Un cirujano supuestamente cercano a
Joaquín Guzmán me contactó para que escribiera su vida. Todo resultó en nada y
ahora Rolling Stone publica una entrevista que le hizo el actor
Desde hace al menos tres
años, Joaquín Guzmán Loera buscó que el mundo conociera su historia por propia
boca. El año pasado dio una entrevista a Rolling Stone -que se acaba de
publicar- y hace pocos días cayó prisionero por la imprudencia de producir una
película, su último intento para propagandizarse. Antes, El Chapo quiso que
alguien escriba la historia de su vida.
Un día de enero de 2012,
cuando Washington DC era un pantano de humedad gélida, una editora amiga me
llamó para tentarme con una oferta que no podía rechazar: El Chapo Guzmán,
dijo, quería contar su vida y ella me había elegido a mí como su autor. Un
cirujano plástico amigo de El Chapo había llamado de buenas a primeras a su
compañía en busca de quien le abriera las puertas a la historia del narco más
famoso del planeta. Podían haber elegido cualquier otra editorial, dijo, pero
la fortuna —o la guía telefónica— quiso que la suya, Aguilar, comenzase con la
letra A. El Chapo quería narrarse a sí mismo, cansado de que la Historia lo
tuviera del lado de los malos y no como un bandido con corazón.
El libro debía escribirse en
condiciones de espanto y absurdo. El inicio de la producción no tenía fecha
fija porque dependía de cuándo Guzmán Loera quisiera o pudiera hablar. Cada uno
de mis viajes sería a un aeropuerto a determinar, donde sería recogido por un
grupo de hombres. No podía llevar teléfono celular ni computadora, el pasaporte
quedaría con ellos y viajaría encapuchado a un destino incierto. En ese paraje
remoto de México donde mi única compañía serían tipos armados con todo tipo de
armas pero ninguna piedad, debería conversar con Guzmán Loera del tema que él
quisiera, por el tiempo que fuera necesario y sujeto a su humor de mercurio.
Menudo plan: desaparecería de la Tierra sin aviso y volvería a aparecer cuando
el Chapo lo deseara.
Desde el principio dije a mi
amiga que me interesaba escribir la historia según mi propia voz, no ser un
escritor fantasma, pero del otro lado insistían en que la historia debía ser la
voz y mirada del Chapo. Ante su necesidad de un amanuense, yo insistía, no sé
con qué coraje o inconsciencia, en que no hay mejor historia que aquella
apropiada por los extraños. Mi mujer estaba preocupada —nuestro hijo recién
tenía tres años— y yo compartía sus nervios, pero los mezclaba en un cóctel
promiscuo de excitación, famas posibles y veleidades de escritor pretencioso.
La mayor parte de nosotros pasa su vida sin que un gran criminal toque a la
puerta para contarte su vida a un brazo de distancia, de modo que decidí
esperar por los hechos. El mal espanta al hombre pero atrapa al escritor.
Siguieron varios meses del
cirujano esfumándose con regularidad para volver a aparecer con nuevos SMS
desde un teléfono nuevo. En ocasiones, el tipo nada más escribía para decir que
el proyecto continuaba. Mi editora y yo nos acompañábamos en la ansiedad de los
padres primerizos, pero un día, al cabo de unos seis meses, sus SMS se acabaron
tan inesperadamente como comenzaron. En una última comunicación, el cirujano
dijo que suspendía los contactos por cuestiones de seguridad. Supusimos
entonces que los militares del gobierno de Felipe Calderón atraparían pronto a
Guzmán Loera, pero el cerco recién estrangularía un año y medio después de
nuestras conversaciones, cuando la Marina, ya bajo el mando del presidente Peña
Nieto, cazó a El Chapo en Sinaloa casi al mismo tiempo en que la revista Forbes
lo incluía en su lista de millonarios y famosos.
Me olvidé del caso por un
tiempo y cuando ya había comenzado a convencerme de que nada más sucedería, a
fines de 2014 un colega muy joven me contó una historia similar a la de mi
editora: un médico que era testigo protegido de la DEA en Estados Unidos y
decía ser cercano a Guzmán Loera le dijo que quería contar la historia de
ambos, pero nada pasó y el proyecto cayó en el mismo vacío sideral donde
flotaba la aventura del cirujano plástico. Un tiempo después el Chapo escaparía
de una prisión federal para esconderse quién sabe dónde, hundiendo al gobierno
mexicano en el descrédito y la burla hasta que apareció la Procuraduría General
de la República con una historia, literalmente, de película.
Como un actor de tablado
pobre, ansioso por atrapar el único papel importante de su vida, un Guzmán
Loera embrutecido por las torpezas que provoca la vanidad descontrolada, habría
salido a buscar a la desesperada actores y directores para ponerse a sí mismo
ante el escrutinio de Hollywood. Como si estuviese tocado por el espíritu de
Flannery O’Connor, El Chapo había decidido asumir que sólo él podía escribir el
guión de su propia existencia. Ahora su historia ya no sería narrada sino vista
y él sería el productor y mandamás de todo un equipo que contaría la leyenda de
un tal Joaquín Guzmán Loera.
En medio, sabemos ahora, Sean
Penn aterrizó con Kate del Castillo en una sierra ignota de México y habló
siete horas con el Chapo. Su historia, con mensajes encriptados y una avioneta
que escapaba radares, empequeñece mi travesía imposible y engrandece mi
derrota, pero hace sobre todo increíble la determinación de Guzmán Loera por
volverse propagandista de sí mismo. Y es comprensible: todos deseamos ser
aceptados. Con su libro y su película, el Chapo quería limpiar su legajo de las
maldiciones ajenas, peinarse como el chico bueno de la foto. Que el mundo
entendiera que aquel criminal brutal era un bandido romántico amado en su
tierra. La vanidad no es ajena a nadie con dos piernas ni nueva entre los
hampones. Donnie Brasco, el agente encubierto del FBI que vivió seis años con
la familia Bonanno, decía que los gángsters adoraban verse en las películas
retratados como generales listos e inteligentes como filósofos. El Padrino de
Coppola enorgullecía a los mafiosos de New York porque su delicadeza y
clasicismo técnico presentaba la vida en la mafia como un universo violento,
sí, pero también capaz de glamour y refinamiento. El hijo de John Gotti tocó la
cúspide de esa superficialidad desesperada por ser y encajar cuando celebró su
matrimonio en el Helmsley Palace de Manhattan junto a doscientos cuarenta
invitados en una bacanal romana de pasta, medallones de ternera, langostas de
Maine y kilos de fruta fresca.
La avidez de Guzmán por
contar su vida requiere de nuestra complicidad. Películas como Buenos muchachos
o Casino o series como Los Soprano tocan nuestras canciones. El libro Film,
Television and the Psichology of the Social Dream habla de Vito Corleone como
un hombre resuelto, astuto, inteligente y determinado, dispuesto a vivir la
vida de manera realista y en sus propios términos antes que a sucumbir a la
miseria de trabajos insignificantes y la amenaza de la miseria. Ese costado
enjundioso no parece desdeñable para quien vive molido a palos por la vida, aún
cuando quien lo inspire sea un arquetipo de la mafia como Corleone o el Chapo.
Y luego está aquello que a mí
mismo me atrapó, ese tironeo de repelencia y seducción de estos tipos malditos
que nos muestran cómo podría ser la vida si tuviéramos menos escrúpulos. En
libro o película, El Chapo, un pequeño Darth Vader mexicano, confiaba en
nuestra avidez y nuestra piedad para hacer, de su historia, la Historia. Como
debía ser, vía Sean Penn y Rolling Stone, el Chapo se la regaló a Hollywood.
Diego Fonseca es un
periodista y escritor argentino.
(DOSSIER POLITICO/ Diego Fonseca El
País/ 2016-01-10)
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