Raúl
sintió que los ojos se le llenaban de vidrios: sin pedirle permiso, las
lágrimas empezaron a emanar y correr piel abajo. Uno de sus hijos había sido secuestrado.
La policía dijo que era un levantón, pero él sabía que de un momento a otro le
iban a llamar para pedir rescate.
Sonó
su celular. Traía el tono de El palo verde y él se sintió avergonzado de ese
sonido macabro en medio de la tragedia. Su hijo de dieciséis años. El segundo
de tres. Vio a su esposa derrumbada, echa polvo, sentada en el sillón y
secándose esa dolorosa fuga de agua con sal. Chingada madre, musitó.
Aplastó
el botón verde del Motorola y pronunció un imperceptible y tembloroso bueno.
Mira hijo de la chingada, tenemos a tu hijo. Y se lo pasó para que el morro
gritara un aterrador papá. Le pidió el dinero a cambio de dejarlo ir y le
explicó dónde y cómo debía dejarlo. En cuanto sepamos que lo dejaste ahí, lo
soltamos. Chingo mi madre si no. Él lloró otra vez y le suplicó que no le
hiciera daño al muchacho.
Juntó
la lana y la llevó. No avisó a la policía porque tuvo miedo. Son los mismos, le
dijo su mujer. Así menos les aviso. Esperó y esperó y esperó. No tuvo noticias
de su hijo en dos días. Al tercero, lo encontraron tirado: lesiones por golpes
y orificios, ya sin color, yermo y con los ojos a medio cerrar.
Lo
enterraron como si el morro estuviera vivo. El padre le hablaba, le pedía
opiniones y le exigía que se levantara. La madre estaba desecha, colapsada. Y
sus otros hijos ausentes, en medio del diluvio, de lágrimas oscuras y amargas,
y la hiel de esos días aciagos. Pero la vida no se cansa y las malas noticias
nunca llegan solas: bastaron unos meses para que le secuestraran a otro de sus
hijos. El mayor.
Esta
vez denunció y la policía se puso a sus órdenes. Montaron un operativo en casa,
intervinieron teléfonos, asignaron a una unidad especializada de la policía
investigadora e instalaron la parafernalia de los encapuchados, los fusiles
automáticos, las manos con guantes y los chalecos antibalas. Vamos a dar con
ellos, señor, le dijo el comandante. Él no confiaba del todo pero tenía que
contar con asideros y no podía pasarle lo de su otro hijo.
Llamaron
a su cel de nuevo. El palo verde sonó varias veces porque así se lo ordenaron
los agentes que estaban custodiando el teléfono. El matón le pidió dinero, le prometió
soltar al morro cuando lo hiciera. Los polis le pidieron que hiciera tiempo
durante la llamada pero el secuestrador ni chance le dio. Hizo todo lo que le
exigieron pero el hijo ya no regresó.
Más
llanto, las grietas en la piel y vidrios en los ojos. Hiel más hiel.
Desgraciados, culeros, gritó él. Una vecina dijo que cuando el padre muere, uno
queda huérfano. Cuando muere la esposa, enviuda. Pero cuando muere un hijo no
tiene nombre.
(RIODOCE/ Columna Malayerba de Javier Valdez/ agosto 24, 2014)
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