La prostitución ejercida por jovencitas a cambio de ropa de marca en los grandes centros comerciales parece un práctica iniciada en los países del Este tras la caída del Muro de Berlín y la implantación del libre mercado, pero ahora se ha extendido por toda Europa.
José Abdón Flores
París • Los centros comerciales o malls,
para usar el chocante término en boga, parecen haberse consolidado en
la última década como las verdaderas catedrales de nuestro tiempo.
Especialmente para la juventud, y más especialmente para jóvenes movidas
por las aspiraciones que va diseminando el sistema de consumo donde se
desenvuelven.
La forma de vestirse es tal vez el anzuelo más poderoso
del que se valen estos nuevos centros de confluencia. En sus neutrales y
asépticos interiores, las adolescentes encuentran refugio y tentación.
Libres en cierto modo, pueden llevar una vida independiente mientras
están bajo su techo. Pueden probarse ropa, ponerse perfumes,
maquillarse, convertirse en eso que sueñan ser y que, fuera del mall, les resulta imposible.
Una se las acepciones de mall es “alameda sombreada
destinada para pasear”. Es verdad que los centros comerciales suelen ser
un sustituto de sitios en extinción como las alamedas. Y también es
verdad que en estos templos del consumo se han comenzado a dar
situaciones anómalas.
El fenómeno es un secreto bien disimulado: chicas
de alrededor de 15 años han descubierto cómo hacer realidad sus
aspiraciones para lucir cual modelo de pasarela tras abandonar su
“alameda” favorita.
Con el fin de obtener la prenda cuyo costo no pueden
pagar, estas transgresoras/emprendedoras han hecho de su cuerpo la
moneda de cambio. Una prostitución muy velada y silenciosa que puede
ocurrir a cualquier hora del día si la oferta y la demanda coinciden.
Es probable que el fenómeno provenga de los antiguos países
socialistas, donde la abrupta adopción del modelo opuesto trajo consigo
consecuencias inesperadas al poner al alcance de todos un libre mercado
que durante años fue un sueño.
En las aglomeraciones urbanas como Praga,
Moscú, San Petersburgo, Varsovia o Kiev, comenzó a ser común escuchar
historias de jóvenes que para poder vestirse bien aceptaban tener
relaciones sexuales con algún “sponsor” masculino que pudiera cumplirles
sus antojos.
Lentes de diseñador, bolsos, zapatos, sacos, pantalones,
tenis, celulares, boletos para conciertos, rara vez joyas y nunca, sobre
todo nunca, dinero en efectivo, es lo que las adolescentes piden a
cambio de ceder su cuerpo.
En Polonia, un país eminentemente católico,
el fenómeno ha alcanzado tales dimensiones que dio origen a una
película, Galerianki (2009), palabra eslava para mall girl,
que aborda el tema con lujo de detalles.
La película ha sido criticada
por los padres de familia quienes opinan que más que exponer una
problemática, este largometraje suele ser visto como un catálogo de
argucias que las jóvenes podrían usar para conseguir la ropa y los
accesorios que nunca han tenido.
Otro factor que apunta como origen del fenómeno a los países eslavos,
es esa fama que han tenido desde hace décadas como proveedores
principales para el lenocinio.
El hecho es que en ciudades como París,
Berlín, Milán o Ámsterdam, muchas chicas que realizan esta misma táctica
son de origen eslavo.
Cabe mencionar que una vez en el mercado
occidental ya no son precisamente adolescentes novatas que se acuestan
por un modelo Dolce & Gabbana o unas sandalias Jimmy Choo, sino
mujeres mayores de 20 años que han dejado la novatez de la adolescencia y
están por entrar a esa otra categoría que en sitios como la Côte D’Azur
es una profesión: la gold digger.
Esto no hace más que
reiterar una cosa: la rapidez del cambio económico-social ocurrido en
los países del bloque oriental ha sido excesiva.
Pese a lo antes expuesto, no se trata solo de un comportamiento
debido a un choque cultural. En algunos países capitalistas también se
da esta situación.
Es probable, puesto que el fenómeno implica la
posesión de un bien, que la primera mall girl haya existido en
alguna de las grandes urbes capitalistas, ya sea Londres, Nueva York,
Tokio o Miami, una Holly Golightly (la protagonista de Desayuno en Tiffany's)
de nuestros tiempos, cuya conducta no trascendió su entorno por el
simple hecho de que no tuvo la réplica masiva que sí encontró en los
antiguos países socialistas.
Maria K es una moscovita de 22 años que vive entre París y Milán
desde hace tres, y que se presenta como estilista, artista visual o
compradora profesional. Tiene tres tarjetas de presentación y un
domicilio móvil.
En sus ratos libres, o cuando alguna de sus tres
actividades no la sacan a flote, es una mall girl un tanto
veterana. Solo lo hace por zapatos y la razón es sencilla: los
fetichistas de zapatos suelen ser “sponsors” generosos y complacientes.
Siendo París la capital de la moda, uno pensaría que es el sitio ideal
para una chica así. No del todo. En la ciudad luz los centros
comerciales no tienen cabida por cuestión de espacio.
Los que hay, se
encuentran en los suburbios y son frecuentados por una clientela
ignorante en las tendencias. De modo que Maria K suele frecuentar las
calles selectas de las firmas de lujo: la Avenue Montaigne, la rue
Saint-Honoré y las arcadas del jardín del Palais Royal, sitio muy
parecido a lo que en el pasado era en realidad un mall.
De lo
que sí está lleno París es de potenciales “sponsors”. Según Maria K,
nada hay más fácil que seducir a un hombre de negocios.
El ritual, grosso modo,
sigue una secuencia hasta cierto punto predecible: una vez establecido
el contacto, ocurre un diálogo que tiene como fin desembarcar chez Marc
Jacobs, Ferragamo, Gucci, Roger Vivier o cualquier otra marca en mente
de ella. (Si bien no niega que el gran antojo es siempre un par de
Louboutin, pero el precio lo vuelve complicado).
Después ocurre un
modelaje indiscreto —en la medida de lo posible— del producto y, una vez
adquirido, puede o no haber una cena o comida, dependiendo de la hora,
para terminar con el intercambio sexual donde el “sponsor” decida.
En
palabras de la propia Maria K evitar la cama luego de tener lo que se
quiere nunca es buena idea.
La historia de Maria K es una versión exitosa y no desprovista de glamour
comparada con lo que acontece en ciudades de menos prestigio como
Varsovia o Kiev, donde los “sponsors” suelen ser menos refinados y los
escenarios más crudos.
Para una mall girl en una de estas
ciudades la historia tiene menos brillo: el trueque puede ser por unos
jeans Diesel y el pago puede llevarse a cabo en los baños o el
estacionamiento del gran centro comercial.
Otro caso es Lucy R, quien vino a París a estudiar francés y
eventualmente establecerse. Proveniente de un pueblito cercano a Brno
(República Checa), su buena figura y bonito rostro le permitieron ser
descubierta por agencias de modelos locales.
Si hay algo de lo que se
han quejado las agencias occidentales es de la pésima forma en la que se
visten las chicas eslavas, sobre todo las de provincia.
Tras algunas
pruebas, la pasarela no resultó ser el fuerte de Lucy R. Sin drama de
por medio, pues no le interesaba mucho, siguió con el francés pero
decidió vestirse “como las francesas”, para lo cual recurrió a lo que
según ella, ya había hecho en Brno.
A sus 20 años, Lucy R tiene gusto
conservador, marcas como Sandro, Cop Copine, Sinequanone, la hacen verse
una mujer madura y calculadora, exactamente la misma actitud con la que
ha conseguido esas prendas que la hacen verse como la sociedad
prefiere.
En el fondo de este asunto, más que el entorno económico está el
familiar, donde en realidad se gestan este tipo de comportamientos.
Sociólogos que han estudiado el fenómeno, como Marcin Drewniak, señalan
ciertos patrones comunes en estas jóvenes.
Por lo general tienen entre
14 y 17 años, provienen de familias monoparentales de clase media, pasan
mucho tiempo solas, comienzan prematuramente a abusar del alcohol y las
drogas, y buscan en el sexo la autoestima que nunca han tenido.
Para
alejarse de la palabra prostitución, nunca aceptan dinero y llaman a sus
clientes primero fracasados y con el tiempo “sponsors”; una forma de
evadir la realidad que solo consigue prepararlas para la prostitución
profesional.
La ausencia de los padres, ocupados en conseguir recursos
para mantener el hogar, imposibilita que los hijos adquieran un sistema
de valores que les evite esta primera caída en la vida.
(MILENIO/ José Abdón Flores/ 16 Junio 2013 - 1:19am)
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