De muy jóvenes se fueron a
esa región del noreste, a probar suerte y nuevos firmamentos. Allá instalaron
su empresa y les fue tan bien que pusieron tres sucursales más en ciudades y
estados vecinos. Muy poco tiempo pasó para que se casaran y llevaran a sus hermanos
a vivir con ellos: los más jóvenes estudiaban y trabajaban en los negocios,
pero la prioridad era sacar adelante la escuela.
Cuando nació el hijo de uno
de los mayores, se fueron a un bar a festejar. Uno de ellos pidió una canción y
luego otra y otra. Cuando tocaron El sinaloense ellos gritaron, emocionados y
nostálgicos. En tierra de zetas y golfos, se ubicaron como enemigos. No tenían
nada qué ver con el narco y ni drogas consumían, pero fue suficiente para que
se les echaran encima.
Llegaron sin que se dieran
cuenta. Rodeados. Era mayoría y los cañones oscuros apuntaban hacia ellos. De
qué se trata, debe ser un error. Nosotros somos gente de bien. Se equivocan.
Pero a partir de ese momento las palabras eran flácidas y baldías, y no
llegaron a la cabeza de los matones. Esos de capucha conocen de gatillos y
calibres, cercenar y enterrar. Saben desaparecer enemigos, emboscar, quitar la
espoleta y tirar la granada. Y se los llevaron.
Pasaron horas y días. Sus
familias los esperaban en la banqueta, la sala y el comedor. Sus platos de
comida fueron servidos, la ropa planchada siguió en el closet y el perro
meneaba esas ausencias: en lugar de los hermanos llegaran recuerdos, dolores en
el pecho y una nostalgia oscura y fantasmal. No volvieron, así que uno de los
menores interpuso una denuncia en la procuraduría. La policía va a investigar,
nosotros le llamamos, le respondieron.
Como el teléfono también
guardó silencio y esa llamada de los agentes nunca llegó, empezaron a moverse
en otros terrenos. Denunciaron públicamente las desapariciones y exigieron al
gobierno que investigara, que no protegiera a los delincuentes, que dejaran la
insensibilidad y se avocaran a las indagatorias para encontrarlos, y castigar a
los responsables.
Pero los malos de capucha tienen
la noche y la impunidad como aliadas. Una de esas llegaron hasta la casa de los
otros dos hermanos y también se los llevaron. Alguien dijo que escuchó gritos,
que fue en la casa de enfrente, de atrás, de enseguida, del barrio que está en
la siguiente cuadra. Nadie salió a ver qué pasaba, nadie dijo yo vi, los
escuché, eran mis vecinos, una injusticia más. Nada. Nadie.
Y en los periódicos ganaron
los silentes. Las hojas de los diarios parecen en blanco: una oquedad que cuenta historias de otros lares, pero no
de asesinatos y desapariciones, a pesar de las viudas, el huérfano y los gritos
que desde esa noche no amanecieron más.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 28 febrero, 2016)
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