Él
iba en ese carro con placas de California. A un lado y en el asiento trasero,
tres jóvenes gringos que se divertían esnifeando, chupando botes color ámbar y
rolando un carrujo de yerba. Hablaban perfectamente español: esa convivencia
con pochos, cholos, dragsdiler de origen latino, mexicanos parranderos y
esmerados en la autodestrucción.
Iba
contento. Era su último jale y el más grande. Coca para los gringos, yo invito.
Parecía decir. Buen traslado, buena venta, buen billete. Las tiras de cuero de
rana le abultaban la bolsa derecha del pantalón y también la izquierda. Y
aquellos morros se divertían de lo lindo probando el alcaloide que apenas les
había entregado.
Daban
un rol por calles anchas y bulevares. Santana y narcocorridos habían pasado por
el reproductor de cidís y ellos brincaban. Intentaban cantar, arremedaban al de
la batería y luego al de la guitarra. Un pasón y otro. El cigarro parecía no
tener fin y esos chavos se saboreaban de tantos toques ajenos.
Dentro
del vehículo nació un placentero y exótico vaho: humo, sudores, respiración. La
niebla empañó los cristales pero él, que iba manejando, vio los colores rojo y
azul de la patrulla que se les había puesto atrás, mientras circulaban. Se
escuchó el sonido ronco del claxon de la patrulla y una voz en inglés que decía
que se orillaran.
Los
hombres se acercaron a ambos cristales. Traían chalecos antibalas y armas
cortas. La mano sobre la cacha de un arma todavía enfundada.
Bájense.
En la parte trasera de los chalecos decía dea, con letras grandes. Dos de los
agentes hablaban un español mocho pero entendible. Cuando bajaron los cristales
y abrieron las puertas, la niebla enervada y tóxica cacheteó a los polis.
Hicieron un gesto de fuchi y también de satisfacción. Habían dado con un clavo
y de seguro llevarían a esos detenidos.
Rápido
los sometieron. Revisaron el carro y dieron con dos paquetes y algo de mota.
Están detenidos. Todo lo que digan será usado en su contra y bla bla bla.
Esposados. Llegó otra patrulla y se los llevaron. Él iba cagado. Pensó en la
pendejada que había cometido: todo se desmoronaba.
Para
su sorpresa, aquellos tres se declararon culpables. Tres horas de
interrogatorios y sin haberse puesto de acuerdo, se amarraron con la misma versión:
él no tenía bronca, ellos habían ido a comprar y ese bato solo les había dado
raite. Lo soltaron y hasta le pidieron disculpas. Salió de ahí y casi brinca
para llegar a México y dejar eso atrás.
En
el camino se detuvo a echar gasolina. Vio la parte trasera del carro y leyó
Puro Sinaloa, en la parte superior de la defensa. A un lado, con pintura verde
sobre la carrocería blanca, una hoja de mota que él mismo dibujó. Por eso los
habían detenido.
(RIODOCE/
Columna Malayerba de Javier Valdez/ septiembre 1, 2014)
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