Clara
Gómez, una de las supervivientes de la matanza de Tlatlaya, cuenta lo sucedido
aquella noche entre una patrulla del ejército mexicano y un grupo de supuestos
narcos
Ella
nunca había visto un disparo. Estaba sentada contra la pared, en un rincón. Los
demás dormían. Por el portón abierto de la bodega apenas entraba luz porque
aquella noche no hubo luna. Ella no dormía porque tenía miedo. Escuchó una voz
cerca de la puerta: “¡Nos cayeron los contras!” Entonces, empezó el tiroteo.
Las balas incandescentes entraban y salían por la oscuridad de la bodega. Se
levantó del rincón y fue a buscar a su hija. La encontró tirada en el suelo
boca abajo, herida en una pierna. Le tomó el pulso. Todavía estaba viva.
–Por
el mismo dolor no podía hablar. Vinieron más disparos y me volví a esconder. Ya
no vi a Erika nunca más.
Erika
Gómez tenía 14 años. Murió tiroteada por el ejército junto a otras 21 personas
–supuestos narcotraficantes– en un inhóspito descampado en Tlatlaya, al sur del
Estado de México, en la madrugada del 30 de junio del año pasado. Clara Gómez
González, la madre de Erika, es una de las tres supervivientes. Su declaración
como testigo a los pocos meses del suceso dio un vuelco en la investigación
oficial. Por ahora van ocho detenidos y dos juicios abiertos, uno militar y
otro civil, para dilucidar si lo que ocurrió aquella noche fue únicamente un
enfrentamiento –como defiende el ejercito– o los soldados mataron sangre fría a
la mayoría de los supuestos delincuentes, una vez que ya estaban rendidos y
desarmados.
A
Clara Gómez, de 37 años, que hasta ahora había permanecido en el anonimato por
seguridad, la Justicia le ha puesto cuatro escoltas. “No se separan de mi por
nada”, explica frunciendo los labios con cierto alivio en un sofá de la sede
del Centro Prodh, los abogados que la asisten. Dice que de ánimos está “un
poquito mejor” y con “fuerzas para seguir explicando la verdad de lo que pasó
en Tlatlaya”.
Cuenta
que llegó a aquella recóndita bodega siguiendo los pasos de su hija. Hacía
semanas que no sabía nada de ella. Clara Gómez es maestra rural y pasa meses
enteros en los cerros, enseñando lo básico a los niños de las comunidades donde
no llega la educación convencional. “Yo no estaba muy enterada porque me iba a
la sierra a trabajar. Me lo dijo mi mamá, que la niña no iba por casa”. Erika,
la menor de cuatro hermanos, vivía con su madre, su abuela, dos tíos y 10
primos en una casa con piso de tierra en Arcelia, un pequeño municipio de
Guerrero pegado al Estado de México.
Esa
zona fronteriza de Guerrero, el segundo Estado más pobre de México, tiene una
fuerte presencia de grupos de la delincuencia organizada. En los pequeños
pueblos colonizados por el narco es una práctica habitual de las redes mafiosas
captar a las niñas directamente de las escuelas. “Ven a las muchachas más
bonitas, pues las que tienen mejor cuerpo y nada más se las llevan. Así es como
hacen”. Las familias suelen apostar por mantener el contacto y negociar el
precio del regreso. “A veces vuelven, porque las usan y las botan. Pero otras
no regresan y ya no sabes nada más de ellas”, explica la madre de Erika.
Imagen
de la pared de la bodega / B. RODRIGUEZ (AFP)
Por
eso ella decidió ir en busca de su hija. Tras una semana preguntando por el
pueblo la niña la llamó el 29 de junio para verse esa misma tarde. Llegó en una
furgoneta blanca. Dentro venían también cuatro hombres. Estaban armados. Apenas
habló con su hija. “Le dije que yo iba a por ella. La vi muy seria, no decía
nada. Fue muy poco tiempo, nada más me dijeron que subiera a la camioneta y me
llevaron con ellos a la bodega”.
Recuerda
que los hombres eran muy jóvenes, “puros muchachitos”, y que tenían “armas
largas”. Uno le pidió el teléfono. “Me quitaron el chip porque me dijeron que
sino yo les iba a echar al Gobierno, y me llevaron a una esquina”. Tenía un
coche aparcado en frente que la impedía ver. “Pero se oían muchas voces”. Allí
se quedó hasta que arrancaron los disparos, que según ella, empezaron de fuera
a dentro.
Duraron
como 20 minutos. Un informe de la PGR (Fiscalía) filtrado a la prensa registró
172 disparos: 160 de los militares y 12 del grupo de la bodega. Cuando terminó
el tiroteo, escuchó “ríndanse, somos el ejército, les vamos a perdonar la
vida”. Clara seguía escondida y vio como ocho soldados entraron en la bodega.
Algunos cuerpos yacían en el suelo. Al resto, ya desarmados, los fueron
colocando uno a uno contra la pared. Les preguntaron su nombre, de dónde eran,
cómo era su apodo.
“Les
herían y nada más les daban un balazo. Había algunos que todavía no se acababan
de morir. Se veían bien feo como les hacían. Estaba horrible”.
La
investigación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos apunta que al menos
12 de los civiles –entre ellos dos menores de edad –fueron asesinados a sangre
fría.
Y
que además, la escena del crimen fue manipulada para hacer creer que todos
habían caído durante un cruce de disparos.
Entre
35.000 y 45.000 soldados patrullan por las calles de México desde que el
presidente Felipe Calderón decidera la década pasada poner al ejército en
primer línea del combate contra el narcotráfico
Clara
Gómez estuvo detenida durante seis días. Denuncia tratos vejatorios, que han
sido corroboradas por la CNDH, y coacciones para que declarara que ella también
pertenecía al crimen organizado.
“Yo
les dije que no sabía nada. Pero no me querían creer”. Su hija iba a cumplir 15
años en otoño y le había prometido llevarle a un restaurante a comer su plato
favorito, mojarras fritas.
(DOSSIER POLITICA/ David Marcial / El
País/ 2015-07-21)
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