La empleada vio las
tres camionetas que llegaron. De ellas bajaron unos quince hombres, la mayoría
armados con fusiles automáticos. Entraron al motel y lo sitiaron. A ella le dio
miedo. Qué hago, se preguntó. Musitando se respondió voy a hablar a la policía.
Le dio miedo que causaran destrozos, que pusieran en riesgo a los empleados y a
otros huéspedes. Se sintió en la mirilla de los cuernotes de esos malencarados.
Marcó el cero
sesenta y seis. Lo hizo temblando y su voz sonó con un resuello desesperado.
Respiración agitada. Metieron mujeres y tomaron quince de los veinte cuartos. Y
la poli que no llegaba. Y los municipales que no llegan. Y dónde está la
autoridad. A la chingada los clientes, está gente me da miedo. Estamos en
peligro.
Diez minutos y
llegaron dos patrullas de la municipal. Se bajaron prestos, mostraron su
entrenamiento impecable. Marcharon impecables y se acomodaron: poses para la
foto. Los hombres salieron de los cuartos portando las armas y sin dar muestras
de rendición: se echaron grito, saludaron, diálogo ínfimo, los agentes
desinflados. Los policías se despidieron de lejos, inclinados. Parecían decir
estamos a sus órdenes, jefe.
Reverencias. Pasos
para atrás. Reversa. Recular. Fierro por la costera.
La mujer se preguntó
qué pasó, por qué se van. Les hizo señas, les echó gritos. Los uniformados
hicieron como que no oyeron. Ella marcó de nuevo al teléfono de emergencia. Se
quejó. Explicó lo que había pasado. Le pasaron al supervisor operativo y le
dijo ahorita vamos a checar, no se preocupe, yo le aviso. No volvió a saber
nada. A los días le llegaron voces de que esos hombres armados eran narquillos
y yuniorcitos de primera fila, hijos de la gente que controla la ciudad. Ah
bueno, pues me aguanto, respondió.
Una semana después
manejaba rumbo al trabajo. Iba tranquila, como conducía ella: una anciana a su
lado era un bólido. Platicaba con un compañero de trabajo. Activó el manos
libres para conversar cómodamente. Le dijo pérame, ahí viene una patrulla y
como que me hacen señas de que me detenga. Le encendieron la torreta y las
luces. Ella se detuvo y no bajaba el vidrio cuando golpeaban las ventanas del
vehículo. Le gritaban este carro es robado, bájese por favor.
Ella respondió no es
posible. Yo lo compré usado, en una agencia. Ya lo checamos, señora. Es un
carro robado y usted está detenida. Nos la vamos a llevar. Metieron medio
cuerpo y esculcaron el tablero, los sillones, tapetes y cajuela. No encontraron
nada, pero repetían lo mismo. Fue lo último que se supo de ella. Nada qué ver
con el usted perdone, patrón, que les respondieron los polis a aquellos hombres
armados que seguían en esa orgía: interminable festín.
(RIODOCE/
Columna Malayerba de Javier Valdez/ diciembre 7, 2014)
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