Un
fenómeno que se engendró en el anterior gobierno del Estado de México y
que no ha cesado en el actual, el asesinato sistemático de mujeres, es
expuesto con toda su crudeza en el libro de próxima aparición Las muertas del estado. Feminicidios durante la administración mexiquense de Enrique Peña Nieto,
de los periodistas Humberto Padgett y Eduardo Loza. En su trabajo de
investigación, los autores documentan esa y otras gravísimas expresiones
de violencia que tanto la autoridad estatal como la federal, ambas
priistas, han tratado de ocultar para no dañar la imagen del presidente
de la República ni la de quien aspira también al cargo, Eruviel Ávila.
En el prólogo de la obra, que se reproduce aquí con autorización de la
editorial Grijalbo, Lydia Cacho refiere que, cuando era gobernador del
estado, Peña Nieto ignoró las voces que le advertían que el grado de la
tragedia era peor ya que el de Chihuahua: “Y ordenó (…) que sus
subalternos recortaran cifras”.
¿Acaso la forma en que un
hombre se proyecta frente a las demás mujeres revela cómo trata a las de
su entorno? Ésta es una pregunta que me arrebató el sueño luego de leer
este libro.
¿Acaso cuando un hombre deja a su paso migajas que
son huellas, huellas que son atisbos, esos atisbos revelan la filosofía
detrás de su poder público? Acaso gobierna como vive: con el desprecio a
la vida de las otras que no son sus mujeres, sus fieles seguidoras. Las suyas
como pertenencia política, cultural y física. Acaso el trato que dio en
el pasado a las mujeres que consideró propias revelaba ya la
importancia que como presidente daría a la violencia brutal contra
niñas, adultas y ancianas.
Me atrevo a decir que sí. Que Enrique Peña Nieto, el Niño bonito
de la política mexicana, no ha sido develado antes como en este libro.
Porque no es sólo la corrupción –la suya y la de su partido, que
comparten muchos otros políticos bajo cualquier insignia–, es la
elección que de manera informada llevó a cabo durante los 2 190 días de
su mandato como gobernador del Estado de México: eligió no mirarlas, ni
vivas ni en riesgo ni muertas. Después intentó desaparecerlas
nuevamente.
Eligió ignorar lo que las voces más conocedoras y
prestigiadas en materia de violencia contra mujeres le dijeron en foros
públicos, en redes sociales, en sesiones privadas, en artículos
periodísticos, en informes de Derechos Humanos: su estado, señor gobernador, se está convirtiendo en un sembradío de cadáveres femeninos. Su estado, señor gobernador, ignora la violencia sexual que en muchos casos conlleva feminicidio. Su
estado, señor gobernador, ése que usted maneja como el terrateniente de
una finca propia, ha rebasado la tragedia de los asesinatos de mujeres y
niñas en Chihuahua. Pero el joven político eligió repudiar las
voces y ordenó, como lo hace hoy a nivel federal, que sus subalternos
recortaran cifras, que fabricaran bochornosos discursos plagados de
equívocos insostenibles, todo para negar la muerte: la muerte que no
conviene a un político en ascenso. Esa muerte que se suma, que crece
como una montaña de papel en las procuradurías, que encarna en el dolor
íntimo, gélido en los refrigeradores del servicio forense.
Las mujeres no son desechables, le dijimos. Pero él siguió sonriendo.
Las niñas no son objetos de placer, le dijeron. Pero él siguió sonriendo.
Y se rodeó de mujeres lindas para que todos vieran que a él esas mujeres sí le interesan.
Una vez harto, dio órdenes: Quienquiera que sea el responsable, que se encargue de resolver este escándalo.
Porque para el señor gobernador cada asesinato, cada violación, cada
mujer raptada y mutilada era un escándalo: las quería acarreadas,
votantes, fans, bellas y maquilladas, sólo así. Y la mayor parte
de la prensa local hizo su tarea, habló de “lo importante”, retomó los
boletines oficiales; hizo, vamos, lo que le pagan por hacer, bailar al
son del que paga para que no le peguen, y los boletines se convirtieron
mágicamente en noticia. Y la telenovela subió el rating.
Luego
ya no hubo silencio y las voces regresaron. Entonces mandó traer a la
“caballería buena”: sacó la chequera pública y Rosario Robles, ex jefa
de gobierno del Distrito Federal, llegó con las cubetas, el trapeador y
la escoba, a limpiar como los anteriores afanadores las cifras reales, a
borrar la sangre de las muertas. La feminista, decidida a vender su
alma al candidato a cambio de una vigencia vacua, se convirtió en uno de
los instrumentos del silenciamiento oficial; ella, la que otrora
marchara por las muertas de Juárez, la que en otros tiempos trabajara
codo a codo con miles de mujeres para evidenciar la desgracia de la
desigualdad, la tragedia de la violencia de género, se sumó a la
larguísima lista de los cómplices del señor gobernador, ora entrenando
policías para saber qué decirle a la prensa sobre la violencia contra
las mujeres, ora capacitando al equipo del gobernador para elaborar
discursos sensibles, ora limpiando la sangre de más y más mujeres,
siempre negando la realidad.
(Fragmento del texto que se publica en Proceso 1956, ya en circulación)
/ 26 de abril de 2014)
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