Semanario ZETA
Señores codirectores. —
“¡Contra la pared, hijos de la chingada, ahorita les vamos a dar su
revolución!” (Grito de de jefe militar del batallón Olimpia, a los
manifestantes aprehendidos; del libro de Elena Poniatowska “La Noche de
Tlatelolco”; 1971, p. 238)
Pueblo que no aprende de su historia está condenado a repetirla, dice
el gran refrán popular. Qué de traiciones, qué de intrigas; qué de
hipocresías y de engaño desde aquel 2 de octubre de 1968. Los líderes
que dirigían (mejor dicho que maniataban) el movimiento, quienes días
antes de la espantosa masacre gritaban, en las multitudinarias
manifestaciones, junto con las llenas de ánimo e impetuosas masas: “¡No
queremos olimpiadas, queremos revolución!”
Esos mismos liderzuelos,
pocos días después del bárbaro genocidio, el día 9 de octubre,
abiertamente en una conferencia en la UNAM, anunciaban: “Nada de
manifestaciones o conflictos durante la tregua olímpica del 12 al 28 de
octubre”. Así, sin consultar a las masas, en forma totalmente
autoritaria y antidemocrática se declaraba el “armisticio”.
Apurados
tanto las organizaciones como los líderes pequeñoburgueses, oportunistas
y traidores en pavimentar el camino a la olimpiada y a la paz social no
escatimaron esfuerzo alguno en sofocar el posible rebrote de la lucha y
apagar hasta el más mínimo rescoldo y estrangular todo intento de
resistencia.
Tras la tregua olímpica estaba el intento de enfriar los ánimos y
desbandar a las masas, de apagar a plenitud las todavía ardientes
brasas. Cosa que estos traidores hicieron a la perfección.
Sobre la sangre todavía fresca, la dirección del movimiento (el
Consejo Nacional de Huelga: CNH) firmaba el silenciamiento de la lucha.
Ni un solo líder, ni una sola organización que conformaban el liderazgo
se alzaron contra esta indudable traición. Nadie llamó a organizar la
resistencia, a reorganizar a las masas dispersas. Nadie convocó a
sabotear los malditos juegos olímpicos, a vengar a los caídos. ¡Nadie,
absolutamente nadie!
Las masas aunque muy lastimadas, aterrorizadas y con incalculables
compañeros presos y muertos, ansiaban cobrar venganza, hervían en ira. Y
querían seguir luchando. Fiel testimonio de esto fue la gran
manifestación del 31 de octubre. ¡7 mil almas desafiando a la feroz
represión gubernamental! La llama del odio al enemigo seguía viva y
requería ser atizada, y esto desgraciadamente no sucedió. Y no fue
debido a que gran parte del CNH estuviera en prisión, sino a su
cobardía, a su gran traición. Un verdadero dirigente revolucionario sabe
cumplir con su responsabilidad, con su misión, aunque la burguesía lo
mantenga en el más profundo y sórdido calabozo.
La horrorosa masacre del 2 de octubre demostró que a los sátrapas en
el poder, ni leyes ni constituciones los detienen cuando de salvaguardar
su régimen criminal se trata. Aunque hasta la fecha hay imbéciles (como
la izquierda amloísta) que se empeñan en inculcar al pueblo, de forma
machacona, que solo a través de la lucha electoral, pacífica y
constitucional es posible lograr profundos cambios sociales.
El Partido Comunista Mexicano, los trotskistas y otros grupúsculos
(hoy muy abrazados con López Obrador) que se autoproclamaban de
izquierda y revolucionarios, lejos de orientar el movimiento por el
sendero correcto, lo sabotearon, lo mediatizaron, lo calificaron de
movimiento espontáneo, aventurero, anarquista, etcétera.
Más nulo fue su
intento de imprimirle un carácter serio y disciplinado. El PCM no movió
ni un dedo, ni el mínimo esfuerzo hizo para que la clase obrera
acudiera a apoyar al estudiantado insurreccionado, para que el
proletariado se movilizara y entrara en acción y quien con su titánica
fuerza asumiera la dirección del movimiento.
Solo la gigantesca y
poderosa fuerza de las masas obreras hubiera anulado las tendencias
burguesas, pequeño burguesas y vacilantes en el seno del movimiento y le
hubiera podido dar una orientación genuinamente revolucionaria.
La participación del proletariado consciente faltó para que éste,
actuando como catalizador y jefe, propagara el fuego de la rebelión a
todo el país. El Partido Comunista Mexicano permaneció impasible,
sereno, fiel a los lineamientos del maldito Congreso de los
revisionistas y anti estalinistas de Moscú, que preconizaban la
“transición pacífica al socialismo”.
La sedicente “vanguardia del proletariado” (es decir el PCM) no podía
apoyar “algaradas” estudiantiles. Mayor traición no podían cometer
dichos comunistas. Arnoldo Martínez Verdugo, Gilberto Rincón Gallardo y
otros que formaban la dirigencia nacional del PCM hicieron lo que el
resto de las organizaciones de izquierda (trotskistas, maoístas,
etcétera) después de perpetrado el genocidio. Unos a correr a esconderse
dejando a las masas a la deriva y otros a enfundarse en el uniforme de
bombero para sofocar el fuego y borrar los manchones y charcos de
sangre.
El Partido Popular Socialista, hermano gemelo del PCM, esta
esperpéntica organización que toda su renca vida ha sido un furioso
defensor del nacionalismo revolucionario de los matones del PRI; esta
escoria, epígonos del demagogo y traidor Lombardo Toledano (“atole
dando”, lo llamaban los obreros socialistas), congraciándose con la
burguesía y con el chacal de Tlatelolco Gustavo Díaz Ordaz (GDO), culpó a
la CIA norteamericana, a agentes extranjeros infiltrados en la
sublevación, de la matanza. Protegiendo al chacal, el PPS gritó: ¡No fue
el gobierno de Díaz Ordaz quien provocó la masacre, fue la CIA! Estos
canallas lo mismo afirmaron del glorioso levantamiento campesino del
EZLN en 1994.
Javier Antuna
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