Mijo, no andes en la
malandrinada. Mejor ayúdame en el puesto de jotdogs y así aprendes algo de
beneficio y ayudas en el sostenimiento de la casa y también te quedas con unos
cuantos pesos. Ay amá, tú siempre con tus cosas. Al rato vengo, voy un rato con
mis amigos. Y se perdía entre las escaleras, brincando, apurado, ruidoso y
contento.
Vivían en medio de un caserío
amontonado: el barrio era viviendas con ventanas y puertas y patios encimados.
Las pisadas en el baño se escuchaban en la sala de dos casas atrás, y hasta los
susurros, los gritos de los pleitos conyugales y los ronquidos más ajenos y
distantes eran asunto de la colectividad.
Un día se juntó con los
amigos de siempre y uno les propuso que se dedicaran a robar carros. Tas
pendejo, si nos agarran nos matan, dijo otro. Él se quedó escuchando la
conversación y en cuanto pudo se apuntó para hacer el primer jale. El que había
hecho la propuesta les anunció que por cada automóvil había por lo menos cinco
mil pesos. Bueno, eso depende también del jalo y del modelo del carro.
Se aventaron el primero y les
gustó: la adrenalina les dilataba el pecho y hacía que los ojos saltaran,
temblorosos y ansiosos. Se hicieron adictos al dedo en el gatillo, la
supremacía de ordenarle a un desconocido bájate a la chingada, dame las llaves,
pobre de ti que denuncias, si no te quitas te meto cinco balazos a la verga. A
él le gustó esa cuarenta y cinco browning por negra y pesada. Otros agarraron
un par de treinta y ocho cromadas.
Sin saberlo, conoció el
temblor ajeno en ese médico, el arquitecto, el empresario, la doña que iba
saliendo del súper y que hasta un pedo se echó cuando le sacaron la pistola.
Sin nombres y sin rostros ni pasado. Era ese presente palpitante, esos
billetes, pero sobre todo la autoridad impuesta a punta de pistola. Y echarles
de la madre y tener la vida de ellos en ese dedo índice, pendiendo de un casi
invisible hilo de telaraña. Te mato, hijo de tu puta madre. Te mato si vas a la
policía.
Esa vez les pidieron una
camioneta. Iba avanzando en su Nissan cuando vio a una mujer chula, joven, de
pelo de selva amazónica y blancura de algodón. La imaginó sometida, boca abajo,
en sus manos, besos y más besos, y ella correspondiendo y encariñada, y Dos te
quiero, un qué buena estás, y un qué rico papito. Pero no. El trabajo es el
trabajo. A chingar a su madre, mamacita. Dame las llaves.
Pero la morra era de un
cabrón. El hombre tenía poder y mucho. Hizo una llamada y le respondieron
ahorita mismo patrón. Llegó al barrio un convoy de patrullas. Los uniformados
sacaron a todos los del barrio y los juntaron y golpearon. Quién fue, preguntaban.
Cachetadas y culatazos. El morro, escondido, le explicó a su mamá que él se
había librado, pero lástima por ese bato: ese que se llevaron y no vieron más.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 26 abril, 2015)
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