Javier Valdez
Dormía a pesar de
ese ruido que producía el paso de los vehículos por la alcantarilla que estaba
frente a su casa. Dormía quizá por eso: arrullado, entretenido, confiado,
acostumbrado a ese ruido de siempre, ese arrullo rítmico de tras, ese
acompañamiento musical de cada noche y madrugada.
Su recámara estaba
en un segundo piso y daba a la calle. Tenía ese ventanal que casi abarcaba toda
la pared, con cortinas blancas que no traspasaban la luz porque eran dobles y
una lámpara tímida que aluzaba solo un rincón de la recámara. Él rentaba ahí
porque era céntrico y porque le gustaba la vista y era barato.
En tiempo de calor
abría las ventanas y entraba un aire fresco que parecía haber aguardado durante
la noche para ingresar a bañar y renovar todos los intersticios del cuarto, y
entonces las cortinas bailaban y el viento inundaba todo como si fuera un
viento de mar. Y él disfrutaba despertar así, saludando al sol y a ese aire
risueño.
Una madrugada de
verano lo alertó un ruido inusual. La alcantarilla estaba ahí, con esa tapadera
dislocada que lo acompañaba y serenaba mientras dormía. Movió las sábanas. Se
acomodó el chor que usaba como piyama y se puso una camiseta para que no le
hiciera daño el sereno.
Abajo había un
vehículo estacionado y otro que le había cerrado el paso. Un hombre bajó del
que había quedado adelante. Traía una pistola en la mano. Con una serenidad
impresionante y cuatro pasos de película avanzó hacia el conductor del otro
automóvil, levantó el arma y le disparó. Pum pum pum.
Miró a su víctima de
más cerca, inclinándose un poco. Apuntó de nuevo pero ya no disparó. Regresó
sobre sus pasos, lentamente. En esa escena criminal sus pies habían dejado una
estela escarchada. Se metió y puso sus manos al volante. Se alejó de ahí sin
prisas. Ninguna patrulla ni peatón ni vehículo. Minutos después aquello era un
pandemónium.
Ya no pudo dormir.
El sueño lo abandonó: el viento le pareció enfermo y maloliente, él se sintió
triste y solo, las cortinas no bailaban sino renegaban de todo y esa luz emigró
a hiriente y malhumorada. Se sentó en el filo de la cama. Se paró. Fue al baño.
Salió de ahí rebobinando su cabeza: el arma, los escupitajos de fuego, el
asesino como esquimal.
Esa mañana, antes de
salir a trabajar, decidió cambiarse de departamento. Extrañaría todo, pero se
sentiría a salvo y trataría de borrar esa escena del crimen. Malos olores y
humores y esa madrugada echada a perder no volverían más. Encontró uno no muy
lejos de ahí, con ventana a la calle pero no tan grande.
Sin la alcantarilla
molacha ni ese ruido, empezó a padecer insomnio. Y cada noche, a deshoras, se
asomaba despierto y lagañoso: veía al hombre aquel, la pistola encendida y esa
mirada de congelador.
11 de enero de 2013. / RIODOCE.COM.MX/COLUMNA MALAYERBA /
Javier Valdez /Domingo 13 de enero de
2013
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