MÉXICO, D.F. (Proceso).- En el siglo XXI el poder está
desconcentrándose y desperdigándose. Yéndose del Oeste para abarcar
también el Este. Escapándose del género macho, para repartirse igual
entre las mujeres. Trascendiendo los grandes consorcios informativos y
circulando por las redes sociales.
Sobre todo, el Poder ya no lo puede todo en las Presidencias de las
Democracias. El catedrático Moisés Naím describe el proceso de
pulverización y difusión del Poder en su nuevo libro El fin del poder,
donde aporta el dato que sigue.
De las 30 democracias grandes del planeta, solo en cuatro el
presidente gobierna con un Congreso donde su partido tiene mayoría. En
las restantes su quehacer no es fácil. Su quehacer está acotado por cien
costados. Y para poder ejercer el Poder, hoy un presidente depende de
las alianzas que logre.
Este año 2013 el presidente de México fue electo por escasamente una
tercera parte de la población. Su partido no es mayoría en el Congreso. Y
desde su asunción del Poder quedó claro que a su presidencia la
acechaban dos peligros. De un lado, el caos. Del otro, la parálisis.
Un feliz augurio nos sorprendió a los mexicanos este enero cuando se
anunció el Pacto por México, en el que los tres partidos grandes
pactaron una agenda de reformas. Había futuro para el movimiento
político y social. Había futuro para que la democracia no quedara
empantanada otro sexenio más y en este sexenio sucedieran por fin
cambios productivos.
Pero desde la muy pública firma del Pacto por México asomó un tercer
peligro para nuestra democracia, ese privativo de las democracias
incipientes y vacilantes. El reflejo autoritario. Primero ocurrió en la
prensa, que le atribuyó al presidente Peña Nieto todo el mérito del gran
pacto, despreciando la voluntad de los partidos involucrados.
Luego el reflejo se contagió al presidente, que no tuvo el tacto de
repartir el éxito entre sus aliados, los dos presidentes de los partidos
pactantes, arrojándolos así inermes a las interpretaciones malévolas de
sus detractores dentro de cada partido. Se habían vendido, anunciaron
los detractores. Traicionaban a sus partidos. Se supeditaban al gran
Poder.
No es casual que en México un pacto político con una agenda pública
bien establecida se haya leído como una sumisión: nuestra narrativa es
la autoritaria, redactada a través de un siglo de gobiernos
autoritarios, y está por desplegarse una narrativa de la colaboración
que mejor recoja los hechos necesarios en una democracia.
El segundo reflejo autocrático lo cometió hace una semana el mismo
presidente Peña Nieto. Mejor que llamarlo reflejo, convendría llamarlo
patadota autocrática. Ya se sabe. El PAN presentó a la opinión pública
13 horas de grabaciones donde se escuchan a operadores electorales
planear el uso ilícito de los programas sociales de la Federación para
castigar a quien no vote por el PRI y premiar a los que lo hagan.
Grabaciones que se presentaron en un caso bien armado e imposible de
descalificar.
El presidente reaccionó equivocándose de siglo. Habló como si fuese
un presidente del siglo XX priista, Adolfo López Mateos, José López
Portillo o Carlos Salinas de Gortari. Afable, sarcástico, engreído en su
Poder. No te preocupes, Rosario, le pidió a su secretaria de Desarrollo
Social.
El error fue de forma como de fondo. El presidente se puso del lado
de delincuentes electorales y pareció admitir que conocía que la
Secretaría de Desarrollo Social ha sido armada este sexenio para el
fraude electorero y que lo consideraba el derecho del Poder. El botín
del vencedor.
Y no sería raro que en efecto la Secretaría de Desarrollo Social esté
en efecto armada este sexenio para tales motivos, por una sola razón.
El sexenio pasado el PAN la armó para lo propio y así la usó.
Y las
redes de asistencia social donde el PRD gobierna están armadas para lo
mismo y para tal se usan.
De inmediato el Pacto por México se ha tambaleado, mientras subsisten
a su vera los dos peligros de nuestra democracia, y de casi cualquier
democracia contemporánea. De un lado la parálisis, del otro el caos. Es
lo más posible que ahora el presidente Peña Nieto haga lo necesario para
salvarlo, porque la vialidad de su sexenio está en el Pacto por México.
Es posible, y deseable, que para salvar el pacto limpie a Sedesol de
mapaches.
Y es posible también, de cierto es deseable, que en adelante el
presidente sea más cuidadoso con su espontaneidad. Esto es lo cierto.
Para el presidente Peña Nieto ser espontáneo es disponer del Poder como
si el Poder lo pudiera todo.
Lo pudo todo en el Estado de México, que gobernó como un monarca,
puesto que el Estado de México ha permanecido en el autoritarismo
primitivo y en él no existe sino una oposición mal organizada. Y lo
pudieron todo los presidentes priistas del pasado que constituyen la
estirpe intelectual de este presidente que parafrasea con fluidez a
López Mateos o al general Álvaro Obregón, pero nunca a Nelson Mandela o a
Angela Merkel.
No, el Poder ya no es lo que era en tiempos autoritarios. Qué bueno.
En México eso significa que el Poder debe apartar de sí sus soluciones
automáticas, los reflejos que vienen de un siglo de dictablanda, y
reinventar sus formas.
Al tiempo veremos una y otra vez crisis grandes y pequeñas donde el
pasado y el futuro chocan y avientan chispas. Distinguir en cada caso
qué es lo pasado y qué es lo futuro separará a los autoritarios de los
demócratas.
Twitter: @SabinaBerman
/2 de mayo de 2013)
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