La crónica de un lagunero por el paraíso
de los adictos
Fotos: Cuartoscuro
Una procesión silenciosa.
Desde el anden de la estación Lagunilla se observa el desfile de mendicantes.
Una suma de desposeídos, negociantes, toxicómanos, bien vestidos, necesitados.
No se dirigen a profesar devoción a ningún santo. El destino común es una
vecindad. Una de tantas. Una como muchas de la zona. Operada por el cartel La
Unión. Para mucha gente Tepito podrá representar un infierno. Pero para el
adicto es un paraíso.
Internarse en el barrio para
comprar droga no es pan comido. Se debe ser un iniciado. O acompañar a alguien
que domine el terreno. Ayuda un cuerpo tatuado, un look de damnificado, las
ojeras del yonqui. A diferencia de las peleas clandestinas de perros, en las
que no te permiten el acceso si no cargas con mínimo 15 mil varos para apostar,
nadie te cuestiona por la cantidad de droga que vas a adquirir. Todo ocurre a
la luz del día. El horario aproximado es de 11 de la mañana a las 6 de la
tarde. El hampa se sintoniza con el horario de salida godín. Por la noche la
vendimia se traslada a unas calles de ahí. En Tepito siempre es viernes.
Garibaldi descansa, Tepito no. En el mercado negro no existe la ley seca.
Entre los pasillos
improvisados, hasta el full de piratería, sex toys y fauna tepiteña, se
desarrolla el comercio de droga a nivel de menudeo más importante de la Ciudad
de México. Conforme te aproximas a la esquina indicada saltan los coyotes.
“Coca mota, coca mota, coca mota”. No forman parte de la organización. Están
ahí para mamar de lo que escurre la droga. Ofrecen el servicio a cambio de
nada. En apariencia. Pero no te hacen ningún favor. Si le solicitas a
cualquiera de ellos 300 de coca, seguro te entregará 250. O 200. Se podría
calificar de población flotante. Pero son adictos, de 50 en 50 reúnen para
costearse su propia droga.
El perímetro está sembrado de halcones. Morros
con radio en mano. Como toda empresa dedicada al tráfico, La Unión está mejor
organizada que la policía.
Son útiles si no puedes
ingresar a la vecindad. O no quieres hacerlo. Existe gente que tiene miedo a comprar.
Pero la droga es un incentivo poderoso. Y ningún yonqui auténtico va a permitir
que le esquilmen ni un suspiro de droga.
El perímetro está sembrado de
halcones. Morros con radio en mano. Como toda empresa dedicada al tráfico, La
Unión está mejor organizada que la policía. Controlan todo lo que sucede
alrededor. Cuando consigues llegar a la puerta de la vecindad saben que te
dirigirías hasta allí. Es insólito, en este país en que los carteles han
perdido por completo el respeto por su clientela, pero sucede: en Tepito permea
un código de protección al consumidor. Si bien no existe el tipo de relación
que entablas con un díler de servicio a domicilio, se fomenta cierta cercanía.
Antes de aproximarte a la puerta de la vecindad un centinela, radio en mano, te
da los buenos días o las buenas tardes, según sea el caso. Que sea tan educado
resulta desconcertante. Pero este cartel está consciente, a diferencia de los
gobernantes, de que debe servir al pueblo.
En la puerta de la vecindad, sentados, dos o
tres batos te auscultan con la mirada para calificar si deberías estar o no
ahí, por lo que es importante no desentonar.
En la puerta de la vecindad,
sentados, dos o tres batos te auscultan con la mirada para calificar si
deberías estar o no ahí. Por lo que es importante no desentonar. Si no eres
drogo te sacan a flote en caliente. Pero si pasas la valoración te franquean la
entrada. No siempre están, el protocolo no se cumple. Sólo tienes que pasar la
revisión del guardia del radio. El barrio se agita, la demanda apura. Apenas se
atraviesa esta frontera se ubica el expendio de droga. Una puerta a la
izquierda conduce a una diminuta intersección de cuartos. Un sitio que la
mayoría de la población desconoce, pero donde late el DF con fuerza. Si logras
arribar hasta aquí significa que has penetrado las entrañas de la ciudad.
A la derecha se encuentra un
cuartito que funge como picadero. Dentro la banda se poncha un toque, arma una
línea o se tecatea. Parece la reproducción de un cuarto oscuro. Pero aquí no se
departe con sexo. Involuntariamente se establece una convivencia. Que dura el
tiempo que permanezcas en el sitio. Que en ocasiones no se prolonga demasiado.
La población flotante impide que acampes por horas dentro. Levantarías
sospechas. Sólo unos cuantos se pueden permitir el lujo de matar el tiempo sin
preocupaciones. Pero cuentan con el consentimiento de los despachadores de
droga. Un pasillo cortito, en donde antes descansaba una Santa Muerte, ya no
está, pero a nadie parece preocuparle, ni preguntan por ella, conduce a una
estancia donde está montado el negocio.
Lo primero con lo que uno se
topa es un montículo de mochilas. Conforme arriban, los compradores que traen
una la abandonan sobre el montón. En esta ciudad donde todo mundo se cuida de
los robos, te puedes desentender de tus pertenencias sin preocuparte. Aquí
están seguras. Como lo está el cliente. Un trío de sillones sirven de antesala
para la transacción. Y comenzar a drogarte si deseas hacerlo de inmediato.
En esta ciudad donde todo mundo se cuida de
los robos, te puedes desentender de tus pertenencias sin preocuparte. Aquí
están seguras. Como lo está el cliente.
Las paredes están decoradas
con ampliaciones de billetes. Uno de quinientos. Otro de doscientos. No podía
faltar el póster de Tony Montana. El patrono ideológico de los que se dedican
al narcotráfico. En una de las paredes reza la leyenda alusiva a Dios. En otra
un busto de Malverde vela por la tranquilidad y el orden.
Varios billetes falsos están
pegados con cinta a un librero destartalado. Como recordatorio para los
vendedores. Para que se pongan abusados. Pero también un aviso para los
consumidores. No se atrevan a querer pasarse de listos. Y yo que vi el capítulo
de The Wire en el que a Johnny Weeks le ponen una madriza por pagar con un
dólar fotocopiado, ni lo intentaría.
Dos filas se forman en el
lugar. A la derecha la destinada a vender coca, tachas, ácidos y heroína. A la
izquierda la encargada exclusivamente de la mota. El lugar está hasta la madre.
La banda entra y sale. Pero los sillones están casi por completo ocupados. No
existe, entre tanta gente, una sola persona que pertenezca a la clase media. Y
aunque en ocasiones dos o tres nenitas fresas, en uniforme de la escuela, el
Colegio Alemán, el Madrid, vienen a surtirse, la población la conforma puro
marginal. Aunque uno traiga unos tenis caros u otro cargue más dinero del que
gano en un año, todos somos puros forever delayed. Una nube de mota le imprime
al lugar un aura de fumadero de opio. Pero nadie está tirado. Tampoco se
advierten caras largas. El infierno de la droga, tan presente en la calle, o en
la literatura, aquí está ausente. La banda platica, se pasa el churro. Se
evade. Pero en armonía. Este lugar se respeta.
Existen reglas. Y una que no está escrita, ni
hay necesidad de que te lean la cartilla, es cero celulares. Nadie de los
presentes saca su teléfono. Ni para checar la hora. Aquí el tiempo no existe. Y
si te importa entonces no perteneces a este lugar.
Mientras mi cuate el Negro se
forma en la fila del perico, me aplasto en un sillón. A mi lado una morrita, de
aproximadamente 22 años, está moneando. Puedo apostar que lleva todo el día sin
moverse ni para ir al baño. Es una de las afortunadas que pueden permanecer sin
que las echen. Están a la espera de lo que caiga. De lo que les regalen. Aunque
aquí nadie regale casi nada. Sólo los vendedores. Quien a cambio de drogas se
las cogen. O las traen de mandaderas. Existen reglas. Y una que no está
escrita, ni hay necesidad de que te lean la cartilla, es cero celulares. Nadie
de los presentes saca su teléfono. Ni para checar la hora. Aquí el tiempo no
existe. Y si te importa entonces no perteneces a este lugar. En todas mis
visitas jamás he visto a alguien usar un celular a menos que sea vendedor.
La fila para comprar tiene
una política. Sólo existen dos tipos de consumidor que no tienen que formarse.
El que compra en grandes cantidades. Quien por lo regular es un revendedor. Se
lleva la droga de aquí y la distribuye en otro sector. Y los homeless.
Indigentes de todas edades compran de todo. Y ostentan un lugar privilegiado.
Así compren 30 pesos de coca están por encima del adicto promedio. Es una más
de las consideraciones que brinda La Unión a su clientela. Ese código ya
perdido que aquí pervive. Tepito no discrimina. Si tienes cuarenta pesos está
dispuesto a quedarse con ellos. Y a darte un buen trato a cambio.
La gente puede salir de aquí
con un ladrillo de mota o con gramo. Pero es la vendimia hormiga la que rinde
frutos. Entre más pequeñas las cantidades, mayores ganancias.
De entre todas las ventajas
que conllevan comprar aquí una es la calidad. Qué buena droga se vende en
Tepito. Nosotros vamos a comprar un gramo de coca. Es decir 300 pesos. Delante
del Negro un fulano saca 10 mil varos. Los va a invertir todos en blanca. Y
cuenta la feria mientras espera su turno. Si lo deseara no tendría que
aguardar. Pero está educado en el evangelio. Quiere respetar a los que llegaron
antes que él. La coca la despacha un chaparrito. Tiene una cara de matón que te
cagas. Esa es una de las razones por las cuales existe raza que tiene miedo de
penetrar en este espacio. Trae una 45 encajada en la cintura. Usa guantes de
cirujano. Y pesa la droga en una bascula electrónica. Está trabadillo. Y se ve
que tira unos putadazos. Yo no me rifaría un tiro con él. Ni tampoco lo miraría
a los ojos.
La coca está en una bolsa
sobre una mesita. A un lado tiene una mochila negra. Donde va metiendo todo el
dinero de la venta. Desde hace tiempo la presentación de grapa perdió
popularidad con el arribo de la bolsa Ziploc. Sólo venden en papel dos tipos de
dílers. Aquel que vende droga de muy alta calidad, y cuyo gusto obedece a
cierta nostalgia de tiempos pasados, y en esta sucursal de Tepito. Pero sobre
la mesa hay una cajita con bolsas ziploc para que te sirvas tu mismo. Puedes
tomar una o dos. En esta misma fila se vende la piedra, las tachas. Pero lo que
más se mueve es la coca. Un viejito en bastón se acerca hasta el comienzo de la
fila y de volada lo atienden. Todo transcurre en chinga. Parece una sucursal de
cadena de comida rápida. Pero esto no es junk food. Es droga de excelente
calidad.
Tal es el nivel de la droga
en Tepito que los revendedores compran aquí y después la cortan por su cuenta.
Para obtener mayores ganancias. Algo completamente desleal. Pero así funciona
en general el mundo de la droga. Pero aquí en Tepito se tiene cierta consideración
por el adicto. La coca supera en calidad a muchas otras cocas que se venden en
DF. Sólo la droga que se vende en la Roma y en la Condesa, mucha de ella
también abastecida por Tepito, y la de 1500 el gramo, la supera. Pero rebasa la
que se expende en Garibaldi, en el Centro Histórico y en general en casi todos
los barrios de la ciudad. El éxito de Tepito no se basa sólo en su capacidad
organizativa, también en el material que distribuyen. Nadie se queja de los
estándares de Tepito. Aunque cuenta una leyenda urbana que el tecladista de
Jack White, Isaiah Owens, que murió de sobredosis en Puebla se surtió en Tepito
cuando la banda tocó en DF. Pero sólo es un rumor. Nadie lo ha corroborado.
La coca la despacha un chaparrito. Tiene una
cara de matón que te cagas. Esa es una de las razones por las cuales existe
raza que tiene miedo de penetrar en este espacio. Trae una 45 encajada en la
cintura.
Por fin despachan al Negro y
nos armamos un par de líneas en un espejo que está ahí para servicio de la banda.
Apenas sacamos la droga la morrita de la mona voltea a vernos con cara
suplicante. “Qué, quieres un pase”, le pregunta el Negro. No responde. No
puede. Anda muy loca. Pero levanta el pulgar. Preparo un par de rayas violentas
y una decente. Primero nos damos el Negro y yo y luego le pasamos el espejo a
la morra. Que podrá estar incapacitada para el habla pero aspira como
profesional. Vuelve a levantar el pulgar en señal de chingón y regresa al
mutismo básico de la mona. A montar guardia. Para ver qué más le invitan.
Entonces la venta se interrumpe. El chaparrito contesta un teléfono. Dialoga en
clave. No ha terminado la llamada cuando suena el otro celular. Responde: “Sí
jefe”, varias ocasiones. No lo sabemos, pero algo ocurre. Se está moviendo
droga. O algo pesado. Este es el día a día en Tepito. El barrio de la
transacción eterna.
Toca el turno de que el Negro
se forme en la fila de la mota. Se opera parecido a cómo se despacha en la mesa
de la soda. Varias vitroleras, de las de las aguas frescas, de mota descansan
sobre la mesa. Es lo más parecido a un mercado de hachís con que contamos en el
país. Y atrás, encima de un intento de repisa, hay unos frascos más pequeños
con las motas más caras. Para el mariguano especializado. El que despacha no
trae pistola en la cintura. No resulta tan amenazante, pero el protocolo es el
mismo. Y se respeta. Pides tantos gramos de mota y te la sirven en una bolsa de
plástico. La fila de la yerba es más ágil que la otra. Lo cuál podría parecer
una contradicción. Es sabido que el grifo es un ser lento por definición. Pero
aquí la mecánica ha simplificado la transacción. Es como despachar verduras. No
se invierte mucho tiempo en pesar un kilo de cebolla.
La banda no deja de prenderse
el toque. Los sillones apenas se desocupan. Y aunque no se respira un ambiente
festivo se escuchan de repente una o dos carcajadas. Pero no del vendedor de
coca. Que mantiene una seriedad profesional. La atmosfera no puede relajarse.
Su trabajo consiste en atender a la clientela, pero también en imprimirle un
carácter de peligrosidad al asunto. Para la cantidad de droga que se maneja una
45 a la vista parece poco. Pero es el anuncio de que disponen de armas a su
antojo. Pareciera que no, pero estarían dispuestos a usarlas si surge la
necesidad.
La violencia en Tepito
existe, pero a diferencia de lo que ocurre en el resto del país, está
controlada. Y se ejerce específicamente. Entre los puestos del tianguis han
aparecido muertos y dos que tres cabezas. No es un territorio exento de
asesinados, por mucho orden que se haya impuesto. La sangre pulsa a lo largo
del día. Lo cual no significa que no estés seguro en Tepito. Es uno de los
sitios más seguros del DF. Pero también cumple con su cuota de extremismo.
Cuenta una leyenda urbana que el tecladista de
Jack White, Isaiah Owens, que murió de sobredosis en Puebla; se surtió en
Tepito cuando la banda tocó en DF. Pero sólo es un rumor. Nadie lo ha
corroborado.
En mis visitas jamás he
observado una alteración del orden impuesto. Todos comprenden su papel a la
perfección. Y el consumidor valora el trato. Consume dentro de la vecindad,
pero no escandaliza ni traspasa ningún límite. Existe más desorden en una
cantina que aquí dentro. Un borracho es más imprudente que un drogadicto en
Tepito. Fuera se podrán presentar los desmanes habituales, pero dentro todo
mundo se comporta. Nadie quiere arriesgarse a que le pongan una calentada o que
le prohíban la entrada. Lo cual resultaría una verdadera tragedia. Se verían
orillados a depender de los coyotes.
Me apena ver las cantidades
de droga que la gente compra, en comparación con el gramo de coca que nos
agenciamos. Pero la coca de Tepito pone bien cabrón. Y trescientos pesos sí
entretienen. Una vez completada tu despensa, tu tiempo dentro de la vecindad se
agota. Si te quedas terminas por estorbar. A menos que te metas el papel
entero, y compres más. Pero todo lo que tiene de noble ese mundo también lo
tiene de inhóspito. Nunca me he topado dentro a ningún conocido. La banda anda
loca y te puede dar una desconocida. O nunca falta que te confundan. Lo más
recomendable es retirarte. Para mantener una sana relación con el lugar.
Una nube de mota le imprime al lugar un aura
de fumadero de opio. Pero nadie está tirado. Tampoco se advierten caras largas.
El infierno de la droga, tan presente en la calle, o en la literatura, aquí
está ausente. La banda platica, se pasa el churro. Se evade. Pero en armonía.
Entrar implica un esfuerzo,
pero salir también es un riesgo. La policía lo sabe todo. Y no importa que
lleves sólo 300 pesos en polvo, te van a basculear. El cartel te protege. Pero
sus alcances llegan hasta cierto límite. Por lo que escapar también entraña
cierto arte. Porque nosotros portábamos una madre de droga. Pero hay quien sale
con coca y mota para toda la semana. Y están los revendedores. Que salen con un
miles de pesos. Pero esos por lo regular surten a las 11 de la mañana. Cuando
existe menos peligro de ser trampeados. Y casi siempre se mueven en moto. Jamás
en coche o a pie. Y cuentan con el apoyo del cartel. Que les echa aguas pa que
salgan en chinga. Pero casi no atrapan a nadie. Sólo a uno que otro amateur.
Pero todo drogadicto que se respete siempre sale ileso.
No vas a salir por el mismo
lugar que te internaste. Es una de las pendejadas más grandes que puedes
cometer cuando afanas droga. Y los novatos siempre caen. Para abandonar Tepito
primero dimos una vuelta por el tianguis. Nunca está de más. Recorrer cierta
parte del laberinto. Hasta que te pierdes de vista. Sólo entonces salimos a la
avenida. Pero no volvimos por el metro. La estación Lagunilla es una trampa. No
sólo está la tira. Hay mucho malora cazando. Y saben que vienes del punto.
Tampoco proseguir a pie es recomendable. Lo que hicimos fue tomar un camión.
Que se tardó un chingo en sacarnos. El tráfico y la banda que se atraviesa con
chamuquitos cargados de mercancía hacen la vía intransitable.
Entrar implica un esfuerzo, pero salir también
es un riesgo. La policía lo sabe todo. Y no importa que lleves sólo 300 pesos
en polvo, te van a basculear. El cartel te protege.
Formamos parte de ese éxodo,
los mismos peregrinantes que aparecimos para abastecernos ahora emprendemos la
retirada. Cada uno por distintos medios. Después de haber contribuido a uno de
los pilares que sostiene la economía de este país: el narcotráfico. Que tiene
uno de sus principales bastiones en Tepito. Una tierra bendecida para algunos,
maldita para otros. Orgullo de boxeadores, con movimientos culturales.
Pero sede de la droga. Esta
vecindad no es la única en su tipo. Hay varias. Y todo tipo de puntos de venta.
Siempre hay droga en Tepito. A cualquier hora. Todos los días de la semana. Si
no sabes dónde conseguirla, alguien te guiará. El comercio no se detiene.
Conforme te alejas del barrio
la adrenalina comienza a bajar. Pero no puedes cantar victoria. Porque sabes
que volverás. Tepito es un oasis dentro de la ciudad. La gente que ves en la
vecindad no la verás en otra parte, sólo ahí.
Conectar en Tepito es un pasón de realidad.
(Crónica publicada con la autorización del
suplemento cultural La Razón)
(VANGUARDIA/ CARLOS VELÁZQUEZ PERALES/
DOMINGO, ENERO 29, 2017 - 06:27)
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