El año que marca el inicio de esta
ofensiva es 2014. En aquel entonces, Chilpancingo, la capital de Guerrero,
tenía 285 tortillerías, mayoritariamente en colonias populares como la Benito
Juárez y la Universal, donde también se asientan grupos criminales como
Guerreros Unidos y Los Rojos. Las bandas delictivas notaron que el modelo de
venta de las tortillerías ayudaba a sus planes de expansión: los locales
vendían el producto en inmuebles con vista a la calle o a través de jóvenes que
se desplazan en motocicletas para ofrecer kilos de puerta en puerta. Si los
cárteles de la droga controlaban esa fuerza de trabajo, podrían obtener
narcotiendas, narcomenudistas y vigilantes bajo la fachada de comercios y
vendedores.
Fachada de la tortillería Los Mangos,
que permanece cerrada con un monedero quemado en el mostrador. Foto: Daniel
Ojeda, VICE.
Oscar Balderas
Ciudad de México, 14 de marzo
(SinEmbargo/VICE Media).– Samuel corre despavorido. Un sicario apunta a su
nuca. Los gritos del veinteañero resuenan por un callejón de terracería que se
ha vuelto su única ruta de escape. Con alaridos, suplica que alguien abra la
puerta de una casa para esconderse, pero es como si nadie estuviera en la
colonia aunque son las 10 de la mañana. Se sabe abandonado a su suerte, así que
su última esperanza está en dar grandes zancadas y desbocarse en zigzag hasta
salir de la mira de una escuadra 9 milímetros que empuña un matón de su misma
edad.
Las posibilidades de que
sobreviva son pocas: él desciende por una estrecho camino de muros rosas y
azules de casas precarias y el sicario está en lo alto de la pendiente
acompañado por dos cómplices más, viéndole la espalda. Unos minutos antes, esos
tres pistoleros entraron a la tortillería Los Mangos en la zona alta de la
colonia La Laja, una de las franjas más pobres y peligrosas de Acapulco, y
rafaguearon por dentro. Rodolfo, el único compañero de trabajo de Samuel,
también pudo salir del local, pero cuando huyó hacia la azotea un disparo le
atravesó la espalda y lo hizo caer muerto desde el primer piso hasta la entrada
del negocio.
Y ahora Samuel es el
siguiente blanco. El sicario dispara contra su víctima pero las balas no
alcanzan su cuerpo. Si el vendedor de tortillas quiere aumentar sus
posibilidades de vivir, necesita jadear 150 metros más hasta la calle Sección
Regional, la pavimentada, y girar a la izquierda para perderse en algún
callejón. Chilla. Serpentea. Resopla los 23 grados centígrados que pesan en el
aire. Sólo él sabe cuánto le amartilla el corazón o si su estómago se ha
convertido en un hueco que le debilita las piernas. Pero sigue hasta poner
ambos pies en el asfalto y a 10 metros de que alcance la curva que le salvaría
la vida… se desploma.
Una bala entra en su cráneo.
Desde lo alto, a lo lejos, los sicarios miran como el chico de playera azul
cielo y shorts verdes con blanco cae. No se levanta. Ni siquiera mueve las
piernas. El comando huye con la seguridad de que se ha cumplido la encomienda
de matar a todos los trabajadores de esa tortillería.
Pero Samuel está vivo.
Apenas.
Media hora después del
balazo, la policía municipal de Acapulco llega por fin a su auxilio. El agente
Octavio N. recuerda al tortillero tendido boca arriba, exhalando aire caliente
y sangre de la boca, balbuceando que no lo dejen morir ahí. “¡Aguanta, chavo!”,
“¡Ya viene la Cruz Roja!”, “¡No te duermas!”, le piden policías municipales,
estatales y federales, quienes ya han llegado para protegerlo en caso de que
los sicarios se enteren que no está muerto y quieran volver. Él aguanta con
dificultad la llegada de la ambulancia, pero será en vano. Horas después en un
hospital público, Samuel Sotelo Jurado es declarado muerto.
Ese día, el 7 de enero de
2016, él se convirtió en la víctima más reciente de una guerra que los cárteles
de la droga le han declarado a la industria de la tortilla en Guerrero: tres
días antes de su asesinato, sicarios mataron a dos tortilleros en la colonia
Cañada de los Amates de Acapulco y otro par de vendedores de tortillas fueron
ejecutados, ese mismo día, en un local de la colonia Loma Bonita.
VICE reconstruye los últimos
instantes de este homicidio con el testimonio de policías que atendieron el caso
de primera mano y vecinos de La Laja. Para ello, un mes y medio después del
asesinato de Samuel, viajamos hasta la tortillería Los Mangos y sus alrededores
para entender la saña contra los tortilleros guerrerenses. Lo que queda del
multihomicidio es un local con una puerta roja que no abre desde la balacera,
unos tablones viejos con manchas ocre y un pequeño monedero quemado en el
mostrador.
Y miedo. Mucho miedo que
envuelve como sopor caliente.
El 35 por ciento de la industria en
Chilpancingo ha cerrado por miedo a ser los siguientes secuestrados cuyos
restos son hallados en narcofosas. Foto: Daniel Ojeda, VICE.
LA FIESTA DE LA TORTILLA ES UN FUNERAL
En México, el maíz es más que
un alimento: es identidad nacional. Y orgullo ante el extranjero.
En noviembre de 2010, la
importancia de ese cultivo en la imagen de México ante el mundo hizo que la
Organización de Naciones Unidas (ONU) declarara a la cocina mexicana como
Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Detrás la nominación
estuvieron funcionarios de primer nivel del Gobierno mexicano y el poderoso
Grupo Gruma –un conglomerado empresarial cuyo director es conocido como El Zar
de la Tortilla–, quienes festejaron el nombramiento en las primeras planas de
los diarios.
Pero a menos de seis años de
ese premio, la fiesta se ha convertido en un funeral para la industria asentada
en el estado sureño de Guerrero, donde 50 grupos criminales se disputan el
control de la entidad, primer lugar nacional en producción de opio y bautizada
por sus propios legisladores como “el epicentro del dolor nacional”.
El año que marca el inicio de
esta ofensiva es 2014. En aquel entonces, Chilpancingo, la capital de Guerrero,
tenía 285 tortillerías, mayoritariamente en colonias populares como la Benito
Juárez y la Universal, donde también se asientan grupos criminales como
Guerreros Unidos y Los Rojos.
Las bandas delictivas notaron
que el modelo de venta de las tortillerías ayudaba a sus planes de expansión:
los locales vendían el producto en inmuebles con vista a la calle o a través de
jóvenes que se desplazan en motocicletas para ofrecer kilos de puerta en
puerta. Si los cárteles de la droga controlaban esa fuerza de trabajo, podrían
obtener narcotiendas, narcomenudistas y vigilantes bajo la fachada de comercios
y vendedores.
Así que en Chilpancingo, los
cárteles dominantes de cada colonia comenzaron a secuestrar a dueños y
empleados. Los capturan de día o de noche, en avenidas transitadas o parajes
lejanos, en sus hogares o en los negocios y los retienen en casas de seguridad
durante una semana, en promedio. Dependiendo de la víctima, piden entre 30 mil
y 2 millones de pesos. Si el secuestrado paga por su libertad, se va con una
advertencia de los cárteles: a partir de ahora y si lo pedimos, repartirás
nuestra droga y usarás a tus vendedores como “halcones” o cerrarás tu negocio.
Lo sabe bien Abdón Abel
Hernández, líder de los tortilleros en Chilpancingo, quien ya ha sido amenazado
tantas veces que ha perdido la cuenta y secuestrado en una ocasión. La última
vez tuvo que endeudarse con un millón de pesos para pagar a sus captores. Llegó
a tener 17 tortillerías y la ofensiva del crimen le ha dejado con 11 de las 185
que aún quedan en la capital guerrerense. El 35 por ciento de la industria ha
cerrado por miedo a ser los siguientes secuestrados cuyos restos son hallados
en narcofosas.
“Estuve cuatro noches, cinco
días con esa gente. La familia se quedó con un quebranto económico muy fuerte.
Somos pequeños empresarios y ese dinero, a la mano, no lo tenemos. Todo el
crecimiento como empresario que pude tener ya se acabó”, lamenta Hernández.
“Hoy, todavía, despierto a las 3 de la mañana y siento que van a venir por mi”.
El líder tortillero admite
conversar en las oficinas de la Confederación Patronal de la República Mexicana
(Coparmex) de Chilpancingo. Abajo, dos guardaespaldas armados vigilan la
entrada del edificio en la colonia Centro porque le acompaña el presidente regional
de la confederación, Adrián Alarcón, empresario de la construcción de 51 años,
quien también vive con la muerte soplándole al oído por defender a sus
agremiados amenazados.
“Así como sucedió con la
industria del transporte público, en el que ‘doblaron’ a taxistas y camioneros
para convertirlos en manos y ojos del narco, hoy la industria de la tortilla
está secuestrada por ellos”, asegura Alarcón. “Está completamente infiltrada:
el dinero que ellos sacan de las tortillas, lo usan para comprar armamento. Los
estamos financiando”.
Sólo en los primeros dos
meses del año, Alarcón sabe de 35 empresarios que han sido secuestrados y
extorsionados en el centro de Guerrero; gran parte de ellos –un dato que
prefiere no revelar– son dueños de tortillerías o socios de algunas.
“No por nada, una encuesta
nacional –del Gabinete de Comunicación
Estratégica– señaló a Chilpancingo como la peor ciudad para vivir del país. El
crimen acaba con todo: inversiones, empleos, ganas de hacer familia aquí”, dice
Alarcón.
“Pero si aquí la situación es
crítica, deberías ir a Acapulco. Acá secuestran a los tortilleros, pero allá
los están matando”.
Para entrar a las zonas violentas de
Acapulco, la policía se prepara como si entrara a territorio en guerra. Foto:
Daniel Ojeda, VICE.
ACAPULCO, ES ESPLANDOR QUE YA NO ES
A mediados del siglo pasado,
Acapulco tenía a la superestrella Elizabeth Taylor casándose en sus playas, al
ícono musical Elvis Presley navegando sus aguas en su yate, al futuro
Presidente de Estados Unidos John F. Kennedy celebrando su luna de miel en el
puerto y a miles de artistas añorando una vida tranquila junto a su mar.
Hoy, Acapulco tiene 40 de los
50 grupos criminales con presencia en Guerrero, según la Fiscalía General de
Guerrero. Tiene células delictivas con el nombre del puerto turístico en su
acta de nacimiento como el Cártel Independiente De Acapulco (CIDA) o las Fuerzas
Especiales Unidas de Acapulco. Tiene la tasa de homicidios más alta del país:
104 por cada 100 mil habitantes, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la
Seguridad Pública y la Justicia Penal en México.
Y tiene, como en
Chilpancingo, una guerra contra los tortilleros.
Hoy, Acapulco no tiene
Secretario de Seguridad Pública; en su lugar, hay un interino que entró de
emergencia porque el Jefe de la Policía fue destituido por no hacer su examen
de control y confianza, un instrumento que ayuda a determinar si los mandos
policiacos están, o no, bajo la nómina del crimen organizado.
No tiene una Policía
Municipal confiable: el encargado del despacho es Miguel Flores Sonduk y sus
fichas para pelear contra los cárteles de la droga son mil 901 uniformados,
pero él estima que unos 700 no pasarán el próximo examen de control y
confianza, además de 160 policías incapacitados por lesiones y 120 son mayores
de 70 años; es decir, le quedan 921 elementos confiables para vigilar a 720 mil
habitantes y no tiene cómo contratar agentes probos, jóvenes y sanos, porque
necesitaría tener decenas de millones de pesos para indemnizar a los que no le
sirven. Hoy el presupuesto apenas alcanza para la gasolina de las patrullas.
No tiene certeza, ni
siquiera, de su propia vida: dos días después de tomar protesta, un capo
llamado El Deivy firmó una narcomanta dirigida al Alcalde del puerto en el que
acusaba que el nuevo nombramiento causaría más muertos.
A medio kilómetro de donde
los habitantes encontraron colgado ese mensaje, el 8 de enero pasado, 150
empresarios y vendedores de la industria de la tortilla tomaron la costera
Miguel Alemán, la calle principal del puerto, y marcharon para exigir seguridad
para su gremio en honor a sus muertos.
Sin embargo, de poco
sirvieron sus gritos: cinco días después de la protesta, el gremio de
tortilleros sepultó a José Eutimio Tonico, El Rey de la Tortilla, un conocido
empresario del municipio guerrerense de Arcelia, cuyo cuerpo fue hallado en un
camino de terracería días después de haber sido secuestrado junto con 15
personas más.
Además de los homicidios
conocidos por las autoridades en los juzgados y medios de comunicación, los
empresarios cuentan una cifra no denunciada de ejecuciones en su industria: al
menos, 20 asesinatos más a manos de sicarios que llegaron a los negocios con
las balas por delante.
“Esto es por una situación
que se dejó crecer desde hace años”, diagnostica Flores es un despacho caluroso
con decenas de botellas de agua y walkie-talkies. “Pero estamos haciendo
rondines diarios y coadyuvamos con el ejército, la federación, las distintas
policías ¡y estamos poniendo orden en Acapulco!”
Pero la realidad parece
distinta al discurso oficial, así que pedimos ir a los lugares donde el crimen
ha atacado a las tortillerías, hablar directamente con los amenazados y caminar
los últimos pasos de los asesinados.
“Sí, hombre, cómo no”, acepta
Flores. “Pero hay que pedir refuerzos”.
Juan Ibarra, empleado de una tortillería
en la zona popular de Acapulco, va a trabajar sin saber si volverá a casa.
Foto: Daniel Ojeda, VICE.
LA ZONA DE GUERRA
Para entrar a las zonas rojas
donde están las tortillerías amenazadas de Acapulco, hay que prepararse como si
se quisiera entrar a territorio en guerra.
Para el recorrido, la policía
de Acapulco elige una camioneta, en lugar de un auto chico decorado como
patrulla. En la batea del vehículo está de pie y sosteniendo un rifle
automático el policía M.A., dispuesto a repeler una emboscada a rafagazos. El
conductor, policía Óscar Sedano, va protegido con chaleco antibalas y dos
escuadras cargadas. Y el copiloto viaja con arma corta pegada a la pierna
derecha y un rifle de asalto recargado en la pierna izquierda. Este último es
el guía del recorrido: oficial Doroteo Eugenio Vázquez, de 53 años, encargado
de la Policía Preventiva Urbana.
Él propone ir a la zona de
Palma Sola, donde tres días antes un hombre fue asesinado a balazos y
machetazos. Conforme la camioneta se adentra en callejones, aparecen cada vez
más pendientes estrechas, autos abandonados, jóvenes vigilantes del paso
policiaco y pintas de los grupos que se han apoderado del territorio.
“Acá está bien pesado”, ataja
Sedano, hablando de lo obvio: bastaría que dos vehículos cerraran una entrada y
una salida de los callejones para dejarnos atrapados y a merced de pistoleros.
“Mira, esa tortillería… y esa… y allá arriba hay otra… todas esas están
amenazadas”.
Luego de varios minutos, la
camioneta se estaciona en la calle Niño Perdido, frente a la tortillería El
Samaritano. Juan Ibarra, el dependiente, mira con miedo a los policías detrás
de los barrotes de su local y pega el cuerpo a una pared. Hasta que sabe que
somos periodistas, respira aliviado.
“¿Miedo? Sí. Mucho. Yo hasta
pensé que ustedes iban a… ya sabe…”, tartamudea Ibarra, un cuarentón bonachón
con playera del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la fuerza política
que gobierna Acapulco. “En este negocio, hay quienes salen por la mañana y
nunca vuelven a ver a la familia”.
Entonces, la camioneta
arranca rumbo a un lugar donde hubo quienes salieron a vender tortillas y
acabaron en un ataúd: La Laja, la zona alta de Acapulco. Ir allá triplica el
riesgo, así que se triplican los refuerzos con seis policías más en dos
camionetas extra. Una abre el paso, otra lo cierra detrás de la camioneta
central. De nuevo, el convoy se mueve por pendientes apretadas bajo la mirada
intimidante de los habitantes de la colonia.
“¿Quieren ver dónde mataron a
los chavos de hace unos días?”, pregunta Vázquez. “Vamos para allá para que
vean. Pobres chavos, no tuvieron chance”
Tras media hora de recorrido,
el convoy se detiene frente a la tortillería Los Mangos, un local cerrado con
tablones viejos y un monedero quemado en el mostrador. Se asoman los vecinos,
pero el miedo les tiene cosida la boca, así que los policías cuentan la
historia de esa mañana, cuando cuidaban que los sicarios no volvieran para
rematar al sobreviviente en el piso, mientras borboteaba sangre y suplicaba que
no lo dejaran morir ahí.
El policía Octavio N. narra
que por esta calle entraron los sicarios al local, dispararon acá y acá, por
allá cayó el cuerpo de uno de esos chicos llamado Rodolfo y aquí fue la ruta de
escape del otro empleado, Samuel, pero le abrieron el cráneo con un tiro
distante.
Recuerda en voz alta a la
víctima y su desbocada huida por el callejón de terracería, sus gritos, sus
súplicas, la impotencia de algunos vecinos por no vencer al miedo para ir a
rescatarlo, el miedo que debió sentir en el pecho, el estómago, las piernas y
su deseo de aferrarse a la vida.
“¿Usted cree, oficial, que
Samuel sea la última víctima de la guerra contra los tortilleros?”, le
pregunto. Y una mueca agria le descompone el rostro.”En Acapulco, hay muertos
todos los días”, responde, resignado.
El convoy da la vuelta y
regresa a la zona turística de Acapulco. Deja atrás cinco tortillerías
amenazadas y, al menos, siete trabajadores que, como Juan Ibarra, al salir de
casa se preguntan si volverán a ver a su familia o si serán el próximo Samuel
Sotelo Jurado. También queda atrás el miedo.
Mucho miedo que envuelve como
sopor caliente.
(SINEMBARGO.MX/ VICE Media marzo 14,
2016 - 16:04h)
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