El plantío coloreaba. No
puede ser, pensó, y dijo un chingada madre en voz alta ante el que todo el
mundo se sacó de onda. Su comitiva iba con él en la suburban. Arreglen esta
chingadera porque si no vamos a tener problemas.
Tenía que deshacerse de la
amapola que estaba sembrada en ese predio inconmensurable, frente al templete
donde sería el evento.
Inmediatamente le avisó al
gobernador. Estaban preparando la visita del secretario de Comunicaciones. El
evento de la primera piedra de la presa estaba a punto de iniciar.
Vete de avanzada, le ordenó
el gobernador: vete para allá inmediatamente, que todo esté listo y no falte
nada. Dos horas antes.
Apenas bajaba de la carretera
cuando vio a lo lejos las flores emergiendo entre las ramas verdes de la
plantación, mostrándose, bellas, formando una alfombra colorada que se
contoneaba con el viento.
¿Qué hago?, ¿qué hago?, se
preguntó, suplicó. Las edecanes que lo acompañaban nomás se le quedaban viendo,
los de su equipo de trabajo también.
Ordenó a sus empleados que
cambiaran el templete, que lo pusieran de tal manera que quedara de espaldas a
la amapola. No disponían de mucho tiempo: hay que acelerar los cambios, muevan
aquello para acá y de aquel lado pongan unas mantas.
Pero sus edecanes,
maravilladas por tanto colorado en esas flores tan extrañas como fascinantes,
empezaron a recolectarlas: acariciaban con delicadeza los bulbos lechosos y se
quedaban atónitas, hipnotizadas.
Hicieron ramos pequeños y
nutridos. Brincaban entre las plantas, jugaban a intercambiar flores y racimos.
Reían, festivas, entre tan imponente color y tan hermosas flores. Lo prohibido
a sus pies, el delito en sus manos.
Parapetó el escenario para
que aquello que se les imponía fuera menos evidente.
Arribaron el gobernador y el
secretario. Un séquito de trajeados, con radios de intercomunicación, carpetas
y maletines, corría tras ellos. El secretario se instaló, poderoso e
indiferente: no vio ni de reojo el mar colorado y coqueto que simulaba la
amapola.
Callado. No se puede hablar
cuando está en pleno discurso el mandatario. Ni reír ni llorar. Luego se acercó
el secretario al micrófono para leer su discurso: bla, bla, bla. Que se apuren,
que termine esto ya.
Y él rezaba para que no
viera: que no voltee a ver las flores, que no diga nada, que no pregunte y siga
de largo.
Unas edecanes formadas
alrededor del templete, otras cerca del sillerío: repartieron folletos,
refrescos, agua natural. Nada de desayuno, como inicialmente estaba programado:
hay que apurar los malos tiempos.
El evento fue instantáneo.
Las edecanes se subieron a la suburban; traían con ellas los racimos que
momentos antes habían escondido en la
camioneta. No me las dejen ahí, muchachas.
Las llevó de regreso. Se
bajaron en el centro de la ciudad, frente a catedral. Cada quien con su ramo.
Ufff, por fin.
Días. Dos semanas. Todavía
recordaba el episodio: lo sacó del recuerdo un retén que lo esperaba metros
adelante. Eran federales. Volteó hacia atrás, a los asientos… y le brotó el
sudor cuando vio un ramo de amapolas en el piso, marchitas y aplastadas.
¿Dónde lo tiro? ¿Dónde? En
ningún lado. Ya los tenía a pocos metros. El policía lo detuvo y antes de
esculcarlo le pregunto a qué se dedica. Trabajo con el gobernador. No le
gustaba charolear, pero lo primero que hizo fue enseñar la identificación
metálica, antes de que se la pidieran.
Pásele. Respiró profundo.
Sonrió nervioso. Buscó un bote de basura. Pinches flores. Y las tiró.
Columna publicada el 4 de febrero de 2018 en la
edición 784 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 6 FEBRERO, 2018)
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