Para Federico Campbell. Con ráfagas de vitaminas y esperanzas.
La mujer manejaba la camioneta con pulcritud. Tomó el bulevar ancho, a
tres calles de su casa. Vuelta a la derecha. De frente, dos cuadras.
Luego a la izquierda. Relaja sus dedos sobre el volante, abre y cierra
las piernas con lentitud y activa el direccional. Suelta un poco el
acelerador y traslada su pie derecho al freno, suavemente.
Levanta la derecha, abre el compartimento que está encima del
retrovisor y presiona el botón del control remoto del portón eléctrico.
La música acompaña sus movimientos. Volumen bajo: Joan Sebastian canta
solo para ella: hoy empieza mi tristeza, ya te vas, empacada en tus
maletas, mi alegría te llevarás, como te amo ni había amado, ni amaré.
Pero ella no tarareaba, solo emitía un dietético sonido con los labios pegados.
Quizá porque era lunes en la mañana. Tal vez porque estaba esa rola
en su reproductor de discos compactos. O porque iría con sus amigas al
café de las once. O por nada. Pero estaba relajada, ausente, viajando
entre el tablero de su camioneta, las rolas, la voz, la nostalgia, y esa
mañana de apacibilidad.
Probablemente por eso no vio el automóvil blanco que la había seguido
y que dejó su rastro dos cuadras antes de llegar. No vio el carro,
mucho menos a esos dos. Uno de ellos hablaba y hablaba por teléfono.
Tampoco reparó en esos que estaban en un vehículo gris, por la acera de
enfrente, a pocos metros de su casa, ni que en ese momento una nube
bloqueó los brazos ardientes del sol de las ocho.
Ella avanzó en su cochera. Frenó como si se hundiera en un invitante
colchón. Llegó y siguió hundida en el sillón de cuero, frente al
volante, con el sonido de mmm emanando de sus labios pegados y esa boca
de la que asomaba, una sonrisa.
Detrás, un hombre bajó del carro gris. Trae algo oscuro en su mano:
cuelga, destella, la esconde, roza con su muslo de mezclilla, avanza con
un compás de portar la muerte como la única certidumbre vital, empuña y
camina con una prisa que no pierde ritmo ni tiempo. Se cuela antes de
que ella aplaste el botón del control remoto que cierra el portón de la
cochera.
Ella empuja el dispositivo que la libera del cinturón de seguridad.
No suelta el volante, al contrario lo golpea al ritmo de la balada. Joan
Sebastian le dice que está triste, pero ella viaja lejos y con los ojos
abiertos. No ve lo que está detrás, a un lado, el ojo ciego y oscuro de
esa treinta y ocho, que le escupe el cuello, la cabeza, la cara.
A tres cuadras, media hora después, dos mujeres en el ocso. Ya
supiste. Mataron a la Karla. Tan guapa ella, tan simpática. Y eso. Qué
habrá sido, por qué. Pues ya sabes: o fue por eso del narco, o algo
pasional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario