En el Reclusorio Preventivo de Puente Grande, donde
permanecen los detenidos en espera de sentencia, existe un módulo especial para
aquellos a quienes se considera “en situación de riesgo”. Un rincón de este
apartado se destina a los excluidos de la sociedad: homosexuales y transgénero.
Esta es una visita a un interno acusado de un robo menor, que trata de hacer
llevadera su vida y la de los suyos aun en esas condiciones de hacinamiento y
de estigmatización.
Anna G. Lozano
GUADALAJARA, Jal.-
“No te vayas a llevar colores llamativos; ni blanco, ni amarillo, ni naranja,
ni verde, ni azul. No te lleves chamarras ni nada que haga bulto. Vístete como
si fueras a ir a un funeral, m’hija. ¡Ah!, y recuerda no llevarte brasier con
varillas porque ahí te lo quitan y te esculcan toda, si no, no te van a dejar
entrar”, dijo la señora Martina de la Cruz a la reportera.
Martina de la Cruzse
levantó a las tres y media de la mañana como todos los sábados desde hace más
de cinco meses. Se bañó, se alistó y preparó la comida para llevarle a su hijo,
internado en el Reclusorio Preventivo de Puente Grande Jalisco por el delito de
robo.
La señora sale de su
casa poco antes de las seis de la mañana, toma el primer camión hacia la
Central Camionera Nueva y de ahí toma un taxi que la deja a más de dos
kilómetros de la entrada del penal.
A las ocho de la
mañana de aquel sábado 2 de marzo, Martina apareció con un andar pausado,
cargando un par de bolsas de malla plástica con el mandado y acompañada de su
hija mayor. Vestidas de negro, se forman en la fila de visitantes en las
afueras de la prisión, que tiene más de siete mil internos aunque su capacidad
es sólo para tres mil.
La fila visitantes
en el Preventivo es la más larga que la del Centro de Readaptación Social en el
área de varones (sentenciados). En el área femenil nadie hace cola. Casi nadie
visita a las mujeres que están en prisión, pero la mayoría de quienes visitan a
los hombres presos son sus madres, esposas, hermanas, hijas o amigas. Van
mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas, y los pocos varones
que se ven formados son niños de la mano de su mamá.
Ese día se integran
a la fila algunos homosexuales y transgénero que vienen a visitar a sus parejas
o amigos que se encuentran en el área “especial” del preventivo, ubicada en el
módulo dos. Ahí permanecen los reos en situación de riesgo.
Gustavo viene a
visitar a Juan, el hijo de la señora Martina. Es su amigo desde la infancia y
salieron juntos del clóset, pero Gustavo se enfocó más en salir de la
preparatoria con buen promedio para buscar trabajo, mientras que Juan se
atrasaba con las matemáticas y cambiaba las clases por la fiesta. Ahora el
primero viene los sábados, no sólo a visitar al amigo, sino también a su vecino
de celda, a quien encuentra atractivo.
Cerca de las diez de
la mañana, un par de celadoras con tono prepotente ordenan a los visitantes que
no son familiares directos de los internos que se formen en una fila al lado y
entreguen sus identificaciones oficiales. Para ingresar, dicha identificación
debe estar marcada con un lápiz rojo con el número de celda y dormitorio del
interno, así como el número de pase autorizado. El interno debe confirmar con
anticipación el nombre completo de las visitas que recibirá e indicar cuál es
su relación familiar; una vez que los datos son verificados por las custodias,
éstas devuelven las identificaciones a sus dueños.
Cumplido ese
trámite, la sumisión es la clave. Cualquier comentario, aclaración o pregunta
directa a las custodias amerita sanción: ya sea un regaño, la relegación hasta
el fin de la fila o la cancelación de la visita por “respingar a la autoridad”.
Esta vez, una señora soporta que las guardias se burlen de su nombre.
Una hora más tarde,
todo aquel que traiga llaves, anillos, aretes, pulseras, cartera, celulares,
chamarras, zapatos de tacón o prendas de más debe rentar un locker, dejar ahí
sus pertenencias y volverse a formar. Pero las reglas no se hicieron para los
guardias: una muchacha que no estaba formada pero conoce a una custodia, quien
la lleva hasta el inicio de la fila y la hace pasar primero. En este segundo
filtro muchos visitantes son rechazados por no cumplir las normas de vestimenta
y tendrán que intentarlo la siguiente semana.
El tercer y último
filtro es la revisión física. Aquí separan a mujeres y hombres. Las primeras
son llamadas de cuatro en cuatro a un módulo privado donde una custodia
interroga: “¿De dónde conoces al interno? ¿Desde hace cuánto lo conoces? ¿Por
qué lo visitas? ¿Cuál es el nombre completo del interno? ¿Cuál es su número de
celda? ¿Cuánto tiempo lleva detenido? ¿Con quién más fue detenido? ¿Cuál es el
delito por el que está preso?” Si se contesta bien, le piden quitarse los
zapatos para revisarlos minuciosamente.
Después, prosigue el
toqueteo físico por adelante y por atrás. Como advirtió la señora Martina, las
custodias palpan la parte frontal del brasier en busca de objetos prohibidos.
Hasta 2010 en este reclusorio se realizaban revisiones vaginales forzadas; hubo
quejas y la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco (CEDHJ) las
prohibió.
Ya dentro, los
internos reciben a la gente con amabilidad. Sonríen, saludan y se ofrecen a
cargar las bolsas con comida y guiar a los visitantes hasta la celda de sus
internos a cambio de un par de monedas. La señora Martina conoce el rumbo y
guía a la reportera hasta el módulo dos, anexo al preventivo. Aquí están los
reos de alta peligrosidad con los ex funcionarios públicos y los homosexuales.
En el patio, los
internos esperan. La mayoría viste pantalón beige y camiseta blanca.
Homosexuales, transgénero y transexuales prefieren prendas blancas y ajustadas.
También se forman hasta que identifican a sus familiares o amigos. Como una
docena se queda esperando bajo el sol: nadie les avisa que su visita no alcanzó
a llegar o no pasaron alguno de los filtros.
“COMO EN HOLLYWOOD”
Este módulo especial
consta de dos edificios, de dos plantas cada uno. En los dormitorios del lado
derecho (10, 20, 50 y 60) se encuentran los reos detenidos por homicidio y por
secuestro, así como los ex funcionarios. Del lado izquierdo están los
dormitorios 30, 40, 70 y 80, destinados a quienes caen por delitos menores,
sobre todo robo. La parte alta del lado izquierdo es la zona de los
homosexuales.
Cerca del mediodía,
Juan Torres, Jennifer, reposa en el dormitorio 82 del módulo 2 del Reclusorio
Preventivo. Tiene 21 años y, como sus amigos Nicole y La Pachis, con quienes
fue detenido el pasado 26 de septiembre, lleva cinco meses en prisión en espera
de que el juez Séptimo de lo Penal le fije fianza o le dicte sentencia por robo
a un taxista en la colonia Lomas del Paraíso, en Guadalajara. No consiguió los
cinco mil pesos que le pedía su abogado para evitar la cárcel y no sabe si
saldrá bajo fianza.
“¿Qué les parece
Hollywood?”, pregunta, y muestra con sus manos extendidas la brevedad de su
dormitorio. Unos cinco metros cuadrados, incluidos el baño, la cocina y cuatro
camastros de concreto amortiguados por un par de cobijas. Está recién trapeado,
huele a cloro. Un par de sábanas hace de cortinas. Aquí duermen siete personas,
tres de ellas en el suelo. “Y tenemos suerte –dice Juan–; en el R14 se
amontonan hasta 15 en una celda y varios duermen de pie”.
Sobre su cama cuelga
una bandera gay con un rosario de madera. Pone música electrónica en una
pequeña grabadora.
Juan es alto y,
gracias a sus pupilentes, tiene ojos verdes. Su delgado cuerpo está cambiando,
ya que ahora sus pechos son pequeños por la suspensión de las hormonas
femeninas que suele administrarse. Mientras habla se acaricia el pelo, corto y negro,
adornado con un par de moños rosados. Dice que al entrar en la cárcel le
cortaron su cabellera larga. “Me llegaba hasta las pompis”.
Con un gesto amable
invita a Gustavo, a su madre y a la reportera a sentarse en la cama para
empezar a comer. En el penal todos los utensilios de cocina son de plástico y
el agua para cocinar se almacena en baldes o garrafones; es un lujo.
Como todos los
sábados, están invitados La Pachis y El Amarillo. Éste es un heterosexual
treintañero que dice sentirse mucho más seguro en el dormitorio de los
transgénero.
– ¿Y tú por qué
estás aquí? –es la primera pregunta para El Amarillo.
–Por un delito que
ni cometí. Me quieren dar 25 años por un muerto que yo ni me eché.
– ¿No lo mataste?
–A ese no –ríe.
El Amarillo, Juan y
La Pachis se sientan alrededor de una pequeña mesa improvisada “para comer
comida real”. Afirman que los alimentos de la cárcel son antihigiénicos, por lo
que la ensalada de codito que trajo la señora Martina es un manjar. Por suerte el
tóper con la comida y el refresco pasaron todas las inspecciones de las
celadoras en el módulo de revisión especial, ya que según ellas hay personas
que pasan droga hasta en jugos envasados en tetrapak.
MOMENTO PRIVILEGIADO
Al finalizar la
comida, Juan cuenta su historia. Él, Nicole, La Pachis y Tiffy tomaron un taxi
al salir del bar Caudillos en la madrugada del 26 de septiembre. Ya en la
entrada de su colonia, le pidió al chofer que llevara a su último amigo más
adelante y que él pagaría el total. Bajó del carro y al cerrar la puerta
comenzó la discusión, porque el taxista les exigió pagar en ese momento y de
pronto sacó una navaja. Ellos escaparon, pero en medio del alboroto le robaron
al conductor 260 pesos, un par de discos, la cáscara de su estéreo y tres
cigarros. La policía los detuvo minutos después con ese botín.
Inicialmente el
taxista, adulto mayor, pidió a los familiares de los detenidos seis mil pesos
para no presentar una denuncia, pero –dice la señora De la Cruz– cuando
juntaron el dinero se enteraron de que ya estaba interpuesta la denuncia por
robo. Por ser un delito menor, cuatro podían salir bajo fianza con cinco mil
pesos por cabeza. Nicole debía pagar el doble porque le encontraron el
medicamento clonazepam, pero no reunieron la suma y todos fueron detenidos.
Como es menor, Tiffy salió al poco tiempo.
“La cárcel es para
los pobres, chula; el que tiene (dinero) sale pronto. Aquí hay de todo. Al lado
está uno que le robó a una viejita menos de 200 pesos y aun no le dictan
sentencia, Había otro homosexual que se robó tres anillos de fantasía en el
centro y, al ver que tampoco iba a salir, se suicidó. La verdad es que uno se
imagina que los taxistas andan cuajados (de billetes) y pues… andan igual de
jodidos que uno. Esta crisis nos pega parejo”, dice La Pachis contemplándose
las uñas barnizadas de rosa.
Al preguntarle sobre
la situación legal de Juan, Martina de la Cruz responde que su expediente en el
Juzgado Séptimo de lo Penal es el 439/12 y que no conoce a la defensora de
oficio de su hijo, pero sabe que se llama Martha López. Sin embargo, la familia
coincide en que no desea gastar el día de visita en ese tema; Juan toma del
brazo a su madre y a su hermana y pasean en el jardín. Es un momento
privilegiado.
Después Juan explica
que el área común alrededor del patio sólo puede utilizarse en días de visita.
Las familias se reúnen para comer bajo el techado del patio, con vista al
jardín y a una cancha de basquetbol. Incluso hay un chapoteadero.
En ese patio los
internos improvisaron puestos para vender sus artesanías, generalmente pulseras
de pedrería y rosarios. Juan presume su tarjeta de artesano, que le permite
trabajar formalmente en el reclusorio.
Atrás del edificio
se encuentra el taller de carpintería, donde se ofrecen cajas, baúles, cuadros,
esculturas y portarretratos hechos por los internos. Hay un local muy popular,
donde se oyen música y risas. En la pared hay un cartel:
“Promoción del día:
te sacamos del closet gratis. Los trabajos difíciles los hacemos rápido, los
milagros nos tardamos un poquito más. Se arreglan ovnis, se hacen trasplantes,
liposucciones, se parchan llantas de ferrocarril y se cobran herencias”. Aquí
trabaja Martín, de unos 30 años, que lleva preso cuatro por homicidio.
A la vuelta, en un
estrado, un sacerdote oficia misa ante menos de cinco fieles. Eso sí, misal en
mano susurran las palabras del ritual. Mientras tanto, otros reos tienden al
sol su ropa lavada y algunos más hacen abdominales y lagartijas sin camiseta.
Muchos de los que no
recibieron visita se quedaron en la sala comunal, frente al televisor de plasma
donde ven una película en televisión abierta. Unos duermen en las sillas de
plástico.
El horario de visita
está por concluir. Empiezan los abrazos, las bendiciones. Juan y su madre miran
el reloj. Para no llorar frente a todos, van a la tienda de abarrotes que
administran los reos y compran un pan dulce para compartirlo. Un grupo de
internos que juegan ajedrez en pares, al notar que no hay bastantes sillas para
las visitas de Juan, se levantan y ofrecen las suyas.
“No te asombres de
su amabilidad, chula. Aquí por más delincuentes que sean tienen que respetar a
la visita, ésta es sagrada y lo único que trae un poco vida a este reclusorio.
Pero una vez que la visita se va, la vida aquí dentro vuelve a ser tan gris
como lo era antes, y entonces empieza otra vez la verdadera lucha”, comenta
Juan, mientras come el pan con su mamá.
Llega el momento.
Todos se callan. Se empieza a prolongar la fila para salir, ya que a las tres
de la tarde las visitas deben estar fuera. Juan se levanta, besa a la señora
Martina y acompaña al grupo de visitantes hasta la reja de la entrada.
Les pide a sus
familiares que regresen pronto con comida real para él y sus amigos y que no
olviden vender sus pulseras en la colonia. Mientras se acaricia el pelo, dice
sonriente a la reportera: “Gracias por la visita, chula. Espero salir de aquí
pronto para tener de nuevo mi cabello largo, maquillarme, vestirme como me
gusta y verme más bonita.”
(PROCESO/ Anna G. Lozano/5 de abril de 2013)
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