La muerte de don Luis H.
Álvarez causó gran duelo entre la clase política. No fueron pocos los que lo
ubicaron como uno de los arquitectos de la democracia mexicana, que a través de
una larga lucha en las calles, ayudó a crear la conciencia para que millones de
mexicanos, una generación después de haber iniciado su carrera política en
Chihuahua en 1956, comenzara a rebelarse en 1988 contra el poder establecido.
Cecilia Romero, que fue
secretaria general del PAN en esos años de resquebrajamiento del viejo sistema autoritario,
dijo que hablar de él como un demócrata podría parecer un lugar común. Tiene
razón. Para 46 millones de mexicanos que en ese paradigmático año no habían
nacido ni tienen memoria alguna de lo que era aquél régimen cerrado, la
democracia se da por sentado.
Pero el camino no fue fácil.
Las elecciones de 1988, apunta la memoria del Instituto Nacional Electoral,
fueron muy controvertidas y se adujo fraude electoral en favor del candidato
del PRI, Carlos Salinas, y en perjuicio del candidato del Frente Democrático
Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas. Los mexicanos se plantearon la rebelión. Aquella
noche electoral del 6 de julio, la protesta callejera estuvo a punto de
terminar en matanza.
Frente a las puertas de
Palacio Nacional, todos los candidatos opositores querían que Cárdenas tomara
por la fuerza el poder, pero el candidato de la izquierda aguantó la presión y
disolvió la protesta. No sabía que detrás de las puertas estaba una barrera de
soldados que tenían órdenes de disparar contra quien las cruzara.
Matar era el recurso de esa
noche controvertida electoralmente. Eran los últimos estertores de un régimen
en agonía, que no ha terminado de desmantelarse. Casi 9 millones de jóvenes de
la generación post 88 votaron por primera vez en 2006, cuando ya se había dado
la primera transición en el poder con el final del imperio de 70 años del PRI,
se habían iniciado las reformas político-electorales de primera generación
democrática, el PRI había perdido la mayoría en el Congreso, habían llegado sus
opositores a gubernaturas y se habían creado órganos electorales, un nuevo
Poder Judicial, la Ley de Transparencia, la Comisión Nacional de Derechos
Humanos, y había una prensa más libre acompañada de una sociedad exigente y
contestataria.
Este México no fue en el que
creció don Luis H. Álvarez ni el de millones de mexicanos que enfrentaron y
combatieron el autoritarismo. Álvarez fue candidato a la Presidencia en 1958, y
perdió ante Adolfo López Mateos que obtuvo el 91 por ciento del voto, un
porcentaje que sólo se ve en dictaduras.
Álvarez nunca tuvo espacio en
los medios, y su equipo de campaña fue hostigado, atacado y en algunas etapas,
hasta hospedaje le negaban en los hoteles. Eran años de represión de
ferrocarrileros y asesinatos de líderes cañeros. El gobierno de Gustavo Díaz
Ordaz no fue menos duro. Reprimió a médicos y estudiantes, mientras cerraba las
posibilidades de libertad que empujó a unos a la guerrilla, aplastada en una
guerra sucia de la que aún se viven las consecuencias.
Las pocas voces que
ejercieron su derecho a la libertad fueron reprimidas y perseguidas. Los más
beligerantes torturados y asesinados. No fueron pocos los líderes de la
oposición, como Álvarez, que fueron encarcelados por el solo hecho de oponerse
al PRI. Tras las elecciones de 1986 en Chihuahua, donde el gobierno de Miguel
de la Madrid operó un fraude electoral, Álvarez optó por la protesta moral: una
huelga de hambre de 41 días que estuvo a punto de matarlo. México era una olla
sin válvulas de presión.
La prensa, en su gran
mayoría, estaba maniatada. En las redacciones, los reporteros escondían lo
importante, para que los visores censores no eliminaran lo relevante de las
noticias. Secretarios de Gobernación tan respetados como Jesús Reyes Heroles,
amenazaban con ejercer “toda la fuerza del Estado” cuando se desafiaba al
gobierno, o como Manuel Bartlett, quien no dudaba en intimidar a quien ejercía
la libertad.
Las elecciones eran
fraudulentas y violentas. El naciente PRD vio cómo más de 500 de sus militantes
murieron durante el gobierno de Carlos Salinas, y cómo los grupos paramilitares
respaldados por el PRI en Chiapas, asesinaron a 45 personas, la mayoría mujeres
y niños, en Acteal, durante el gobierno de Ernesto Zedillo.
No es un lugar común recordar
con respeto y agradecimiento a los demócratas. El México de hoy no podría haber
existido sin la lucha contra los autócratas y los déspotas ilustrados para que
no siguieran sometiendo a los mexicanos. La democracia no es sólo la
schumpetariana que se refiere a lo electoral; es un sistema de organización
social.
La nuestra es inmadura,
imperfecta y con despilfarros como hubo en los gobiernos de Vicente Fox y
Felipe Calderón, y regresiones como en el de Enrique Peña Nieto. Pero no
estamos peor que antes. La democracia para millones de mexicanos es algo con lo
que nacieron y la respiran de manera natural. Por eso quizás la desprecian,
como revela el último informe de Latinobarómetro, donde de 18 países en la
región, México es el penúltimo de mayor retroceso en la consolidación
democrática, y último en satisfacción con la democracia.
El desconocimiento de lo que
se vivió no puede traducirse en la soberbia del ignorante. La democracia tiene
que cuidarse para ampliarse. Rechazarla es apoyar a los autócratas que aún viven
entre nosotros, y facilitarles la restauración de ese régimen autoritario que
se pensaba muerto y que aún patalea.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Twitter: @rivapa
(NOROESTE/ “ESTRICTAMENTE PERSONAL” DE
Raymundo Riva Palacio/ 20/05/2016 | 04:00 AM)
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