Detrás
del hallazgo en un sórdido departamento de Múnich de mil 406 pinturas
robadas por los nazis, se encuentra la historia del comerciante alemán
de obras de arte Hildebrand Gurlitt, quien durante la época de terror
implantada por Adolfo Hitler jugó dos cartas: la de víctima y la de
colaborador del régimen. Este personaje integró la comisión especial
encargada de cumplir uno de los sueños del führer: conseguir las mejores
pinturas para el Museo de Arte que se construiría en Linz, Austria. Él
mismo habló sobre su papel en el nazismo. Lo hizo durante un
interrogatorio realizado por un oficial estadunidense, el cual quedó
plasmado en un documento que Proceso consultó.
BERLÍN (Proceso).-
“Todas las transacciones fueron hechas siempre con un espíritu amistoso y
sé muy bien que, a diferencia de otros comerciantes de obras de arte,
no me temían y fui catalogado de diferente forma. Me parece que el
mercado estaba atónito por los precios tan elevados que yo pagaba, y de
lo cual me burlaba. Pero como yo tenía un deseo tan fuerte por adquirir
tantos objetos como fuera posible para el museo de Linz, nunca regateé y
siempre pagué el precio.”
Con estas palabras el comerciante
alemán de arte Hildebrand Gurlitt describe cómo cumplió la encomienda
que en 1943 le asignó el régimen nazi: adquirir obras de arte para
formar la colección del FührerMuseum de Linz –el Museo del Führer–, el
ambicioso proyecto cultural de Adolfo Hitler que al final no llegó a
concretarse.
El sueño del führer era reunir en una gran colección
lo mejor de los grandes maestros de los siglos XV al XIX de Alemania,
Italia y Holanda, y luego, tras la “victoria final”, exponerla
permanentemente en un gran complejo museístico que sería construido en
Linz.
El verano de 1939, apenas unas semanas antes de que
estallara la guerra, creó una comisión especial que se encargaría de
obtener las obras de arte necesarias para la colección. Esta comisión
aprovecharía las condiciones en extremo frágiles y precarias en que,
tras el avance nazi, se encontraban muchos coleccionistas y museos de
los territorios ocupados para adquirir los tesoros a precios irrisorios,
o incluso para apoderarse de ellos por la fuerza.
Gurlitt fue uno
de los mercaderes de arte que tuvieron esa tarea y es también el
personaje clave en el caso de las mil 406 obras de arte escondidas por
décadas en un departamento de Múnich, Alemania, y que el semanario
alemán Focus dio a conocer el lunes 4.
La revelación de la
existencia de estas obras que se creían pérdidas destapó, a su vez, una
serie de situaciones propias de un thriller: un tesoro artístico cuyo
origen y propietarios originales se desconocen; un presunto dueño, el
hijo de Gurlitt, del cual se ignoraba su paradero; un grupo de
descendientes de víctimas del holocausto indignados que reclaman lo que
podría ser de ellos; un gobierno, el de Angela Merkel, rebasado por los
acontecimientos, y la historia de un hombre, Hildebrand Gurlitt, que
como muy pocos durante el terror nazi jugó dos cartas: la de víctima y
la de beneficiario.
En la declaración firmada bajo juramento que
hizo del 8 al 10 junio de 1945 ante el teniente Dwight McKay, de la
Armada de Estados Unidos, y cuya copia tiene Proceso, Gurlitt detalla
sus actividades como corredor de arte del Tercer Reich. Además, habla de
los jugosos dividendos que este trabajo le dejó y, distanciándose
siempre del régimen, aporta detalles sobre la rapiña nazi.
Corredor de arte
Nacido
en la ciudad de Dresde, en septiembre de 1895, Gurlitt provenía de una
familia muy instruida y con clara inclinación artística: el padre,
arquitecto e historiador de arte; el abuelo, pintor; el tío, músico; el
hermano, profesor de música; la hermana, pintora; y su abuela materna…
judía.
Este último detalle, junto con su actividad vanguardista y
de apoyo al arte moderno al frente de la Galería de Arte de Zwickau, la
Asociación de Arte de Hamburgo y su propia Galería que regenteaba en la
ciudad, lo convirtieron en persona non grata para los nazis. Por su
postura política y origen, Gurlitt fue despedido de sus puestos de
trabajo.
Sin embargo, el personaje pertenecía a un reducido grupo
de conocedores del ramo con numerosos e importantes contactos. Eso lo
hizo valioso para el régimen. Y es que, ya desde 1937 Hitler puso en la
mira de los ataques del nazismo a lo que él mismo denominó “arte
degenerado”, concepto que hacía referencia a todas aquellas piezas y
corrientes artísticas que no estuvieran en armonía con el concepto de
arte y el ideal de belleza del régimen nazi. Ese mismo año comenzó, con
su aval, la caza de “arte degenerado”. Se calcula que el Estado “tomó”
alrededor de 20 mil piezas de unos mil 400 artistas y las concentró en
Berlín.
Para legalizar el robo, en mayo de 1938 Hitler promulgó la
Ley sobre Confiscación de Productos de Arte Degenerado, convirtiendo
con ello al Estado en el nuevo dueño de las piezas y permitiéndole
comprarlas y venderlas en el extranjero.
Para ello necesitó de
comerciantes de arte. Y ahí estuvo Gurlitt, quien fue de los pocos
galeristas que recibió una licencia para comprar y vender obras.
“Mi
esposa y yo nunca fuimos miembros del partido (Nacional Socialista) o
de alguna otra institución nazi, con excepción, como todos los
marchantes de arte, de la Cámara Imperial de Artes Plásticas. Nunca tuve
conexión con algún oficial del partido y como comerciante de arte sólo
cooperé con antiguos colegas: los directores de los museos. Nunca juré
por Hitler y nunca, al igual que mi esposa, voté por los nazis. Nunca
estuve tampoco en posición de denunciar mi libre opinión”, afirma
Gurlitt en la declaración que él mismo tradujo y transcribió en inglés
para los aliados.
Páginas adelante, el también historiador de arte explica el periodo en el que de víctima se convirtió en colaborador.
“Fui
enviado a París con el apoyo de antiguos colegas, los directores del
gran museo –se refiere a sus amigos Hans Posse y Hernamm Voss, quienes
encabezaron la comisión especial creada por Hitler para formar la
colección del Führermuseum–, lo cual me gustó mucho, pues debido a la
gran cantidad de bombas y al incremento del terror nazi, me fue
imposible continuar con mi galería. Además, por ser judío en una cuarta
parte existía el peligro de que fuera obligado a trabajar para la
Organización Todt (que esclavizó a más de millón y medio de personas
para la construcción de infraestructura civil y militar nazi). Tuve que
decidir entre la guerra y trabajar para los museos”.
Fue así que,
después de comerciar con el “arte degenerado”, Gurlitt se dedicó a
adquirir piezas para la causa de Hitler. En su declaración aprovecha
para remarcar su distancia de los nazis y en ubicar en la legalidad las
compras de arte:
“Las compras en París fueron perfectamente
normales. Traía conmigo las fotos de las pinturas y casi siempre el
doctor Voss las compraba sin haberlas visto. Se (confiaba) únicamente en
la solidez de mis descripciones. Ninguna fuerza o algo similar fue
usada (para obtenerlas)… El pago de las pinturas siempre se hizo con la
autorización de la Oficina de Cambio de Moneda, con la aclaración de que
nunca compré un cuadro que no me ofrecieran de manera voluntaria. Si un
cuadro se me señalaba como en no venta, ni siquiera preguntaba por su
precio. No necesité hacerlo porque tuve suficientes ofertas.”
Respecto a cuadros provenientes de colecciones judías afirma:
“Según
escuché, los tesoros artísticos de propiedad judía fueron decomisados
por la ley pero nunca lo vi con mis ojos. Sé que el embajador alemán usó
un escritorio barroco procedente de la colección Rothschild. También vi
maravillosos dibujos franceses del siglo XVIII en las habitaciones de
la embajada alemana, que se dijo provenían de la misma fuente. Asimismo,
se me dijo de la existencia en París de un palacio en el que fueron
juntadas posesiones judías de arte y que fueron divididas entre
diferentes oficiales. Yo nunca visité ese edificio… Hubo rumores que
escuché con frecuencia de que la Gestapo (la policía secreta alemana)
compró bajo presión cuadros de colecciones privadas, pero nunca lo pude
probar o incluso tener información fiable al respecto.”
Con todo,
Gurlitt amasó durante la dictadura nazi una fortuna que pasó de los 12
mil marcos imperiales en 1934 a 250 mil en 1944 y que, según sus
palabras, se encontraba en un banco de Hamburgo. Además, en el Banco de
Dresde disponía de 10 mil marcos imperiales, más toda su colección de
arte privada que acumuló a lo largo de los años. Por sus servicios al
Tercer Reich habría recibido 4% de comisión sobre las obras compradas.
“Se
dijo que antes de los nazis yo era un hombre pobre y ahora tengo dinero
y un camión repleto de obras. Lo que puedo replicar es que, como
director de la Asociación de Arte de Hamburgo, fui bien remunerado con
un salario mensual de 600 marcos imperiales y recibía aparte una
comisión por cada obra vendida. Tuve frente a mí un buen futuro y además
heredé la casa de mi madre en Dresde, con la biblioteca y colecciones
de mi padre, su fortuna personal y la fortuna contenida en 14
habitaciones llenas de muebles antiguos. Cuando los nazis me despidieron
(de sus empleos), me convertí en marchante de arte muy en contra de mis
intenciones”, concluye.
En 1945, al término de la guerra, Gurlitt
encontró refugio para él, su familia y su patrimonio artístico en la
ciudad de Aschbach, cerca de Núremberg. Fue ahí donde las fuerzas
aliadas se apoderaron de su colección para llevarla a la ciudad de
Wiesbaden, en donde se tomaría la decisión de qué hacer con ella. Cinco
años después, en 1950, Gurlitt reclamó su devolución, presentó las
pruebas correspondientes que acreditaban su propiedad y el 15 de
diciembre de ese año los estadunidenses se la reintegraron, con
excepción de dos pinturas de Picasso y Chagall, que posteriormente
también le fueron devueltas.
Trama
Sesenta y
dos años después, la colección de arte en posesión de Gurlitt, ahora en
manos de su hijo Cornelius, puso en jaque no sólo a los amantes del
arte, sino al propio gobierno alemán y a las asociaciones de
descendientes de las víctimas del Holocausto.
El pasado 4 de
noviembre el semanario alemán Focus publicó una historia fascinante: En
2010 funcionarios de aduanas del estado alemán de Bavaria sospecharon de
un anciano que viajaba de Zurich a Múnich en un tren de alta velocidad.
Llevaba consigo 9 mil euros en efectivo. Tras dos años de
investigaciones, las autoridades bávaras obtuvieron una orden judicial
para ingresar al departamento de ese hombre, quien resultó ser Cornelius
Gurlitt. Lo que ahí encontraron los dejó atónitos: apiladas durante
décadas, entre latas de conservas alimenticias y en un ambiente en el
que apenas entraba aire fresco, había mil 406 obras que presumiblemente
serían parte del botín de arte robado por los nazis y que se creía
desaparecido.
El descubrimiento implicó una labor titánica:
descifrar el origen de cada obra, ubicar a los dueños originales,
investigar una por una la forma en que habían llegado a manos de
Cornelius, y así deslindar responsabilidades.
El caso era
complejo, por lo que las autoridades bávaras decidieron mantenerlo en
secreto. No lo comunicaron ni al gobierno federal de Angela Merkel.
Tras
la revelación hecha por Focus, en cuestión de horas la noticia le dio
la vuelta al mundo. Las autoridades alemanas, sorprendidas por lo
vertiginoso del asunto, no supieron actuar con prontitud. Luego de un
primer momento de hermetismo, en el que ninguna información fluyó para
responder a peticiones de los medios de comunicación, el gobierno aceptó
que no tenía claridad en torno a posibles restituciones de la obras e
incluso reconoció que no sabía si Cornelius Gurlitt seguía vivo.
Las
críticas llovieron, no sólo por parte de los medios de comunicación,
sino también por organizaciones que aglutinan a herederos de las
víctimas del Holocausto, quienes recriminaron el silencio de la justicia
alemana y exigieron un dictamen amplio y expedito del tesoro artístico,
así como la presentación en internet de una lista completa de las obras
encontradas, con sus respectivas fotografías. Incluso el diario The
Wall Street Journal aseguró en una nota del miércoles 6 que el
Ministerio de Asuntos Exteriores estadunidense presionaba a Berlín
exigiéndole transparencia en el caso.
Como resultado de ello el
gobierno alemán publicó en internet –en el sitio www.lostart.de– una
lista de 25 obras, en cuyo caso existen sospechas fundadas de que fueron
robadas por los nazis. Trece de esas obras, valuadas en más de mil
millones de euros, pertenecerían a los descendientes de Fritz Salo
Graser, prominente abogado judío que simpatizaba con el comunismo, según
declaró a la prensa Sabine Rudolph, abogada de los descendientes de
Glaser.
La información oficial presentada en el sitio web
mencionado señala que, tras depurar las obras que evidentemente nada
tenían que ver con “arte degenerado” o bien con el arte robado por los
nazis, 970 piezas continúan en estudio.
“Cerca de 380 de estas
obras podrían clasificarse dentro de los bienes incautados en el
denominado Arte Degenerado; esto es, dentro de los objetos que en el
marco de la llamada ‘Acción del Arte Degenerado’ fueron confiscados por
los nacionalsocialistas”, explica.
Días después –el lunes 11–
apareció Cornelius Gurlitt. No fueron las autoridades las que informaron
que seguía vivo, sino él mismo. Envió una carta al semanario Der
Spiegel en la que pedía que no se publicara su nombre. El miércoles 13
hizo declaraciones al diario Süddeutsche Zeitung, en las que aseguró que
entregó todas las obras en su poder a las autoridades.
Además de
la complejidad que significa llegar al origen de cada obra para
determinar si fue o no robada, está el delicado tema de las
restituciones. Los expertos aseguran que existen pocas posibilidades de
devolver el arte robado a los herederos de los dueños originales.
De
acuerdo con información publicada por Focus, gran parte de los 20 mil
objetos de arte incautados por los nazis pertenecían a colecciones de
los museos saqueados; es decir, eran de propiedad pública y no privada.
Además, la ley promulgada por Hitler en 1938 que justificaba dichos
robos fue derogada en 1968.
Así, la historia del misterioso y fascinante hallazgo de Múnich tardará tiempo en ser resuelta.
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