viernes, 10 de enero de 2014

"EL MOCHAOREJAS": UN RETRATO DE CRUELDAD

Saltillo, Coah.- Cuando en el futuro se revise la abundante historia delictiva mexicana, uno de los capítulos más terroríficos será sobre el secuestro y uno de los personajes principales será Daniel Arizmendi, “El Mochaorejas”, hombre de una crueldad que supera, a veces, la imaginación.

“He sido un hombre de oficios. El primero lo aprendí al lado de mi padre y fui tejedor de chambritas y bufandas en su taller, un cuartucho miserable y perdido en el llano de polvo y smog al que llaman Ciudad Nezahualcóyotl, el coyote hambriento, el rey poeta. El último procedimiento de mi oficio definitivo lo conocí en la memoria de la mano ensangrentada de un tío, herida por el vidrio de una botella rota de cerveza: corrió al patio e incendió un pedazo de estopa, despidió la flama de un soplido y la apretó contra el manantial rojo. Dejó de escurrir sangre antes que terminara de gritar. Por eso, cuando yo llevé por primera vez una tijera hecha para destazar pollos a la oreja de algún hombre, con mi hermano Aurelio arrodillado en su pecho, hice fuego un pedazo de trapo y lo puse junto a su cabeza. Ese fue mi bautismo. Ese día dejé de ser un Daniel cualquiera, un Arizmendi como los demás. Ese día nació ‘El Mochaorejas’”.


El terror de Alejandra

“En 1996 secuestré a Alejandra Hostrasher, muchacha de origen español e hija de los propietarios de la compañía Anís del Mico. Seguimos a Alejandra durante 20 días. En el primer intento se nos fugó. Intentamos de nuevo dos meses después y la levantamos por avenida de los Cien Metros. La llevamos a la casa de San Juan de Aragón. La encadenó mi hermano Aurelio. La dejamos en ropa interior y le dimos una sábana. Exigí 10 millones de pesos a su padre y pusieron negociador. Llegado el plazo, le ordené al negociador ir con el dueño de Transportes Grijalva (octavo secuestro) para que le preguntara quién soy y cómo actúo. Después acordamos el pago de 4 millones de pesos. Pedí billetes de alta denominación envueltos en fundas para almohadas. El dinero se entregaría en la salida hacia Puebla, cerca de un puente peatonal y a la orilla de un cerro, desde donde yo checaba la llegada de los negociantes. Llegaron en una camioneta Grand Cherokee”.

“Como Daniel indicó –habla Aurelio Arizmendi–, la persona que entregaría el dinero se quitó la camisa para que viéramos que no estaba armado. Llevaba consigo dos fundas de almohada, amarradas con un cordón de cortina con un nudo en cada lado y unidas como alforjas. Cruzó el puente peatonal en el que nos quedamos de ver y dejó las fundas al pie de la escalera del lado contrario de la carretera por el que subió. Daniel y Jesús Luna Sesma bajaron de la camioneta. Daniel subió a la batea y Jesús caminó hacia el dinero, tomó las alforjas y se las echó al hombro. Yo puse en marcha la camioneta a baja velocidad para recogerlo. En ese momento, de la Grand Cherokee bajaron dos hombres, vestidos de paisano, subieron por el puente y dispararon. Daniel contestó el fuego. Jesús corrió para subirse a la batea, pero cayó. Bajé la velocidad. Volvió a caer. Logró subirse al tercer intento, pero perdió el dinero. Daniel estaba furioso”.

–¡La voy a matar, me cae de a madres que la voy a matar nomás llegando! –gritaba mi hermano Daniel.

–Mejor córtale una oreja, a lo mejor todavía nos pagan –le propuse.

 “Llegamos a la casa de seguridad. Daniel le pidió a Pepe que vendara a la Güera –como le decían a Alejandra–. Sólo dejó descubiertas las orejas. Daniel le ordenó a Pepe que subiera al pecho de la mujer y a mí a sus piernas. Tomó las tijeras de acero inoxidable y mango negro. Le cortó las dos orejas. La muchacha no dijo nada.

Hablé por teléfono al papá.

–¡Qué poca madre tienes! Por 4 millones de pesos arriesgaste la vida de tu hija. Ve el encargo que te dejé arriba de la caseta de la avenida de los Cien Metros. Si no me das 8 millones de pesos, le cortaré la cabeza y ya no quiero hacer ningún trato contigo. Pásame a la mamá de Alejandra –exigí.

La mujer me suplicó que no la matara, que ella me pagaría el dinero. Al día siguiente cumplió su palabra. Yo también y dejé ir a su hija”.

El cirujano ya la esperaba en el hospital con los segmentos amputados. Alejandra llegó a las 9:40 de la noche. Sucia, delgada, pálida, con dos muñones con sangrado escaso y abundantes costras en los dos lados de la cara. Tenía una venda alrededor de la cabeza y las manos y la ropa sucia de su sangre seca. No comió más que algunas frutas y agua durante su cautiverio. “Daniel se regocijó cuando me amputó”, dijo Alejandra al cirujano plástico antes de entrar al quirófano. La anestesiaron por completo. El médico intentó reimplantar los pedazos con microcirugía. A las 2:30 de la mañana del 14 de noviembre, el especialista se rindió ante el mal estado de los muñones y el deterioro de las venas y arterias de la cara de la muchacha. Las orejas habían permanecido sin contacto con el cuerpo durante 54 horas tras la amputación violenta.

Realizó un implante con injertos del cuello y hombro de Alejandra en el intento de moldear dos bultos lo más parecidos posible a pabellones.


‘La oreja estaba negra’


¿Cómo era estar bajo las tijeras de Daniel Arizmendi?

Habla Luis Manuel Gazcón Reyes, secuestrado el 1 de abril de 1997 y dueño de Agrupación Abarrotera para la Comercialización:

Después de que me amagaron con armas de alto poder y me subieron al carro, ya vendado de los ojos con cinta canela, escuché a los hombres hablando por radio. Uno de ellos se dirigió a mí.

–¡Vas a ver, hijo de tu pinche madre, te vas a arrepentir de la niña que violaste en tu coche! Ahorita que lleguemos a la Procu, te voy a dar unos tehuacanazos y a ver si no te acuerdas –me dijeron en el auto.

–¡No, te equivocaste, no sé de qué me hablas! –quise explicarle.

En la casa, me ordenan desvestirme. Me rodearon el cuello con una cadena y la cerraron con candado. Salieron del cuarto y me dijeron que podía quitarme la venda de los ojos. Estaba en un baño. La cadena iba de mi cuello hacia la habitación de al lado. El lugar tenía metro y medio de largo por uno de ancho. La pared era de color mamey y el piso era de cemento pintado de rojo.

El excusado era verde, sin asiento ni tapa. Había un lavamanos también verde y jabón en polvo marca Foca. La regadera terminaba en forma de pentágono.

La puerta era vieja, de madera pintada de blanco. Todo era muy corriente. En una pared había un cuadrado donde al parecer había una ventana, entonces sellada con cemento sin pintar. Había un foco que mantuve prendido todo el tiempo. El apagador era antiguo y había un espejo pegado a la pared con silicón, por el que siempre tuve la impresión de que me vigilaban. Me preguntaron sobre las propiedades de mis familiares, cuánto dinero tenían y dónde. Contesté.

Me vendaron de nuevo y escuché a Daniel Arizmendi decir por teléfono a alguien:“Tú nomás espérate, pa’ que veas de lo que se trata”. Me puso el teléfono en el oído y me ordenó hablar. Escuché la voz de mi tío Abelardo pedir que me tranquilizara. Colgaron.

Ordenaron que me volteara. Me pusieron la bufanda en la cabeza tapándome los ojos y quedé de cara a la pared. Entró una persona que extendió un  plástico en el piso y se me acercó. Pasó mis manos a mi espalda y las amarró con cinta canela. Luego los tobillos y con la misma cinta me tapó la cabeza a la altura de los ojos. Me pusieron estopa en la boca y la cubrieron con cinta canela. Yo temblaba y sollozaba. Tenía la boca tapada. Sólo balbuceaba. Sentí unas tijeras cortando mi oreja izquierda de un solo tajo, en forma vertical. El dolor sólo era superado por el terror. Traté de gritar, de moverme. Me golpearon en la cara y el estómago.

–¡Cállate, hijo de tu pinche madre! El otro día estuvo aquí una mujer y no hizo tanto escándalo como tú. Tu tío me ofrece 100 mil pesos y yo no quiero miles, quiero millones, porque yo tengo a mi esposa y mi hijo que mantener y no me voy a arriesgar por 100 mil pesos.

Me sentaron y pusieron algo caliente sobre la parte de la oreja cortada. Salieron y gritaron que me quitara la venda. Estaba brutalmente aterrorizado, adolorido. Poco a poco me quité la cinta de los ojos y la boca. Observé mi hombro izquierdo y todo mi cuerpo del mismo lado tenía sangre. Comenzaba a secarse, aunque la herida aún goteaba. Me paré. Dejaron una caja de penicilina. Toqué la oreja y la sentí dura. Caminé al espejo, por el que creo que me vigilaban. La vi. Estaba negra.


‘Intenté retirarme’

“Mi vigésimo primer secuestro fue en agosto de 1998. Todos los míos ya estaban detenidos. Quería recuperar mi dinero y retirarme. Pensé ser agente inmobiliario fuera del Distrito Federal, pensé en Querétaro y vivir con mi mujer y mi hijo”.

“Y yo, Daniel Arizmendi, no uno cualquiera, sino el Mochaorejas, fui condenado a lo que ningún hombre puede vivir. Mi sentencia es de 398 años”.

Red de corrupción

» El caso Arizmendi derivó en la investigación de una red de corrupción y protección a secuestradores desde el Gobierno del estado de Morelos. Fueron involucrados el procurador estatal Carlos Peredo Merlo; el jefe de la policía judicial Jesús Miyazawa, y el comandante del Grupo Antisecuestros de Morelos, Armando Martínez.

La súplica

» La mujer me suplicó que no la matara, que ella me pagaría el dinero. Al día siguiente cumplió su palabra. Yo también y dejé ir a su hija. El cirujano ya la esperaba en el hospital con los segmentos amputados.

Sadismo

» El Daniel le pidió a Pepe que vendara a la Güera –como le decían a Alejandra–. Sólo dejó descubiertas las orejas. Daniel le ordenó a Pepe que subiera al pecho de la mujer y a mí a sus piernas. Tomó las tijeras de acero inoxidable y mango negro. Le cortó las dos orejas. La muchacha no dijo nada.

A detalle

» Mi vigésimo primer secuestro fue en agosto de 1998. Todos los míos ya estaban detenidos. Quería recuperar mi dinero y retirarme. Pensé ser agente inmobiliario fuera del Distrito Federal, pensé en Querétaro y vivir con mi mujer y mi hijo.

(ZOCALO/  Agencias / 10/01/2014 - 04:01 AM)

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