En un ataque de celos, vio a
su mujer cruzando la calle. Tan campante, tan segura, con ese donaire y el
bamboleo. No soportó. Traía dos armas poderosas, una en la cintura y esa
camioneta cuyo motor pedorro todavía rugía. Aplastó el acelerador y se le salió
la baba. Sus ojos brillaban, como si tuvieran filo.
Ella no lo vio venir y cuando
volteó ya era tarde. La levantó varios metros y luego terminó estrellada en el
pavimento. Un charco de sangre nació bajo su cabeza y espalda. Quienes lo
vieron, quisieron detenerlo. Arrancó con la misma velocidad con la que
atropelló a su ex esposa y cuadras adelante se estrelló contra otro carro.
Una camioneta venía de
frente, así que se bajó y le apuntó al conductor. Cuando lo tuvo cerca, lo
jaloneó hasta sacarlo de la cabina. Huyó en ella, todavía con cuarenta y dos
grados hirviendo en su sangre. Los punteros que vigilaban el sector vieron el
despojo y ahí mismo se enteraron que ese hombre había atropellado a una mujer
en otra colonia. Por el radio les ordenaron que lo detuvieran.
Los punteros subieron a un
carro y lo persiguieron. Les autorizaron usar sus armas, si era necesario. Lo
tenían a la vista, pero todavía lejos. Aquel seguro sabía que le habían puesto
cola. Otros escucharon por la frecuencia de la persecución y se unieron. El
hombre tomó la carretera, al sur. Cuando le dieron alcance le gritaban que se
parara: le cerraban el paso, uno de los punteros blandía una escuadra negra y
le hacían señas. Cuando los vio pegados les disparó pum pum. El que iba
manejando perdió el control, derrapó y se salió de la carretera. Una polvareda anunció
que habían mordido tierra, bajo la cinta asfáltica.
Desde otro vehículo también
lo seguían de cerca. Ya no hubo advertencias. Le dispararon hasta que se les
acabó el cargador de la cuarenta y cinco. El jefe de los punteros les dijo
vayan tras él, me vale madre que esté armado. Deténgalo. Y si es necesario,
trócenlo. Lo siguieron varios, entre punteros, jefes y sicarios. El hombre se
metió a un camino de terracería y luego a un poblado. Iba con el espíritu
infernal en el pedal del acelerador. De lejos y cerca, cada que podían y la
polvareda lo permitía, le dispararon: rafagazos, tiros de precisión, disparos a
lo que se mueva, del otro lado de la sábana café que levantaba en cada
recoveco.
Se les perdía de vista y
luego a lo lejos, lo divisaban. Intermitencias de la muerte, los veloces
proyectiles, las mentadas de esa justicia delictiva. Tú contra ti: adelante, en
un acotamiento improvisado por el paso de la camioneta en la que él huía,
estaba el vehículo, baleado, con los cristales quebrados y el sangrerío, pero
no había cadáver.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIOER VALDEZ/ 7
noviembre, 2016)
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