Retrato del miedo de vivir entre casas de seguridad
del narco
Carmen Murillo
El miedo se siente
en la boca del estómago cuando vives frente a casas donde se dedican a la venta
de estupefacientes, resguardo de dinero, vehículos, armas, secuestros,
procesamiento de drogas, matones a sueldo y a consigna, hombres que se
disfrazan de policías o militares.
Vivir junto a casas
de seguridad es estar en constante zozobra. Es vivir con los latidos en el
estómago. Es estar a la espera de un estallido de armas de alto poder, de
explosiones químicas, es ver salir y entrar vehículos sospechosos. Es estar al
borde del peligro, de la muerte. Es quedarte ciego sin usar lentes oscuros. Es
acostarte y levantarte con el Jesús en la boca y enmudecer.
Es estar pensando
que en cualquier momento se suscitará un agarre entre bandos contrarios de los
cárteles, entre policías y militares. Es que la niña más pequeña de la casa
viva sugestionada por las reglas impuestas por sus padres para que no juegue en
el patio, es que se haga en los calzones al salir a recoger un juguete a la
calle porque su mamá le gritó que venía la policía a llevársela.
Vecinos indeseables
Estas casas de
seguridad, que son el terror de los vecinos y que abundan en Culiacán,
coinciden habitantes de las colonias Las Vegas, Las Quintas, 6 de Enero, Valle
Alto y la Lázaro Cárdenas, se identifican porque no vive una familia, no salen
niños a jugar, entran y salen carros diferentes casi todos los días, sobre todo
en la noche, a veces vestidos de militares, otras de policías, con maletas en
los carros.
Ellos no tienen
horarios para entrar o salir a trabajar como cualquier persona normal, no
llevan ni recogen niños a la escuela, los merodean jóvenes hablando por
celular, las casas casi siempre pasan cerradas, en unas se escuchan pleitos y
disparos. En otras hay total hermetismo. Unas de repente son balaceadas.
Generalmente,
coinciden: son habitadas por personas jóvenes que no pasan de los 35 a 40 años.
Cuando ponen música suelen ser narcocorridos y lo hacen más por las noches; no
están al pendiente de cuando pasa el camión recolector de la basura para sacar
sus bolsas de desechos, algunas casas de seguridad que tienen portón lo manejan
“a media asta”, y en ocasiones son visitadas por policías estatales y/o
municipales.
Esto es lo que
observa, siente y percibe doña Petra, habitante de la colonia Las Vegas, donde
explotó un narcolaboratorio junto a una guardería del IMSS; es lo que ve y
percibe la maestra Elizabeth en la 6 de Enero, donde a punta de metralletas han
tirado el cableado de la luz y han dejado hasta muertos encostalados.
Al doctor Juan Pablo
y la profesora Lorena en Valle Alto les han tocado estos vecinos y ver a veces
cómo hombres salen vestidos de militares o policías en vehículos con vidrios
oscuros.
Hay casas donde a
altas horas de la noche llegan jóvenes con celulares en mano a comprar su
ración de droga, mientras que la señora Elizabeth en Las Quintas, le tocó
apreciar que a una casa de su cuadra entraba gente con bolsas o maletas de
diferentes tamaños, sin que adentro viviera una familia y que de repente el
inmueble quedara solo, abandonado.
En Sinaloa, el
Ejército y la Policía han asegurado gran cantidad de estas casas, en las que
han decomisado muchas armas de alto poder, drogas, incluso junto al edificio de
la UAS decomisaron en un inmueble más de 5 millones de dólares y han llegado al
lugar de los hechos al explotar un narcolaboratorio junto a una guardería del
IMSS, pero no han logrado que la gente les tenga confianza, haga a un lado su
miedo y denuncie.
El miedo está en el estómago
Ante la presencia de
vecinos así, estos habitantes han optado por la autoprotección del núcleo
familiar, por ver y no ver, por callar, por no hacer nada que alerte, incomode
a los inquilinos de las casas de seguridad, porque saben que cualquier cosa que
hagan, incluso si llamaran a la Policía, terminarían muertos.
Muchas casas de la
colonia Las Vegas, dice dona Petra, se han ido quedando solas porque los hijos
crecieron y se fueron a otros fraccionamientos, ahora prácticamente queda la
gente mayor, o como eran viviendas tan grandes, se han convertido en bodegas, y
esa soledad y silencio lo han aprovechado los maleantes.
Pero cuenta que
antes de que explotara el narcolaboratorio junto a la guardería del IMSS, entre
los vecinos se murmuraba sobre un olor extraño que llegaba a todo el sector El
Coloso y empezaban a sacar conclusiones de qué era aquella apeste que
determinados días los inundaba, pero todos guardaban silencio por miedo. Lo
mismo les pasaba con una casa donde vendían droga.
—Doña Petra, ¿qué es
el miedo, cómo siente usted el miedo?
—A mí me da latido.
Yo el miedo lo siento en la boca del estómago, nomás veía que entraban y salían
carros y que esa gente no tenía una vida normal, no es gente que se levante
temprano a llevar a sus plebes a la escuela, no sale a ganarse el pan
decentemente. Yo nomás no llegaba mi marido, me empezaba a temblar el estómago,
era un acabamiento, y ahí estaba marcándole por teléfono, lo mismo con mis
hijos. Se vuelve uno esclavo de la preocupación. El latido no te deja, es como
si el estómago le mandara señales al cerebro para que estés alerta.
Y qué hace uno.
Calladito se ve más bonito. Uno sabe que cualquier pendejada que uno haga se
terminó toda la familia, le dan mate a uno. Ellos no se van a tentar el
corazón, porque no tienen, para acabar con uno y toda la familia, y uno se
siente tan debilucho como para “ponerse a las patadas con Sansón”, y aunque el
refrán dice que el valiente vive hasta que el cobarde quiere, no es cierto,
porque no es un pleito común de vecinos de mentadas de madre y unas trompadas,
no, no es así. Son cosas muy difíciles.
El doctor Juan Pablo
y la maestra Lorena consideran que cuando les ha tocado tener vecinos
sospechosos, a quienes no les ha interesado socializar con el vecindario, pero
sí con sus actos extraños, han ido a afectar la tranquilidad de los que habitan
esa cuadra, todos los habitantes del sector se convierten en ciegos, optan por
hacerse de la vista gorda “por seguridad”, aunque el estrés se los coma por
dentro.
“Es increíble
—comenta el doctor— cómo hacemos los vecinos que no los vemos cuando los vemos;
nos hemos acostumbrado a ver de reojo, a ver y no ver, a hacernos invisibles
para que nos vean lo menos posible cuando salen y entran a la casa; ¿qué más
nos queda?, dime qué harías tú si te toca verlos que se suben de militares al
carro cuando sabemos que los militares viven en el cuartel”.
A veces, señala la
profesora, por las prisas que ellos tienen, salen en estampida y te toca ver cómo
suben a los carros maletas y uno piensa, por fin, se fueron, porque la gente
sabe que no van a vivir en la casa del portón “a media asta” para toda la vida,
pero de repente los vuelves a ver, pero eso sí, nunca pasan afuera, en la
banqueta; raras ocasiones se ve que se suben a la casa a fumar.
“Aquí lo único que
le queda a uno es mantener la distancia con esa gente. Cuidar nuestras horas de
llegada y salida, no andar solos, estar bien comunicados con la familia, y
sobre todo, tener mucho cuidado con los niños, porque los niños son bien bobos,
que cuando salgan no se les queden mirando, buscar tenerlos ocupados adentro de
la casa, aunque sea en los videojuegos o la televisión, preferible mil veces”.
A Elizabeth, cuyo
nombre también podría ser María, en los años que lleva viviendo en la colonia 6
de Enero, le ha tocado vivir momentos de inseguridad muy difíciles en ese
sector, sobre todo tras del asesinato de Alfredo Beltrán Leyva, el Barbas,
porque de repente ver entrar y salir vehículos a toda velocidad, quedarse sin
luz porque con metrallas tumbaron el cableado, saber que le tiraron muertos
encostalados a vecinos, escuchar helicópteros volando sobre las casas, la gente
se acostaba temprano, el miedo se olía, lo que la ha sometido a etapas de
fuerte estrés en las que el cabello se le caía por mazos.
“Yo en ese tiempo
tenía a Mía chiquita; no’mbre estaba al pendiente de que no se me saliera a la
calle, pero como ya caminaba parecía como un animalito encerrado y nomás me
descuidaba se me salía y como una vez llegó la Policía y sacó a un muchacho y
lo echó a la patrulla y la familia y él gritaban y lloraban, bien que lo
recuerdo porque yo la traía en los brazos y se me abrazó bien fuerte.
“Y a los días se me
salió a la calle a juntar una pelota que se le había salido y yo para que se
metiera rápido porque estaba haciendo la comida, le grité: ‘Ahí viene la
Policía, te va a llevar, vas a ver cabrona; no’mbre, se vino corriendo y se
hizo en los calzoncitos”.
(RIODOCE.COM.MX/Carmen Murillo/ febrero 24, 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario