El comandante tenía fama de cabrón. Cuando se presentaba alguien
que quería presumir su título de director, licenciado, ingeniero o jefe
de lo que sea, él respondía yo soy PC y le preguntaban qué significaba:
puro cabrón. Iba al frente de la patrulla, en labores de vigilancia, por
colonias de pavimento y otras de terracería, todas conflictivas.
Cuando llegaba la hora de intervenir, era el primero que se bajaba: derecha a la cacha del aerrequince,
dedo índice calloso a pocos centímetros del disparador y mirada al
frente, de escáner. No siempre era necesario bajarse de la patrulla con
el fusil ligeramente inclinado hacia abajo. Podía hacerlo solo con la
escuadra y la mano caliente cerca.
Actuaba con criterio. Podía resolver un asunto con un ándese con
cuidado y sin necesidad de detener a los involucrados. Sabía cuándo
estaban revisando a un enclicado y que si mencionaban las claves
de los mafiosos tenía que dar dos pasos para atrás y darles un que le
vaya bien. Sabiduría para capear las balas y no meterse en broncas.
Aquella mañana les avisaron de unos hombres armados que iban en una cheroki gris. Era un reporte anónimo que había llegado a la central de comunicaciones cecuatro.
Le dijo al agente que la hacía de chofer que le acelerara. No dieron
con ellos pero siguieron buscando. Antes de que salieran a una calle
ancha les cerraron el paso.
Los polis que iban en la parte trasera de la patrulla ya iban con el
cartucho cortado y el fusil como bayoneta. Pero los otros, que ya los
esperaban, les ganaron el jalón y cuando los tuvieron de frente no
pudieron hacer nada. Así estuvieron: cañón contra cañón, ojos saltados,
seguro botado y dedo flamígero apenas acariciando la superficie del
gatillo.
El comandante, que se había mantenido en la cabina de la camioneta, bajó y gritó a los de la cheroki
como queriendo saludar. Pareció conocer a uno de ellos: se acomodó el
cinto de las fornituras y la pistola, hizo saber con sus movimientos que
llevaba sus manos deshabitadas y que había dejado el fusil en el
asiento.
Hizo un ademán con la cabeza. Suavizó su mirada, puso en su lugar las
cejas y abrió los ojos para que su cara no pareciera de espanto ni sus
poros expidieran el miedo que en chinga huelen los perros. Avanzó cuatro
pasos y se detuvo. Miró hacia atrás. Los agentes estaban ahí,
apuntando, como estatuas de camellón de ancho bulevar.
Volteó a ver a los desconocidos que no le bajaban los cuernos.
Levantó las manos en son de paz o de rendición. Miró de nuevo a los
agentes y les gritó, Bajen sus armas. Así lo hicieron. Balbuceó algo,
dirigiéndose a los homicidas. Y luego cayó estertóreo, perforado y
anegado.
Alguien dijo, Ya se hizo. Otro más secundó un vámonos. Y los polis quedaron ahí, monumentales y estáticos.
24 de mayo de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez / mayo 26, 2013)
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