Malayerba
nace junto a Ríodoce. La columna que Javier Arturo Valdez Cárdenas pensó al
emprender la aventura del semanario se publicó ininterrumpidamente por casi 15
años, desde La Piñata hasta El Licenciado, del número 1 al 746, semana a semana
burlando tempestades y sequías.
Con
Malayerba Javier Valdez consuma un estilo propio, libre, que fraguó luego de
años de un reporteo que le resultaba doloroso y de compromiso a largo plazo.
Las historias lo embestían y tenía urgencia por contar un mundo entero,
enterrado entre códigos no escritos, corrupción, maldad, sangre, plomo.
Malayerba
son historias concisas, redondas, que se ganaron por sí mismas sobrevivir al
tiempo. Con esa idea Ríodoce reproduce a partir de este número una selección de
las crónicas de Javier Valdez ilustradas por Luis Enrique Luna, un joven
cartonista que aportará sus trazos para convertir en imágenes el mundo de
Malayerba.
LA PIÑATA
Los
habían invitado a una fiesta especial. Y era cierto: todo estaba preparado para
que hubiera de todo. Definitivamente iba a ser especial.
Desde
temprano llegaron a esa casona de Pueblos Jodidos el equipo de sonido de los
Intocables del Norte. Poco después hizo lo mismo el camión de la banda los
Nuevos Coyonquis, cuyos integrantes arribarían posteriormente.
Y
llegó el momento. Ya estaban las mesas distribuidas en el amplio patio, en la
cochera, la sala y a mitad de la calle. Allá al fondo del patio todo estaba
listo para que tocara el grupo norteño. Al frente, del otro lado de la calle,
la banda.
Y
en medio de aquel escenario de fiesta de cumpleaños, la piñata: grandota,
frondosa de tanto papel celofán y china, colorida de rojo, azul, amarillo,
morado, anaranjado. En el centro de todo. En lo alto. Majestuosa, presumida,
ufana, bailaba al son del viento que coqueteaba con sus papeles. Se miraba en
el espejo del sol, a punto de caer en el horizonte.
Los
niños del lugar se arremolinaban para ver el espectáculo. Algunos se acomedían
a colaborar acomodando las sillas con tal de estar cerca de todo y ver la
piñatota de cerca.
Entre
ellos, como si fuera una travesura, gritaban, intentaban cantar. “La piñaaata
tieeene caaaca, tieeene caaaca, cacahuates de a montón”. Para ellos no era más
que una fiesta infantil, una posada de navidad.
Bien
les había dicho el Chalino: órale compas, vayan a mi fiesta, va a haber de
todo, chingón.
Y
los Intocables se turnaban con los Coyonquis. Era un mano a mano. En las mesas
botellas de bucanans de 18 años. Todo caro. Carísimo. Manteles, sillas
acojinadas, meseros de primer orden. Cerveza y tequila del mejor para los que
no fueran güisqueros. Coca en el baño por lo que se ofreciera. Guardias aquí y
allá. Mujeres que no eran del pueblo, con apariencia de teiboleras citadinas,
distribuidas entre los invitados que llegaron solteros.
Era
cierto. Había de todo.
Los
asistentes estaban en un harem, en una fiesta de burdel en El Rodeo, entre los
amigos, en el mejor teibol dens, en el aguaje a su servicio. El paraíso en el
pueblo. Horas de diversión. Medianoche. De madrugada. Tres de la mañana. Tiempo
de quebrar la piñata.
Borrachos,
cansados, con suficiente polvo blanco en la sangre y el cerebro y amanecidos
empezaron los invitados aquellos a darle de palos a la piñata, cuya
majestuosidad y elegancia habían quedado atrás.
Le
dieron duro en un ambiente festivo. Otros fueron más enardecidos y violentos,
como si se desahogaran pegándole más fuerte a la piñata, que al final fue
quebrada.
Pero
de su interior no salieron dulces ni mandarinas, sino cocaína.
Decenas
de dosis en sobres pequeños, nutridos y transparentes, caían del cielo entre la
algarabía aquella, la música estridente y los empujones.
Al
día siguiente, ya de tarde, los niños más enterados cantaban a grito abierto:
“la piñaaata teeenía coca, teeenía coca, cocaína de a montón”.
*Luis
Enrique Luna. Nació en Chilpancingo, Guerrero. Colaboró en muchas
publicaciones, estudió arquitectura, pero es con un plumín como se encuentra
pleno.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 6 NOVIEMBRE,
2017)
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