Br. Sonó, vibró el teléfono: escandaloso, como un insecto alado que
protesta. Bueno. Contestó a gritos y con mayúsculas. Del otro lado se
escuchó una voz rocosa. Tengo a tu hijo, El pandita. Y si no me das lo
que quiero te lo voy a regresar en pedacitos, cabrón. Dame cincuenta
mil. Dámelos ahorita y no me cuelgues.
El hombre andaba enfierrado. Sus pistoleros a los lados y frente a
él, pero no podía hablar porque aquel desconocido le ordenaba que no
hiciera nada y que no colgara el celular. Como pudo, empezó a hacer
aspavientos, señas con las manos, agarrarse la pistola y decirles que se
prepararan porque iban a salir. Los otros se le quedaban viendo. No
entendían. Se miraban unos a otros. Qué pex con este güey.
Hasta que por fin supieron que tenían que agarrar los rifles y
ponerse en marcha. El desconocido le decía, insistente y con una
seguridad de príncipe, que no fuera a colgar ni avisar a nadie: te estoy
viendo, cabrón, más vale que no hagas una pendejada, súbete al carro,
te vamos a vigilar, ahora quiero que pites. Pita, güey. Pita. Sonó la
bocina del Camaro.
Él volteaba para todos lados, atolondrado. Ya tenía a los matones con
él y tras él. Pensaban que algún enemigo quería matarlo, que era una
emboscada. Las cuentas pendientes tienen sumas. Tal vez era la hora de
restar, de sacar el total. Impuestos, intereses, recargos incluidos.
Un matón de confianza empezó a llamar a El pandita pero no contestaba
el cel. Puta madre, es cierto. Lo tienen. El hombre le preguntó dónde
vienes. Le dijo acabamos de pasar por el centro comercial. Ah bueno,
contestó. Ve a la tienda de muebles que está a cinco cuadras, en la pura
esquina. Ahí tengo una cuenta. Ahí me vas a depositar los cincuenta
mil.
Seguía marcando y marcando y marcando a El pandita. Pit pit pit.
Nada. Iban diez en dos carros: espantados, buscando, sobando el cañón,
el cargador, el gatillo. Lo van a matar, jefe. Cállate, pendejo.
Lo dijo
tapando el auricular del ecsperia. El desconocido le explicó que lo
seguía vigilando de cerca. Tuvo la osadía de recomendarle, justo cuando
buscaba un cajón para meter el automóvil, que ahí, justo ahí, se
estacionara. Órale güé. Pero pobre de ti, hijo de la chingada. Pobre de
ti si le haces algo a mi hijo.
Tú deposita y ya. No hagas pedos. No va a pasar nada si sigues mis
reglas. Y le pusieron la bocina a un morro. Escuchó el gritó de papá. El
llanto. Desesperación. No lo toques. No lo toques, cabrón.
Pit pit. Y sonaba y sonaba el cel de El pandita. Quince llamadas
perdidas. A la dieciséis contestó. Qué onda. Dónde estás. Aquí, en la
casa. Dónde. En la casa, repitió desenfadado. De volada le informaron al
jefe. Te están transeando, el morrito está bien, en la casa: jugaba al
Nintendo y tenía los audífonos, por eso no contestaba.
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