Para
el Sinaloa
Aviéntame
un paquetito, avioncito, uno nada más. Estaba en cuclillas en medio de la
inmensidad del monte. El cerro de Tabelojeca era su lugar favorito para cazar
venados, y de otros para tirar mota desde los aviones.
Ahí
mismo, en el cerro, vio pasar muchas naves. De noche, sólo con la tenue luz
lunar y estelar, y él agazapado, sigiloso. Las avionetas pasaban con las luces
apagadas, sólo se oía el ruido de hélices y motores.
Otras
pasaban seguiditas, una tras otra. Es una persecución, llegó a pensar. Y el
sonido iba y venía, aumentaba y disminuía con las maniobras de los pilotos.
Pero
nunca se sabía en qué terminaban, ni de aterrizajes forzosos en la zona. Pero
esa avioneta era distinta: le guiñó el ojo desde lejos, y él le pidió, casi
rezándole, que le aventara uno de esos paquetitos con varios kilos de mota.
Desde
su posición miró cómo iba bailando el ladrillo de papel con el aire, mientras
caía. Y el ruido seco, lejano, de su impacto con las matas frondosas y el suelo
apenas húmedo.
No
era mariguana, sino cocaína. Varios kilos. Huyó de ahí sin decir nada; aunque
estaba solo esa noche, quiso asegurarse de que nadie se enterara. Así que lo
guardó en la chamarra, se colgó el rifle en el hombro y emprendió el regreso.
A
la semana ya tenía una cuatro por cuatro del año estacionada en el patio de su
casa, un automóvil compacto llenaba los ojos de su mujer, había ropa nueva en
el vestidor, lana en el banco, caprichos y lujos cumplidos.
A
San Miguel llegaron dos sombrerudos de mal aspecto.
Empezaron
a indagar: preguntaron por Ios que vivían en el lugar y se dedicaban a la caza
de venado. Dieron con pocos nombres y los fueron descartando.
Rápido
les llamó la atención la camioneta nueva, pero no actuaron de inmediato. Se
fueron despacio y siguieron averiguando. Hicieron un plantón frente a su casa,
le ponían cola cada que se movía.
Eran
los dueños del paquete y querían recuperarlo, pero no a cualquier costo: un
sustito, una amenaza, tal vez un amago; el canje de algún familiar respetando
su vida, podía dar pie a una buena negociación, sin hacer mucho ruido.
Aparecieron
también un par de agentes federales. Los del pueblo lo supieron porque se
identificaban antes de pedir detalles. Éstos no iban tras él, pero sí sabían de
una avioneta cargada de coca.
Por
esos rumbos era cosa de todos los días escuchar motores de aviones: la gente
sabía que detrás de los cerros, más allá del monte, cargaban las naves, se
abastecían de combustible y entregaban mercancía. Era una historia contada.
Él
no era narco ni lo pretendía, pero aquello era algo que crecía. Los rumores se
multiplicaban, los mitotes sobre su repentina fortuna estaban en bocas y oídos
de todos.
Las
habladas crecían.
Y
luego esos dos que le ponían cola y que ya no pasaban inadvertidos, y además
los de la pegerre. Y a lo mejor al rato vienen más, y hasta los soldados, y va
a ser un desmadre todo esto, y tendré un broncón.
Y
todo por un pinche paquetito, chingada madre: mejor no me lo avientes,
avioncito. El ruido de un animal lo distrajo. Ya pasaba la media noche y él en
cuclillas. Y despertó: regresó a casa con las manos vacías, abrazando su 30-30.
Columna publicada el 4 de marzo de 2018
en la edición 788 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 6 marzo, 2018)
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