En el norte de Sinaloa, denuncian, todos
los días se pierde una persona
Los sepultureros clandestinos
recorrieron una gran distancia para deshacerse de los restos de su víctima.
Cruzaron tres sindicaturas: Central, Ahome e Higuera de Zaragoza.
En la parte más recóndita,
entre la comunidad de San Antonio y el campo pesquero El Jitzámuri, doblaron
hacia tierras arenosas. Recorrieron al menos ocho kilómetros hacia adentro de
esa espesura.
Cuando estuvieron alejados de
la vista humana descendieron de sus vehículos y bajaron su carga ensangrentada.
No trabajaron mucho. Cavaron
a baja profundidad. Apenas lo suficiente para cubrir con tierra el cadáver. Y
antes, para disimular el olor o para evitar que éste penetrara las llanuras
frecuentadas sólo por vaqueros pobres, esparcieron cal sobre el cuerpo.
Sus tretas de preparadores de
cadáveres no dieron el resultado esperado, porque al final, el viento que sopla
en esas inmensidades de las tierras de agostadero fue desenterrando lo que se
quiso ocultar, y que la autoridad niega: la existencia de personas privadas de
la libertad por grupos armados que se pasean por toda la ciudad sin que ninguna
policía los detecte. Maniobra harta sospechosa, dicen aquí.
El cadáver era de un hombre
maduro. De unos 44 años. Estaba tatuado. Tenía ambas muñecas esposadas. Y las
piernas juntas por un mecate que se lo ataron en los tobillos. Murió por un
disparo.
A Ricardo Aguirre Gaxiola, un
grupo armado se lo llevó a la fuerza de su casa, en la calle Revolución, en el
ejido 20 de Noviembre, de ese mismo mes.
Junto con él, los sujetos
habían capturado también a una mujer y a dos niños. Recorrieron pocos cientos
de metros en la camioneta dorada en que viajaban y decidieron abandonarla a
ella y a sus críos, pero a él se lo llevaron.
Esos serían los últimos
minutos que Ricardo fue visto con vida. Su cuerpo fue reconocido por los
tatuajes que desenterró el viento.
El mismo viento que a cinco
metros de la tumba clandestina de Ricardo reveló la existencia de otros
hombres, los cuales tendrían más tiempo de enterrados en forma clandestina.
Estaban uno sobre otro. Ellos aún continúan en una funeraria local, pues nadie
del desfile de adultos con personas desaparecidas los reconoce como suyos.
Mientras esto ocurre, mujeres
adheridas a la agrupación Desaparecidos de El Fuerte continúan su búsqueda de
tumbas clandestinas por distintos municipios del norte de la entidad.
Una corazonada y un aviso
anónimo las envió a una búsqueda palmo a palmo en la sindicatura de Ahome.
Rastrean a un joven, que meses atrás sencillamente se esfumó.
Escarbaron con sus propias
manos en lo que parecía tierra removida. Nada encontraron. Pero no desisten,
continúan en su andar, tocando aquí, palmeando allá. No desisten, aunque parece
que a ratos se desinflan. Siguen caminando bajo el rayo del sol.
En sus cabezas ronda la
promesa incumplida del secretario de gobierno, Gerardo Vargas Landeros, de
darles recursos para pagar al operador y rentar una retroexcavadora, porque
cuando lo llegaron a ocupar el político nunca se presentó, y no respondió las
llamadas telefónicas.
“Es que son políticos”, se
rendiría Mirna Nereyda Medina, líder y fundadoras del grupo que coloquialmente
se conocen como “Las Rastreadoras”.
A ella poco le importan las
promesas de los políticos, porque sabe que son ofertas de ocasión, que lo mismo
se le dan para corromperla, callarla o menguar su afán crítico. E igual le
responde. Con una sonrisa, y un silencio. Un vacío que después estalla, y como
ahora, tampoco es la excepción.
“En el norte de Sinaloa,
todos los días se pierde una persona, aunque la autoridad lo niegue”.
La prueba de esa marcha
sorda, lúgubre, son los postes y los muros urbanos. En ellos están los papeles
con las fotografías de los desaparecidos. De los que son buscados y que en
ocasiones el viento los desentierra. Como le pasó a Ricardo, en San Antonio, Higuera
de Zaragoza.
(RIODOCE/ COLUMNA “SIN CATEGORÍA” de
Luis Fernando Nájera/ Los Mochis en 13 diciembre, 2015)
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