Sergio vio morir a su padre a
machetazos. Luego a un niño y un taxista en una balacera. Fue amenazado de
muerte y huyó de Honduras. Con el tiempo trajo a su esposa Lourdes y a sus
hijos a México. Ahora viven y trabajan en Saltillo, la primera ciudad de México
que ofrece un refugio a los centroamericanos.
SALTILLO
Segunda oportunidad. Sergio y su familia
son unos refugiados que viven en Saltillo luego de haber escapado de la
violencia en Honduras.
HUIR Y MIGRAR NO SON LO MISMO
MUERTE EN HONDURAS
Con 112.09 homicidios por
cada 100 mil habitantes, San Pedro Sula, en Honduras, era hasta 2016 la tercera
ciudad más violenta del mundo.
LOS DESPLAZADOS
Sergio se convirtió en uno de
los 140 mil centroamericanos que cada
año son escupidos de sus países por la ola de violencia de las maras.
LA TRAVESÍA
En Guatemala la policía asalta igual que
la delincuencia organizada y los ladrones comunes en la frontera sur de México.
Por: Jesús Peña
Fotos de Luis Castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Edgar de la Garza
Sergio, por haber visto una
masacre, tuvo que salir huyendo con su familia de Honduras, su pueblo.
Él iba por una calle de San
Pedro Sula en busca de sus dos hijos pequeños que se hallaban: uno en su clase
de piano, el otro en casa de una tía, cuando se oyó la tirazón.
Entonces Sergio miró en el
suelo a un niño baleado, muerto, y a un hombre taxista con el cuerpo cosido a
plomazos.
Así se las gasta la violencia
en Honduras y Sergio lo sabía.
Con 112.09 homicidios por
cada 100 mil habitantes, San Pedro Sula, en Honduras, era hasta 2016 la tercera
ciudad más violenta del mundo.
Sólo que Sergio tuvo la mala
suerte de toparse de frente con uno de los pandilleros que habían hecho aquella
carnicería.
Era un marero de la 18,
conocido en el barrio de Sergio y conocido de Sergio, por ser su cliente del
negocio de corte de cabello que tenía allá en San Pedro.
Hacía tiempo que Sergio no lo
miraba, desde que el pandillero había huido de la colonia, que era territorio
de la MS, al barrio de la 18.
El marero lo vio, Sergio lo
vio, se miraron, se reconocieron.
El pandillero tenía el rostro
como endiablado, así le dicen los catrachos, endiablado.
Se suponía que estaba
encerrado en una prisión de Honduras y Sergio lo sabía, pero sabía también que,
como en México, los delincuentes pueden entrar y salir de las cárceles de
Honduras a hacer masacres.
La tarde que fue a recoger a
sus hijos, Sergio cometió la imprudencia de irse por uno de los sectores más
oscuros de San Pedro, no por la falta de luz, sino por lo peligroso, y le tocó
la balacera.
SU NACIONALIDAD
La mayoría de las familias provienen 50 por
ciento de Honduras y el resto de El Salvador.
Futuro. Lourdes se negaba a
que sus cinco hijos crecieran en un ambiente de tanta maldad, por lo que
decidió salir de Honduras.
Fue cuando vio al niño y al
taxista, botados en el pavimento, ensangrentados y al marero aquel, acechando
desde la calle.
En Honduras la gente ya está
acostumbrada a ver muertos tirados en las calles.
Unos pasan, miran, lloran, se
asustan, se asombran; otros cotorrean con los cadáveres, sin compasión.
Días después a Sergio le
cayeron unas llamadas muy extrañas en su teléfono: eran de supuestos clientes o
compañeros de trabajo que pedían verlo, que lo citaban en alguna esquina de San
Pedro y le exigían ir.
Sergio tuvo miedo y decidió
escapar de Honduras y enrumbar su destino, su vida hacia el norte, hacia
México.
Involuntariamente Sergio se
había convertido en uno de los 140 mil
centroamericanos que cada año son vomitados y escupidos de sus países
por la ola de violencia de las maras, aunada a la falta de políticas de
desarrollo de los gobiernos.
No le quedaba otra, la única
era irse de Honduras.
Si había alguien en el barrio
que sabía lo sanguinario de las maras era él.
Lo había vivido en carne
propia.
Víctimas. Lourdes recuerda
que siempre que ocurría algo malo, la gente de Tenosique, Tabasco, se lo
achacaba a los catrachos: “fueron los hondureños".
Sergio, originario de
Villanueva Cortés, Honduras, tenía apenas 12 años cuando vio cómo un pandillero
del Barrio 18 descuartizaba a su padre, un hombre trabajador, a machetazo
limpio, una noche en el corral de su casa, todo por una bicicleta.
El marero aquel le había
robado esa bicicleta a plena luz del día y el papá de Sergio lo denunció, sin
pensar que al firmar aquella denuncia estaba firmando también su sentencia de
muerte.
Eran como las 12:00 de la
noche. El pandillero llegó a la casa y le gritó al papá de Sergio que venía a
asesinarlo, lo llamó desde afuera, “vengo a matarte”, y lo insultó, le dijo de
groserías y “sal afuera”.
El papá de Sergio salió por
la parte trasera. Cuando vio el machete y que iba encima de él, corrió a
refugiarse, pero no pudo porque el marero lo alcanzó y le pegó un machetazo en
la espalda y parte de la cabeza que lo hizo caer al suelo y ahí el marero lo asesinó.
Sergio y su madre vieron todo
y alcanzaron a escuchar los últimos quejidos de su padre.
La imagen de la sangre,
saliendo a borbotones del cuerpo hecho pedazos de su papá, se le quedó a Sergio
grabada en la retina, en la mente, en el corazón, de manera indeleble.
El vándalo aquel era nada
menos que un tío de Sergio, hermano de su madre, cuñado de su papá.
En Honduras la muerte llega
muchas veces desde la propia familia.
Sergio lo cuenta y llora.
LOS REFUGIADOS
Recuerdo. A los 12 años,
Sergio vio cómo un pandillero del Barrio 18 descuartizaba a su padre, un hombre
trabajador, a machetazo limpio, una noche en el corral de su casa, todo por una
bicicleta.
La plática con Sergio y
Lourdes, su mujer (que no se llaman así, pero que ellos mismos han escogido
estos nombres para evitar ser identificados por sus perseguidores), es en su
departamento de alquiler de un edifico en Saltillo, cuya ubicación omitiré
porque así fue el trato.
Hace unas semanas que Sergio
y los suyos llegaron aquí, después que fueron aprobados para participar en el
proyecto de Integración Local de Personas Refugiadas, impulsado por la Agencia
de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
La de Sergio es una de las 10
familias seleccionadas, luego de un estudio, en este programa que pretende
incorporar social y económicamente a personas del triángulo norte de
Centroamérica (El Salvador, Honduras, Guatemala) que están huyendo de la
violencia.
Siendo Saltillo la única
ciudad de todo el país en la que se está llevando este proyecto, dada su oferta
laboral, su calidad de vida y su seguridad, de acuerdo con el estudio “Las
ciudades más habitables de México 2016”, realizado por el Gabinete de
Comunicación Estratégica y el Instituto Mexicano para la Competitividad.
“Es un proyecto que surgió
como un pilotaje a partir de agosto del año pasado, como una intención del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados de ofrecer soluciones
duraderas a personas que ya han sido reconocidas como refugiadas. Una solución
duradera es ofrecer a estas personas una opción para poner fin a su
desplazamiento y darles alternativas para ser autosuficientes y poder
integrarse a un entorno seguro y a una comunidad”, me explica una mañana en su
oficina Ana Lorena Galindo Cepeda, enlace de la Acnur en Saltillo.
Esto es que Acnur los trae
aquí, les ayuda a buscar vivienda, empleo para los padres, escuela para los
niños y otorga a la familia apoyo económico por única ocasión para el pago de
renta y alimentos, higiene y transporte.
Luego la agencia hace un
seguimiento o acompañamiento de las familias durante un año, con llamadas
telefónicas y visitas domiciliarias, una vez al mes, para supervisar cómo va el
proceso de integración de los refugiados a su nuevo entorno y dotarles de
nuevas alternativas en el camino.
Desde entonces Sergio y su
familia son unos refugiados hondureños que viven en Saltillo.
El día que, por miedo a las
represalias de aquel marero, Sergio decidió, más que migrar, huir de Honduras,
lo hizo solo y con la promesa de que volvería pronto por los suyos.
Sus hermanos lo despidieron
con queque, así le llaman al pastel en Honduras, y al final lo abrazaron.
45 Refugiados hay actualmente participando en este
proyecto.
22
Son niños.
23
Son adultos.
10
Familias son en total.
Son personas que vienen a trabajar, no vienen
a vivir del asistencialismo ni de pedir ni estar a la espera de que alguien les
solucione la vida. Los refugiados tienen mucho que aportar”.
ANA LORENA GALINDO CEPEDA, ENLACE DE LA
ACNUR EN SALTILLO.
Durante su travesía de tres
días rumbo a México en varios autobuses,
Sergio se encontró con lo que todos los migrantes ya saben: que en Guatemala la
policía asalta igual que la delincuencia organizada y los ladrones comunes en
la frontera sur de México, sólo que con placa y uniforme.
Haciéndose pasar por agentes
migratorios, los policías de Guatemala detuvieron el ómnibus donde venía
Sergio, junto con otros migrantes, al menos en tres delegaciones, exigiendo el
pago de cuotas a los viajantes que no presentaran sus documentos del país.
En eso los gendarmes chapines
siempre van a la segura, porque saben que la mayoría de a quienes revisarán son
personas que vienen huyendo de otras naciones centroamericanas y carecen de
documentos guatemaltecos.
Ésta es la corrupción que
reina en el triángulo norte de Centroamérica y el contorno sur de México.
Cuando Sergio llegó a
Tenosique, Tabasco, frontera con Guatemala, respiró.
Atrás había dejado el
recuerdo de su encuentro con aquel marero, su rostro endiablado y sus ojos
acechantes, después de la masacre.
Sin conocer a nadie,
consiguió establecerse en este municipio donde, según el libro “Los Migrantes
que no importan”, del periodista salvadoreño Óscar Martínez, abundan los
burdeles con niñas y mujeres centroamericanas que son forzadas a la prostitución; los secuestros y
asesinatos de los Zetas sobre los migrantes; y ese calor húmedo y pegajoso a 43
grados, muy parecido al de San Pedro Sula.
Rentó un cuarto donde vivir y
trabajó en una estética y en una florería a la vez.
Puntualmente mandaba dinero a
su esposa y a sus hijos en Honduras y todo marchaba perfecto.
Apoyo. La de Sergio es una de
las 10 familias beneficiadas por el programa que busca incorporar social y
económicamente a personas de Centroamérica que huyen de la violencia.
Sergio pensaba que, por fin,
había burlado al fantasma del asesinato callejero del que había sido testigo y
que tantos días lo había perseguido.
Pero el fantasma de la
violencia volvió a aparecer en su vida un día que Sergio estaba saludando por
Facebook a uno de sus hijos, el mayor, de secundaria, y éste le soltó una mala
noticia:
Un grupo de pandilleros había
entrado hasta un salón de clase de la escuela, con armas de alto calibre, y se
había llevado a un chaval a la fuerza.
Entonces el hijo de Sergio,
lo mismo que otros güirros, dejó de ir a la secundaria y eso lo tenía mal, con
miedo.
Es parte de los códigos de
las maras hondureñas que dictan que los güirros no deben asistir a las escuelas
del barrio donde manda la pandilla rival, porque automáticamente serán tomados
por banderines, lo que en México conocemos como halcones, orejas, vigías.
En Honduras es cotidiano que
sucedan estas cosas.
Hacía tiempo que la familia
de Sergio vivía en el sector MS, mientras que la secundaria donde estudiaba su
hijo quedaba en territorio de la pandilla 18.
Sólo que aquella vez los
padres se quedaron petrificados cuando empezaron a mirar que los vándalos dejaban
en las puertas de las escuelas de sus respectivos barrios rótulos con mensajes
que decían: “si usted no quiere ver muerto a su hijo, sáquelo”.
Tenía apenas ocho días de
haber llegado a Tenosique y Sergio estaba preocupado.
SUS HISTORIAS
Se trata de personas que
vienen huyendo de una violencia (amenazas de muerte, abuso sexual, extorsión)
generalizada en el triángulo norte de Centroamérica por las pandillas y grupos
delictivos que tienen el control de las comunidades y el reclutamiento forzado
de niños, niñas y adolescentes para la comisión de delitos.
Integración La agencia hace
un seguimiento o acompañamiento de las familias durante un año, con llamadas
telefónicas y visitas domiciliarias, una vez al mes, para supervisar cómo va el
proceso de integración de los refugiados a su nuevo entorno.
La verdad es que la ciudad les ha significado
una oportunidad para pensar ya en un plan de vida y poder integrarse a
Saltillo. Exhortamos a la comunidad a desestigmatizar este tema”.
ANA LORENA GALINDO CEPEDA, ENLACE DE LA
ACNUR EN SALTILLO
No pudo evitar acodarse de su
padre hecho pedazos sobre una mesa y de los forenses costurándolo antes de
meterlo en el ataúd.
Sergio había enfermado de
odio, andaba enojado con el mundo, quería ir a la prisión donde estaba
encerrado su tío, el asesino de su padre, y cobrarse.
Se fue de casa, pasó 14 años
vagando en las calles, vendiendo helados en carretera, lentes de sol, relojes y
ropa interior para mantenerse.
Cuando no vendía se ponía a
mendigar bocados en las ventas de comida.
Unos le daban, otros lo
corrían.
“Deje de molestar que estamos
comiendo tranquilos, vete”, “ándate, sigue trabajado”.
Hasta que una vez escuchó
desde adentro una voz que le dijo “ya no sufras más, quítate la vida”, y quiso
matarse: una vez colgándose de una sábana; la otra, dándose de puyones con una
navaja.
Algo, quizá una fuerza
sobrenatural, celestial, divina, lo contuvo y el tiempo, que todo lo cura, se
encargó de sanarlo.
Años después de andar
vendiendo en las calles, Sergio consiguió graduarse de maestro de primaria, con
especialidad en Pedagogía y Psicología General.
Justo cuando trabajaba en un
instituto hondureño dedicado al rescate
de jóvenes en riesgo social, vino lo de la masacre que lo obligó a huir de su
país.
Narra Sergio una de esas
tardes que ha llegado de su trabajo, como operador general en una fábrica de
electrodomésticos en Ramos Arizpe.
El empleo que le consiguió la
Acnur.
Después de darle vueltas y
vueltas en la cabeza por varios meses, decidió que tenía que volver a Honduras
para rescatar a su mujer y a sus hijos de la violencia y traerlos con él a
México.
Antes lo platicó vía Facebook
con Lourdes.
Le costó convencerla.
Ella no quería abandonar a su
padre viudo de 82 años, que vive en Santa Rosa de Copán, un pueblo cafetalero
de Honduras.
Recuerdo que una de esas
tardes que visité a Lourdes en su nuevo hogar de Saltillo la encontré enferma.
Dijo que le dolía la cabeza y
la espalda y andaba como desesperada, con los nervios reventados de estar
pensando en su papá.
Y VIENE MÁS...
La Acnur tiene programado que
para agosto próximo lleguen a Saltillo otras 10 familias de refugiados.
“A veces pienso que no lo voy
a volver a ver. Yo si pudiera traer a mi papá, sería feliz”, me dijo, el rostro
desencajado.
Pero también pensaba en el
futuro que les esperaba en Honduras a sus cinco hijos varones.
Y se negaba a aceptar que
crecieran en ese ámbito de tanta maldad.
Hubo un tiempo en San Pedro
Sula que chavalos hasta de 10 años eran reclutados a la fuerza por las maras
para entrenarlos como banderines (halcones) y sicarios.
Y era común ver que muchos de
aquellos cipotes aparecieran en las calles, masacrados.
Una de esas tardes que lo
visité en su apartamento, Sergio me contó de un paisano suyo,
compañero de trabajo en la
planta de electrodomésticos de Ramos Arizpe, que la noche anterior había
recibido una llamada de un familiar en Honduras diciéndole que su sobrino, un
estudiante de último grado de secundaria, había sido muerto por la mara 18,
luego de que se negó a ingresar a la pandilla.
“Llegaron como a las 12:00 de
la noche a tocarle a la mamá y le dijeron ‘vengo a decirle que no le vamos a
entregar a su hijo, porque él se rehusó a entrar a la pandilla y no haga mucho escándalo, porque los vamos a
venir a matar a todos ustedes. Lo tenemos bien enterradito a él, con todos los
honores lo enterramos’”.
En Honduras la violencia es
algo muy cercano a la gente y no respeta color de piel, jerarquías sociales ni
credo.
A la pastora de la iglesia
evangélica “Asambleas de Dios”, donde asistían Lourdes, Sergio y sus hijos, los
mareros la mataron por un asunto de extorsión, como hace unos años hacían los
Zetas acá.
Venía de dejar a su niña de
la escuela y cuando llegó a su casa ya estaban los pandilleros esperándola.
Le metieron 15 puñaladas.
Lourdes y Sergio estuvieron
en el funeral, temerosos, porque en San Pedro, como en México, los criminales
acostumbran reventar velorios, rafaguear, llevarse los muertos.
HOSPITALIDAD EN SALTILLO
Finalmente, y luego de muchas
conversaciones, Lourdes consintió salir de Honduras con una condición: que
Sergio no la fuera a montar con los niños en el gusano metálico conocido como
“La Bestia”.
En Honduras, y el resto del
triángulo norte de Centroamérica, la gente sabe que las maras no son peores que
viajar en los lomos de ese monstruo.
Desde niña, Lourdes había
visto las calles de Honduras llenas de mutilados que fueron, como dice el
periodista Óscar Martínez, rumbo a la entelequia del sueño americano y
regresaron sin piernas o sin brazos.
Daba lástima verlos de
vuelta.
“Si usted nos va a sacar de
Honduras, a mí nunca me vaya a llevar en el tren. Prefiero mil veces separarme
de usted, que se vaya usted solo, a yo ir a arriesgar a mis hijos en ese tren,
no. Mejor me quedo comiendo aquí lo que sea, pero no me voy a ir con usted a
arriesgar mi vida y después venir sin pies y no poder trabajar”, le dijo
Lourdes.
Sergio fue por ellos a
escondidas hasta Honduras. Casi no salió de su casa para evitar ser visto por
el barrio y de la noche a la mañana huyó de San Pedro Sula con su mujer y sus
cinco hijos, sin despedirse de nadie.
Viajaron en autobús rumbo a
Tenosique, llevando 15 maletas con sus cosas.
En medio de las carreras, a
Lourdes se le olvidó echar las fotografías familiares, pero no pudo evitar
cargar con los recuerdos de cuando tenía cinco años que quedó huérfana de
madre, y trabajaba, desde las 6:00 de la mañana, limpiando un arrozal grande.
Le pagaban una miseria.
A los 14 años huyó, que no es
lo mismo que decir migró, de Santa Rosa de Copán a San Pedro Sula, cansada de
tanta pobreza.
En aquellos tiempos era
difícil que los chavalos de Santa Rosa de Copán hicieran la escuela, porque la
gente sembraba granos y de granos vivía.
Los padres metían a los hijos
a trabajar la tierra, a sembrar hortaliza, frijol, maíz, café desde bien
güirros.
Con esfuerzo, Lourdes terminó
el segundo grado de primaria y el tercero lo hizo en una escuela nocturna de
San Pedro.
Allá trabajó de lavandera en
varias casas y pasó por muchos avatares que todavía platica con los ojos llenos
de miedo: un intento de violación en la calle, un concubino golpeador que le
dejó cicatrices, un maleficio que llevó a su hijita de nueve años a la muerte.
Hasta que tiempo después
Sergio y ella se conocieron, se enamoraron, se casaron.
Cuando Lourdes lo conoció,
Sergio todavía lloraba la muerte de su padre.
Relata el matrimonio otra
tarde desde su apartamento en Saltillo, frente a un platón de sandía con
manzana que Lourdes ha servido en la mesa a la hora de la merienda.
Durante esas tardes, mientas
charlábamos, los hijos pequeños de Lourdes y Sergio se entretenían escuchando
la plática y jugando a los carritos con una patrulla fronteriza, una troca
militar y una máquina de tren, muy parecida a la de “La Bestia”.
Aunque uno de los chicos ya
ha dicho que quiere ser doctor, el otro musiquero y Sergio tiene la esperanza,
ahora que ya han obtenido la Tarjeta de Residente Permanente en México, de que
el mayorcito sea ingeniero petrolero.
Pero eso sí, ninguno quiere
ser migrante.
Según la Acnur, en 2016 hubo
en el país nueve mil solicitudes de la condición de refugiado. Y se estima que
para este año la cifra llegue a las 18 mil o 20 mil.
Nueve meses estuvieron en
Tenosique, Sergio trabajando en una panadería y en una frutería a la vez;
Lourdes cuidando de los chicos y la casa.
Ellos tampoco se salvaron de
la criminalización de la que son víctimas los centroamericanos que llegan a
México.
Lourdes recuerda que siempre
que ocurría algo malo en el pueblo, la gente de Tenosique se lo achacaba a los
catrachos: “esos son hondureños, fueron los hondureños, esos fueron hondureños
que vinieron”.
La familia solicitó la
condición de refugiada ante la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda a
Refugiados (Comar) y logró acceder a ella.
Más tarde fue aprobada para
participar en el proyecto de Integración Local de Personas Refugiadas,
impulsado por la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los
Refugiados (Acnur).
El pasado jueves 20 de abril,
Sergio, Lourdes y sus cinco hijos llegaron
no en “La Bestia”, sino en autobús desde Tenosique hasta la terminal de Saltillo.
Dicen que la ciudad les ha
parecido bonita, al menos hasta ahora no han escuchado de balaceras ni de
masacres.
“La verdad es que la ciudad
les ha significado una oportunidad para pensar ya en un plan de vida y poder
integrarse a Saltillo. Exhortamos a la comunidad a desestigmatizar este tema.
El que un país le abra las puertas a un refugiado le salva la vida, son
personas que de no tener esta opción las estaríamos orillando a la muerte. Son
personas que vienen a trabajar, no vienen a vivir del asistencialismo ni de
pedir ni estar a la espera de que alguien les solucione la vida. Los refugiados
tienen mucho que aportar”, dice Ana Lorena Galindo Cepeda, enlace de la Acnur
en Saltillo.
Aun así Sergio y Lourdes
sienten que aman su pueblo, que extrañan su pueblo. “Sea lo que sea Honduras es
nuestra tierra…”, dice Sergio.
UNA ALTERNATIVA PARA VIVIR
Saltillo es la primera ciudad
de México que gracias a un programa de la Acnur (Agencia de la Organización de
las Naciones Unidas para los Refugiados) ofrece ayuda a los centroamericanos
que huyen de sus países por causa de la violencia: los apoya en buscar
vivienda, encontrar empleo para los padres, escuela para los niños y otorga a
la familia apoyo económico por única ocasión para el pago de renta y alimentos,
higiene y transporte.
(VANGUARDIA / JESUS PEÑA/ SÁBADO, JUNIO 10, 2017 - 22:15)
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