En la cárcel él era el jefe.
Lo respetaban y cuidaban. En su pedigrí de cruces, de ficha en la policía y el
drenaje de lluvia roja, él tenía gordo el expediente y también los güevos. Y
así lo presumía y gritaba, retaba y escupía, aunque fuera al viento. Pero se la
sentenciaron. Le quedaban días en el penal y sus enemigos lo sabían. Vas a
salir, cabrón. Acá, afuera, te esperamos: no pasarán veinticuatro horas para
que bese a la calaca. Le vamos a dar fierro, de eso no se salva el güey.
No hizo caso. Entre las
rejas, los módulos del penal, las carracas y hasta con los celadores, él tenía
la guadaña y podía jalar del gatillo. Era el rey y sultán, patrón y príncipe,
dios y el diablo: aire acondicionado en su celda, televisión de pantalla plana,
doce teléfonos celulares, mujeres que pasaban por el pórtico de seguridad como
cruzar la puerta del supermercado, drogas en la alacena y cartuchos en el horno
de la estufa, el mercado local le rendía pleitesía y le mandaban tributo. Todo
ahí pasaba por él.
Cuando llegó la hora de salir
le hicieron una fiesta. Le decían jefe para acá y jefe para allá. Patrón esto y
aquello. Había banda y unos chirrines, mujeres vampiro y polvo en charolas. Lo
abrazaron fuerte, le palmaron la espalda y apretaron su mano. Viejón, a sus
órdenes. Usté manda. Le desearon lo mejor porque al día siguiente saldría por
la puerta grande, libre de todos los cargos, limpio el expediente manchado. A
su paso, con una maleta al hombro, los polis se le cuadraban y hasta el
director de la policía fue al pasillo a desearle suerte. Él agradeció, bajó de
las alturas y miró condescendiente, hizo reverencias y sonrió por gratitud y
cortesía.
Fueron por él en dos
blindadas. Otra vez jefe para allá y jefe para acá. Sus hijos, ya adolescentes,
lo rodearon con abrazos y su mujer lo colmó de besos. En la casa había una
comilona y la tambora. Llegó y le tocaron una diana y todos se pusieron de pie
y le aplaudieron. Ídolo y campeón mundial. Patrón y jefe siempre. Amigos,
parientes, vecinos y compinches lo recibieron como jeque mundial de la muerte.
Se sentó en la silla grande, poltrona fija y con descansabrazos anchos:
escarféis de la Díaz Ordaz, en sus aposentos y con el control de la fiesta,
música, comida y bebidas en sus manos, como quien cambia de canal la tele.
Llegó la noche y la
madrugada. Mujer, quiero descansar. Lo llevaron a su recámara y se acostó. Su
mujer acurrucada a un lado, abrazándolo. A media mañana tocaron la puerta. Era
un primo que preguntó por él. No quiso pasar así que él salió a recibirlo. Muy
querido por todos, no vieron el veneno entre cejas. Tras él entraron cuatro y
le dispararon a quemarropa. Te dije, puto. Te dimos veinticuatro horas.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 8 MAYO, 2017)
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