les dijera nada.
En
uno de los lados externos de la
construcción, justo entre la zanja y la pared de block, hay un aljibe
subterráneo, rectangular y de varios metros de profundidad.
Me pregunto: ¿quién carajos mandaría, y
para qué, levantar este corralón con aspecto de granja o establo de vacas?
En
San Buena nadie lo sabe, pero dicen que es inverosímil que lo haya construido
la mafia.
Sólo
me cuentan que durante la época de la peor violencia en el pueblo, los Zetas se
dedicaron a despojar de sus propiedades a medio mundo.
“Tenías
temor de salir a los ranchos a visitar un familiar porque te paraban, te
quitaban la troca, el dinero, te podían quitar la señora, el hijo. Decías tú:
‘mejor no salgo’, la gente estaba muy temerosa”, me dijo José Inés Romo Torres,
el regidor de Seguridad Pública.
Entonces
los Zetas eran los amos y señores de las calles de San Buena que iban hechos la
fregada en sus muebles del año sin placas, atravesándose al paso de quien fuera
sin que nadie les dijera nada.
“Les
valía, no podías decirles tú ‘eh, fíjate’, porque a lo mejor te balaceaban.
Entonces tenías que aguantar si te rebasaban o te decían ‘quítate a la
chingada, quítate’, no podías decirles ‘¿qué, güey?, ¿qué traes?’, o ‘bájate’,
te tronaban. No salías a pistiar en la noche ni nada, porque era un pedo aquí”,
me contó el regidor.
Pero
eso no salió en los periódicos.
Rumores.
Se dice que los Zetas contrataron a un lugareño para que hiciera esas fosas. No
se pudo encontrar aun sambonense que pudiera confirmar o refutar esta versión.
“Ya
decían ‘mataron a julano’ o ‘hubo una balacera en tal parte’, y así. Los miraba
uno con las… (armas) que las traiban en la mano, iban caminando con ellas”.
Gilberto
Sandoval, ejidatario de Santa Gertrudis.
En
los ejidos de San Buena, como Santa Gertrudis y San Blas, los campesinos
cuentan historias tremebundas sobre muertos, desaparecidos, despojados y
desplazados por los Zetas.
“Ya
decían ‘mataron a julano’ o ‘hubo una
balacera en tal parte’, y así. Los miraba uno con las… (armas) que las traiban en la mano, iban
caminando con ellas”, narra don Gilberto Sandoval, ejidatario de Santa
Gertrudis, una tarde que sudamos a chorros bajo el portal de su casa.
La
mayoría en Santa Gertrudis es gente que vive y trabaja en Estados Unidos (lo
noté en el estilo americano de las casas, el día que pasé por esta
congregación), pero seguido viene a visitar el pueblo.
Con
esto de la violencia, los paisanos se han ido retirando y ya regresan poco,
porque han agarrado miedo.
De
vuelta en “La escuela”, maleza crecida, polvo y regados o enterrados entre el
polvo, cartuchos percutidos calibre .223, que, después sabré por un amigo
reportero veterano de la policiaca, son como los que escupen los rifles AR–15 o
las metralletas Uzi.
Un
vecino de San Buena, dueño de un rancho cercano a “La escuela”, me platicó del
miedo que pasaba todas las tardes, cuando escuchaba el estruendo de las
balaceras proveniente del campo de tiro de los Zetas.
Una
verdadera “Fiesta de las balas”, como el capítulo del libro de “El águila y la
serpiente”, de Martín Luis Guzmán.
“A
estas horas estaba el tiroteo cabrón de ametralladoras: pa-pa-pa. Yo no me
arrimaba allá, ¿a qué chingaos te arrimas? Por andar de mirón, cabrón…”, me
dijo el hombre un día que lo entrevisté en su solar, rumbo al ocaso.
Tiroteos.
Los vecinos del rancho platican que todas las tardes se escuchaba el estruendo
de las balaceras.
En
San Buena no entendían cómo si todos sabían de la existencia de “La escuela”,
de este campo de tiro “secreto”, por el estallido de los plomazos, la policía
no daba color.
La
respuesta llegó un día en que, ante la vista del pueblo, un convoy de soldados
irrumpió en la alcaldía para llevarse a un grupo de municipales.
“Los
policías estaban con los malos. Aparte de recibir su sueldo, ellos les daban un
salario”, me dijo una habitante de San Buena que prefirió no revelar su
identidad.
Camino
con sigilo escudriñando el predio.
De
pronto me sale al paso un saltamontes, otro y otro, chingos de saltamontes.
Los
restos de una camisa descolorida aquí, un tenis Converse blanco allá, el par
más allá.
Los
Converse no parecen tan viejos.
Alrededor,
paredes heridas por las balas, orificios que no sangran.
¿Será
cierto eso de que en este lugar puede haber enterrados restos humanos como en
Patrocinio, como en Santa Elena, como en Gurza, como en Estación Claudio?, ¿o
acaso es pura leyenda urbana, chismes, habladurías de la gente?, ¿quién puede
saberlo?
En
San Buena hubo matazón.
“Se
oía decir que los malandros iban a tirar los cuerpos de sus víctimas en las
brechas que llevan a las rancherías cercanas al pueblo, pero…”
Heridas.
Alrededor del predio, paredes agujereadas por las balas de fusiles de asalto.
Me
confío otra tarde sentada en una mecedora del porche de su casa, una joven
señora que vive por las calles de Hidalgo y Viesca, en el centro, el sitio
donde los Zetas se apoderaron de tres mansiones, casi una manzana, y
establecieron ahí su cuartel con circuito cerrado de televisión y sistema para
espiar llamadas.
Los
Zetas tenían su guarida en pleno centro de San Buena, muy cerca de un parque y
una escuela, y nadie les decía nada.
—¿Cuántos eran?
—Muchísimos,
pero por lo regular siempre llegaban en la noche, en camionetas ¿El barrio?,
todo asustado, porque ahí estaban, entraban y salían y se oían los gritos de
las personas donde las torturaban. Mucha gente se fue de aquí.
La
gente del pueblo susurra anécdotas que hablan de asesinatos cometidos con saña
por los Zetas, en contra de sambonenses de apellidos sonoros o de personas que
se metieron a la “maña”, vino el Ejército y se las llevó.
Pero
eso no salió en los periódicos.
Guarida.
Los Zetas tenían su cuartel en pleno centro de San Buenaventura, muy cerca de
un parque y una escuela, y nadie les decía nada.
Hasta
que un mediodía llegó una expedición de marinos a reventar el cuartel de los
Zetas, que una noche antes habían escapado después que alguien les diera el
pitazo.
Eran
los años en los que la delincuencia anduvo desatada en San Buenaventura y las
palabras “levantón”, “malandro”, “balacera”, “arma”, “halcón” se hicieron parte
del vocabulario cotidiano de los lugareños, aun de las zonas rurales.
“Aquí
tenían un halcón, aquí venían y lo dejaban y lo relevaban. Un halconcillo que
estaba al pendiente de día y de noche”, me platicó un aldeano del ejido Santa
Gertrudis, municipio de San Buena, al que una tarde bochornosa encontré en su solar
partiendo elotes con las manos.
Los
sambonenses recuerdan que siempre veían en la plaza principal a varios
halcones, niños de entre 15 y 16 años, vigilando, escuchando y alertando a sus
patrones sobre el paso de caravanas militares por el pueblo.
“Yo no vi. Se oía. La gente te cuenta por ahí,
‘está una balacera para allá, bruta’, que era donde decían que (los Zetas) se
ponían a practicar”.
José
Inés Romo Torres, Regidor de Seguridad Pública.
La flora de 'la escuela' Maleza crecida, polvo y cartuchos percutidos calibre .223, como los que escupen los rifles AR-15 o las metralletas Uzi.
Los
miraban con sus radios afuera del Oxxo o en las esquinas y nadie decía nada.
“No
te metas con nadie, no le digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás
hablando”.
La
mañana que me pasé entrevistando a los habitantes de la plaza principal de San
Buena, un bolero anónimo me contó de una memorable balacera, a plena luz, que
hizo que los visitantes que descansaban en las bancas bajo la sombra de los
árboles se tiraran pecho a tierra, más por instinto de conservación que por
estar entrenados para un narcoataque.
En
San Buenaventura, un municipio de 24 mil 410 habitantes, gente hospitalaria,
tranquila, obsequiosa, nunca habían presenciado algo así.
Se
oían los balazos donde quiera y en San Buena no estaban impuestos a eso.
“Estuvo
muy feo en aquellos años. Veía uno que andaban las gentes esas por la plaza y
pensaba ‘que Dios te bendiga y a mí que no me olvide’”, me dijo el bolero.
Al
fondo del predio veo un montículo de tierra, qué sinsentido, pienso, y luego un
cuarto más chico con preparación para baño.
En
eso el fotógrafo me señala a lo lejos, en lo profundo del monte, una casa
abandonada con un papalote de esos que se usan para sacar agua de los pozos por
medio de la fuerza del viento.
Silencio.
Hace tres años, los sambonenses no salían a asomarse ni por error.
Se
me figura que alguien aparece de repente y nos echa en corrida.
De
regreso por la brecha de polvo blanco como talco y arbustos a las orillas,
pasamos por varias casas estilo campestre, con cercas de malla ciclónica,
árboles, palapas.
Paramos
en algunos de estos ranchos.
La
mujer, piel tatemada por el sol, que está tomando el fresco en el quicio de su
puerta, dirá que no sabe nada cuando le pregunto por el predio de bardas
baleadas que dejamos atrás.
El
hombre sin camisa que me invita a pasar a su casa para sacudirme los 40 grados
de calor a la sombra de su huizache dirá que alguien, no recuerda quién, le
contó que en aquel monte se armaban las balaceras en grande, pero él no sabe,
no estaba aquí, llegó hace poco.
Y
el señor de playera de tirantes y gorra que se acerca cauteloso cuando lo llamo
desde la puerta de su finca dirá que “no, mi amigo”, que no sabría qué decirme
sobre el campo de tiro clandestino de los Zetas.
A
mí se me viene a la cabeza la regla favorita de los sambonenses:
“No
te metas con nadie, no le digas a nadie nada, porque no sabes con quién estás
hablando”.
(VANGUARDIA/ / Sábado, Junio 24, 2017 -
21:25)
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