No se lo dijeron. No era
necesario: lo quitaron de gerente de la sucursal del banco y lo mandaron a esa
ciudad, considerada por muchos la más violenta del mundo. En tiempo de lluvia
olía a sangre vieja y en tiempo de estiaje el olor a cadáver traspasaba como
cuchillo le piel de los vivos.
Pero aceptó el puesto.
Finalmente conservaba el título de gerente y quería mantenerse y alcanzar la
jubilación. No le faltaba mucho. Qué me puede pasar, se preguntó. Y le dolió el
centro y frente de su cabeza, entre cienes. Si no me meto, no se meten. Y así
me la voy a llevar, le dijo a un familiar. Lo dijo y sus palabras se caían como
secas torundas de papel.
Llegó y buscó un departamento
chico para meterse ahí cuando no estuviera en el banco. Se llevó su camioneta
esqueip porque le gustaba y era la única que tenía. Su rutina era la sucursal
bancaria, terminar el turno y cerrar, y luego meterse en su cueva de concreto y
falsas paredes.
Le empezaron a decir no te
vayas por ahí, cambia tus rutas, procura no salir muy noche, cuando andes por
esos rumbos, lo mejor es que no andes solo. Él sintió que todo eso era ocioso.
A mí no me va a pasar. Y de nuevo esa punzada en el centro de su frente: en el
ecuador de su cabeza, entre sien y sien. Debía reconocer que tenía miedo.
Reprimirlo daba como resultado ajustar músculos y que se le clavara ese dolor
en el fondo de su occipucio y se le expresara en la parte frontal.
Lo agarraron cuando salía de
la sucursal, en medio de otros que estaban en el estacionamiento. Lo traían en
el asiento trasero y le pidieron las tarjetas de crédito y débito. Fueron a una
gasolinera y los empleados se dieron cuenta que iba a punta de pistola pero
hasta saludaron a los maleantes. Pagaron con la de débito y luego entraron a un
supercito: ocho güisquis, botana, queso, salchichas, pan y chocolates. La
tarjeta solo aceptó parte de la mercancía. De ahí lo llevaron a una casa de
seguridad.
Jefe, le respondieron a
alguien por radio. Aquí tenemos la camioneta que pidió. Sí, sí. Y qué hacemos
con el cabrón este. Lo de siempre, se escuchó. Ni modo, amigo. Le llegó la
hora. Ese matón lo llevó fuera de la ciudad, a las faldas de un cerro
enmontado. Lo tenía amarrado de manos y sentado en el suelo. Le sacó la cartera
y empezó a barajar billetes, papeles, identificaciones y tarjetas. En un rincón
de la billetera encontró una estampita de San Judas Tadeo.
Y esto, preguntó. Es mi
santo, me lo dio mi hija pa que me cuidara. Sabe qué, también es mi santo. Es a
quien yo le rezo. Y por San Judas lo voy a perdonar. Récele más. Él lo salvó.
Se soltó como pudo, fue al departamento por sus cosas y salió de la ciudad. A
la chingada el banco.
(RIODOCE/ COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER
VALDEZ/ 10 mayo, 2015)
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