De morros crecieron juntos
batiendo el terrenal del barrio: las costras de arena se les pegaban a las
rodillas y a las plantas de los pies, de tanto jugar a las canicas, al trompo y
al que parara más penaltis en el futbol. La cuadra, el polvo, las casas, la
esquina y sus fachadas, eran de ellos.
Uno era tranquilo, afanoso y
muy de casa. De ahí, de su calle, no pasaba. El otro vago, con dinero que la
madre le daba para el pan y los refrescos, los tostitos y esquites. Cuando
pasaban los carros de lujo, de modelo nuevo, zumbando y alebrestando la
polvareda, el que siempre traía dinero en los bolsillos decía mira qué perrones.
Machín se oían los motores, cada acelerón parecían rugir, ladrar: zarpazos de
sonidos, gasolina y velocidad.
Un día voy a tener uno de
esos. O de esas. No, mejor un mustang. Uno rojo, grande, brilloso, de llantas
así y un superestéreo. Pum pum pum. Así se van a tronar las bocinas, reventando
los vidrios, retumbando en las ventanas. Bien perrón, mi mustang. El otro le
contestó que sería chingón, de poca madre. Pero antes, compa, tienes que
estudiar y trabajar muy duro. El otro nomás pujó.
Los años se les vinieran
apurados, por el centro de esa calle, partiendo sus vidas. Uno se quedó
recibiendo dinero y protección de la madre, el otro llenando con lápiz y pluma
cuadernos a rayas y cuadriculados, libros y exámenes, en la escuela, y
trabajando los fines de semana y en periodos vacacionales. Se veían de lejos,
se echaban el grito, la mano y ocasionalmente el abrazo. Haber cuándo nos vemos
pa platicar. Y así se despedían.
El otro le entró al robo de
carros y luego los vendía, y cuando no, al menos se deshacía de refacciones y
accesorios. Se compró un mustang y luego otro. Vendía y vendía lo que robaba y
se hacía de un dinerito que malgastaba, junto con el que le seguían dando en su
casa. Una mañana se enfadó. Voy a vender todo, dijo. Publicó en el feis vendo esto
y aquello: carros, piezas, estéreos, bocinas, amplificadores, llantas, rines,
etcétera.
Tuvo éxito en unas y en otras
no. Llenó sus bolsillos y dejó un guardadito. Estaba hasta la madre, cuando se
enteró que podía trabajar en Estados Unidos, con un grupo de batos que también
iban para allá.
Lo citaron y él le avisó a su
amigo de infancia, quien también se animó. Pues vamos. Se vieron con los otros,
en un centro comercial. Subieron a dos camionetas y agarraron carretera.
Cuarenta minutos después bajaron al que había decidido estudiar. Tú no, morro.
Te bajas. Despídete de tu amigo, hasta aquí llegó todo. No supo de qué
hablaban, pero obedeció.
Dos días bastaron para que
apareciera hinchado y perforado, en el canal. La madre lo vio y preguntó qué.
Llorosa, temblando, desmoronándose. Qué te faltó, mijo.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 13 marzo, 2016)
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