Los reporteros llegaron del
extranjero. Consiguieron quien los acompañara para tomar video y realizar
algunas grabaciones y entrevistas. El que los guiaría era un periodista con
experiencia, que había servido a otros de países diversos, a su paso por la
cobertura de la violencia en Sinaloa: los narcos, sus lujos, los ejecutados,
los operativos de la policía y el ejército, la muerte como espectáculo y
producto barato y a la mano.
Estaban estupefactos ante
tanta destrucción. Se emocionaron de ver a las reinas de belleza, seducidas por
las camionetas sierra o ram jemi, altas e imponentes. Los billetes verdes,
alados y traviesos, metidos en todos los rincones de la vida local: manchados
de sangre, perforados por los siete punto sesenta y dos, con el rostro
espantado de Franklin en el anverso.
La gente arremolinada frente
al cadáver. Niños, mujeres, hombres adultos, embarazadas, y púberes, todos
azorados, con los ojos crecidos y la baba en las comisuras. Las casas anchas a
su paso, altas, y nutridas con tanto billete y poder y estruendo de armas de
ráfagas, la bota de lujo sobre la nuca del alcalde, el diputado, el gobernador,
el general de la zona militar y el jefe de la policía. Todo eso tenía
boquiabiertos a esos reporteros que habían traído para trabajar en tierra
caliente, en el solsticio de junio, equipo ligero y discreto.
Flacos, altos, güeros, de
mirada inquieta y ojos temblorosos como antenas de mariposas, se sometían a los
designios de su guía, quien les decía por aquí, por allá. Vámonos rápido, aquí
no nos podemos quedar. Les tocó de todo en la ciudad, pero ellos querían ir a
la montaña, a entrevistar a la gente y buscar un plantío de amapola, y si no
fuera posible, al menos de mariguana. Acudieron a la serranía y cuando llegaron
al pueblo, sacaron sus equipos de lente corta y tripié y empezaron a grabar las
calles, la gente, los comercios, los vehículos. En uno de los paneos
registraron un grupo de hombres alrededor de una camioneta negra. No hicieron
caso y siguieron grabando.
En cosa de dos minutos, ya
tenían a esos desconocidos rodeándolos. Sacaron sus armas cortas y largas, y
les apuntaron. Bájate, le decían al que estaba sobre el vehículo. Pero ni él ni
el otro entendían. No hablaban español. El reportero que iba con ellos pidió a
los desconocidos que se calmaran. Uno de ellos preguntó qué hacen, qué quieren.
Le explicaron y luego volvió a hablar. Pensamos que eran gringos, que eran de
la dea, o enemigos. Y luego traen placas de Nuevo León. Cómo son pendejos, cómo
se les ocurre venir. Estamos en tiempo de guerra. Ya los íbamos a matar.
Bajaron de ahí como pudieron.
Callados. Hundidos en una suerte de muerte y renacimiento.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 26 junio, 2016)
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